CONTRATAPA

Gabomanía

 Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Mi nombre es Apofis. En realidad lo de Apofis –nombre griego del demonio egipcio Apep, quien representaba la idea del Gran Caos y solía atacar al soleado Ra a la hora de los eclipses– me lo pusieron e impusieron los terráqueos esos que me “descubrieron” en sus telescopios, durante su año número 2004. Cálculos y mediciones y coordenadas y así se hicieron conocidos mi cuerpo y mi trayectoria. Se me definió como “pedrusco espacial de unos 300 metros de longitud” y se precisó que el día número 13 del mes 4 del año número 2029 yo pasaría tan cerca del planeta conocido por ustedes como Tierra que llegaría a rozar la órbita en la que se alinean los grandes satélites de comunicaciones. Y esto no sería nada porque, siete años después, en el número 2036, debido a la perturbación producida en el número 2029, los especialistas afirmaron, temblando, que existirían muchas más posibilidades de que me estrellara. Cosa que hice pero sin causar gran desgracia porque, para entonces, ya no quedaba nadie ni nada vivo sobre la Tierra para sufrir las consecuencias de mi caída libre. Una cosa sí recuerdo: yo iba en picada, me encendía al entrar a la atmósfera, sonriendo, y lo único en lo que pensaba, lo último en lo que pensé antes de que acabaran mis miles de años de soledad, era en por qué no me habrán puesto Gabo.

DOS Veintinueve años antes de la caída de Apofis, otro fenómeno galáctico astronómico recorre el mundo iberoamericano. La Gabomanía. Y tiene que ver con los ochenta años de edad de Gabriel García Márquez y los cuarenta años de antigüedad de su novela Cien años de soledad (aunque mi edición del clásico en cuestión asegura que el año de la llegada de García Márquez a este mundo fue 1928) y los veinticinco años de la obtención del Nobel. Festejos y fuegos artificiales y, principalmente, centenares de artículos en prensa y segmentos televisivos donde personas que no lo conocen más allá de sus libros (y ni siquiera eso) no dudan en referirse al gran escritor colombiano como a Gabo. Pocas cosas me parecen más desagradables que el usufructo en público de un apodo –No tomarás el apodo de García Márquez en vano, debería ser el onceavo mandamiento– que, como todo sobrenombre se supone privado y para consumo íntimo y prudencial de seres queridos. Así, de pronto, Gabo por todas partes en boca de gaboides y gabotos y gaboneses y gabotes (que, sospecho, son los mismos inanos que le dicen Nano a Serrat). Gabo aquí y Gabo allá y, ay, hasta Gabito para referirse al pequeño Gabo corriendo por Aracataca. Y –todavía peor– las recreaciones de su nacimiento de oráculos en reversa con prosa que pretende emular, en vano, el magistral estilo del escritor. O las encendidas loas de quienes sí lo han tratado y, por eso, se sienten autorizados y capacitados para elevar un puñado de horas a anécdota épica y broncínea donde los protagonistas acaban siendo siempre ellos y, García Márquez, apenas un testigo de-luxe. Un Gabo. Alguien que, por estar ahí, por haber pasado cerca, o por no haber aparecido nunca, pareciera permitir –desde su sabio y cauteloso silencio– que cualquiera pueda pronunciar o escribir la palabra Gabo. “Gabo Gabo Hey!”, aullarían The Ramones y, puesto a soñar un deseo conmemorativo, yo le pediría a García Márquez que –como parte de las celebraciones– publicara una lista con el título de Personas a las que autorizo a llamarme Gabo. Estoy seguro de que serían muchos pero no tantos. O quizá, quién sabe, a García Márquez no le moleste que todo el mundo lo llame Gabo. Pero tengo mis dudas. La masificación de un mote lo priva de toda gracia iniciática y de todo fulgor de contraseña. Los verdaderos amigos no deberían degradarlo trompeteándolo a los cuatro vientos. Decirle Gabo a García Márquez es tan fácil e inocurrente como llamar Coca a la Coca-Cola. Tal vez García Márquez tenga otro alias que casi nadie conoce. En cualquier caso, Shakespeare tuvo mejor suerte –o compadres más discretos– y así es como, por fortuna, hoy no sabemos si le decían Willo o Shakey.

TRES Y si uno es escritor, nació en Latinoamérica, y vive en Barcelona, la cosa se complica todavía más. Ahora no pasa hora sin que aterrice un e–mail de diarios y revistas preguntando sobre Gabo, sobre la vigencia de la obra maestra de Gabo, sobre los hijos de Gabo y los nietos de Gabo y los herederos del Boom y del Posboom y hasta del Preboom porque, en Barcelona, el Boom es todo lo que fue y lo que vendrá y pronto Cervantes será Preboom. Y uno que calla porque no tiene nada que decir y se escapa por un rato a comprar fruta (frutas que no son tropicales) y ahí mismo, el encargado del puesto que, por supuesto, sabe absolutamente todo sobre mi vida pregunta: “Usted que es escritor... ¿Lo conoce a Gabo?”. Y yo le contesto que sí, pero no exactamente. Le digo que leí todos los libros y que, por lo tanto, conozco a Gabriel García Márquez. Pero de Gabo, ni noticias. Y no le cuento que en realidad sí lo conocí, que intercambié con él no más de veinte palabras en el estacionamiento de un hotel de Guadalajara, México, y que hablamos, básicamente, sobre el mucho calor que hacía y lo bien que se desayunaba en ese hotel. Supongo que semejante minucia me autorizaría hoy a fabular todo un episodio rebosante de lluvias, gallinazos y levitaciones y, por supuesto, a llamarlo Gabo de aquí a la eternidad. Pero no. Lo siento. No cuenten conmigo para semejante despropósito o falta de respeto. La celebridad de un genio que pasa cerca de uno no lo convierte en un amigo instantáneo. Ni ahora ni dentro de sesenta años, cuando Cien años de soledad cumplirá un siglo y (si Apofis decide cambiar de opinión y trayectoria) ninguno de los gabinetes que lo conocieron estará por aquí pero aun así, seguro, no faltará quien recuerde lo que una vez su abuelo le dijo a Gabo porque, está claro, Gabo no le dijo nada a su abuelo.

CUATRO Así que, mejor, hablemos del autor que conocimos a través de la novela. Cien años de soledad –prohibido llamarla Cientota o Solarini– fue mi primera percepción del milagro del objeto libro. Yo que no tenía más de cuatro años cuando se publicó, pero juro que recuerdo esa portada, en Buenos Aires, en todas las manos al mismo tiempo y haber pensado –¡realismo mágico!– que se trataba de un único ejemplar que se materializaba en todas partes a donde yo iba. Yo que no tenía más de catorce años y había sido expulsado de un colegio y no le dije nada a mi padre y simulaba que iba a clase pero, en realidad, me iba a Macondo a aprender y a vivir con los Buendía. Yo que ahora no tengo más de cuarenta y tres años y que aquí escribo lo que sigue: Feliz cumpleaños, señor Gabriel García Márquez, y muchas gracias por todos estos años de Cien años de soledad. Y si no es mucho pedir –antes de la venida de Apofis, antes de que sea demasiado tarde para todo y para todos– sea bueno y publique esa lista de nombres autorizados a llamarlo por su otro nombre.

Y, por favor, fírmela con su apellido.

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