Sábado, 15 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Sandra Russo
Aunque desde hace diez años Susana Trimarco es un nombre público en la Argentina, y aunque ese nombre devino con el tiempo en el símbolo de la lucha contra la trata de personas, esta semana ella se resignificó de un modo abismal. Hubo un país que la miró no llorar cuando absolvían a los trece acusados por el secuestro y la desaparición de su hija. Que la miró recibir ese golpe con los ojos abiertos y secos de quien ya ha llorado toda la medida de lo humano. Un país miró esa enorme capacidad de impacto, y la reacción que inscribe a Susana Trimarco en la saga argentina de las madres en lucha. De eso tenemos una tradición.
Dos días antes, ella había recibido de manos de la Presidenta el Premio Azucena Villaflor a los Derechos Humanos, en la Plaza de Mayo. Estaban las Madres y las Abuelas. Refiriéndose a otro tema, la ley de medios, pero acertando en el pulso inminente de Susana Trimarco, la Presidenta dijo: “Cómo no vamos a esperar unos días, unos meses más, si ellas han esperado más de veinte años para tener justicia por sus hijos”. “No me van a ver llorar. Tengo el doble de fuerza, y no voy a parar hasta ver presos a los que se llevaron a Marita”, dijo el jueves Susana Trimarco, en su propia reconversión de la adversidad en motor.
Exactamente ahí es donde estas mujeres a las que tributamos emergen como lección, o faro. Han hecho del dolor su fuerza, y de su fuerza su paciencia. Han tenido el objetivo transparente de la justicia y no han dejado de actuar y de operar sobre la realidad ni un solo instante mientras eran pacientes. A lo largo y a lo ancho del país, a través del tiempo, por diferentes causas, hubo y hay muchas otras madres que expresan esa tradición.
Cuando uno habla de Susana Trimarco habla de Marita Verón, porque eso es lo que ella comunica, como lo han hecho desde hace treinta y cinco años tantas otras: Susana Trimarco no existiría para ninguno de nosotros si aquella tarde de abril de 2002 Marita hubiese regresado a su casa. Y ése es el sentido perfecto, redondísimo, del amor de esa madre por su hija: hacerle a Susana Trimarco la justicia que está a nuestro alcance, equivale a no dejar de nombrar a Marita Verón. Su secuestro y desaparición se hubiesen perdido en el olvido si no hubiese sido por la manera en que su madre elaboró su duelo. Fue no permitiéndolo, interponiéndose.
Son nombres que quedan incrustados en la historia, como lo fue el del soldado Omar Carrasco, cuyo crimen, que no fue el primero sino el último, generó el fin del servicio militar obligatorio. Antes que Carrasco habían muerto muchos otros colimbas, pero el hechizo de la domesticación de las conciencias –o las subjetividades, como se prefiera– había consentido esas muertes dudosas de soldaditos. Y de pronto, la de Carrasco fue una muerte intolerable, porque fue más allá de la política y entró directamente en la cultura. Aquella sociedad que seguía consintiendo tantas otras injusticias, dejó de aceptar que sus hijos varones fueran iniciados de acuerdo con el paradigma militar. Lo militar fue revisualizado como la posible vocación de algunos, pero no como la obligatoria introducción de todos.
Hoy este país está reviendo la trata de personas, en el sentido más literal: la está volviendo a ver, la ve porque Susana Trimarco nos ha obligado a enterarnos de que la trata no es abstracta aunque transcurra en los subsuelos o los alrededores, o detrás de pantallas o relacionada con las policías o distintos poderes. Nos ha obligado a entender que no escandalizarse es consentir. Nos ha traído, rescatadas, de esos antros, a mujeres que dieron su testimonio. Mujeres que fueron secuestradas y víctimas de una sucesión de delitos emparentados con la oferta sexual. Ahí se abren nuevos ejes, que seguramente tienen mucho que ver con lo que ha sucedido con la instrucción y la sentencia absolutoria. Uno de ellos nos obliga a preguntarnos por la diferencia entre la clientela de la prostitución y la clientela de la trata.
Es la actitud de Susana Trimarco lo que la envuelve como un aura. Uno la observa, tratando de descifrar qué es lo que la hace tan alta, tratándose la suya tan evidentemente de una estatura moral. El fallo tucumano que revictimizó a Marita Verón fue tan bajo, entre otras cosas, por el choque con la estatura moral de Susana. En la noche del martes, la Argentina presenció en directo la escenificación de lo alto y lo bajo. Lo bajo fue el fracaso de la Justicia, por los motivos que fueren. Lo alto fue Susana. Una señora de su casa que fue arrancada de esa placidez para internarse en prostíbulos de parajes perdidos, en whiskerías de ruta, en historias de un dolor intransferible.
Esa señora fue la que vino a decirle a la sociedad argentina que lo que se creía que era el mundo de la prostitución encubría otro mundo muy distinto, mucho más abismal, de esclavitud literal: Susana Trimarco vino a hablar de la trata, que no estaba lejos sino incrustada en muchos lugares. De un delito que implica secuestro y degradación. De lo que sigue hablando hoy Susana Trimarco es de las conexiones de la trata con las instituciones.
No deja de asombrar esa mujer y ese atributo que la vuelve alta. Es su temple. Su conexión con una causa de profundidades insondables. En esas aguas interiores, Susana y Marita no se han perdido la una para la otra. Se han fundido. Fuera de la metáfora, fuera del modo de decir. Marita está en Susana cuando Susana escucha la sentencia absolutoria de quienes ella está segura que secuestraron a su hija. Todos a su alrededor gritan, insultan, festejan, lloran, alzan los puños, se exteriorizan. Susana no. Se retiene. Se pone en contacto con su propio motor, que es el deseo de justicia. Ya ahí adentro, en la sala colmada, Susana encuentra su eje. No llora. No dice nada. Se deja llevar de la mano de su abogado, hasta recomponerse. Y cuando habla, vuelve a la carga. Susana Trimarco es la templanza. De eso están hechas todas las civilizaciones. Sin eso no se construye nada. La templanza consiste, en este caso, en el uso activo, incesante y filoso de la paciencia.
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