Jueves, 22 de noviembre de 2007 | Hoy
Por Horacio González
Simpáticos taxistas caraqueños o algún complaciente funcionario no pueden hacernos comprender lo que es un país pero siempre es posible deslizar que entendemos. La televisión en el cuarto de hotel tampoco ayuda –hay que saber ver pequeños tics, mohínes mínimos y algo de eso vimos en la respuesta virulenta que le propina al gobierno el noticiero de Globovisión, que coordina a las fuerzas del “no”–, pues la publicidad del chavismo emplea la música oficial de fondo del canal opositor para asociarlo a una dañosa escena golpista. En estos días la ciudad está tensa; se habla con arrebato. Ni la indiferencia es neutralidad.
Pero el visitante fugaz nunca puede entender el núcleo último del vivir en una ciudad ajena, esa esquina familiar que siempre está diciéndonos algo que hace décadas no sabemos descifrar. Hace falta paciencia, extraña virtud del hijo de un lugar. Caracas tiene un edificio Nescafé coronado por una abrupta taza de café, otro con una gigantesca esfera de Pepsi-Cola y el de cerveza Polar, con una incrustación alegórica más recatada. Arquitecturas gran-modernas rematadas con un realismo visual de un siglo atrás. El gobierno logró que el Hotel Alba –hace pocos meses era el Hilton– tenga el cartel más grande sobre la ciudad convulsionada. Eso es lo que ve el huésped efímero, que apenas podrá rememorar el nombre del sandwich del lugar. Brasil, el mixto quente; Venezuela, la arepa.
En el vestíbulo del Hotel Alba, en estos días se pudo ver a Daniel Viglietti cruzándose con Osvaldo Bayer o al músico Juan Falú con el ensayista Gianni Váttimo, a los editores argentinos Hugo Levín, Américo Cristófalo, Rodolfo Amawi o Guido Indij –con un sombrero de explorador del Orinoco– entremezclados con economistas argentinos heterodoxos, a las cámaras de Telesur entrevistando a algún filósofo senegalés y a Ernesto Cardenal saliendo de un veloz ascensor, mientras Eduardo Belgrano Rawson desgranaba su recatada ironía. Quizás el ensueño o la nostalgia podría haber permitido entrever a un John William Cooke con una colilla de su cigarrillo –hay libertad para fumadores– haciendo el último equilibrio iluso. Se esfuman rápido esas cenizas, el merecido espejismo. En Puerto Madero, en cambio, alguien puso Renoir en una torre a ser estrenada. Otras brumas prestigiosas del pasado, ahora en conveniente design.
La Feria del Libro se hace en un parque diseñado por el gran paisajista brasileño Burle-Marx, entre amables carpas bucólicas y consignas de socialismo bolivariano que un taxista –nunca sabremos si son la oscura voz de la ciudad o un capítulo de la teoría del rumor– nos define como un comunitarismo de reparto, con fuerza bíblica y emotiva conciencia pedagógica. “Yo tengo el pan, tú el queso, me das la mitad, te doy la mitad, y los dos comemos pan con queso.” El chavismo es un perseverante redentismo e igualitarismo. No es ajeno a cierto proudhonismo federativo ni deja de tener una perspectiva comunitarista tomada de fuentes más lejanas que la del socialismo clásico. Su medida de tiempo es lo que los historiadores franceses del siglo pasado supieron llamar “la larga duración”.
Pero Chávez pasa del cacique Lautaro al científico argentino Oscar Varsavsky –ya olvidado entre nosotros–, del que cita frases enteras de memoria. En un intervalo puede pasar a relatar algún diálogo con Putin, con príncipes árabes, jerarcas chinos o magistrados iraníes. Luego agarra un puntero –en la televisión– y explica sobre un mapa la nueva “geometría del poder” o la cantidad de barriles de petróleo que alberga la franja del Orinoco. “Primera reserva mundial.” Una larga conversación sincrética que en su manera omnívora requeriría quizá de más matices.
En la pasada Cumbre Iberoamericana, Chávez habló de 500 años de expoliación, tomó como emblema a los mapuches, la rebelión de Túpac Amaru y pronunció varias veces la expresión “pueblos originarios”. Pero luego habría de pasar a los dos Simones (Simón Bolívar y Simón Rodríguez –este último también se hizo llamar “Robinson”) y aquella amplísima cifra temporal ya exige un quiebre, requiere ahora una moldura ceñida, un sobresalto específico que altere la homogeneidad de un tiempo histórico absoluto. Caemos así en el tiempo de la Independencia, y por lo tanto en una movediza actualidad. Es hora pues de tomar un Bolívar que habla como un arqueólogo de alma romántica y a un Simón Rodríguez que entiende la ejecución de los textos a la manera en que lo hará el criollo Macedonio Fernández, en la Buenos Aires de un siglo después.
La larga duración –los “cinco siglos igual” de nuestro León Gieco– deja paso entonces a otra historia con diferentes proporciones temporales, donde el recurso a la escritura hipnótica y científica del siglo XIX lleva a una sensibilidad más heterogénea, con menos indigenismo que aires napoleónicos, fourieristas y humboldtianos. Envidiemos los argentinos escrituras como “Mi delirio sobre el Chimborazo” de Simón Bolívar o las “Sociedades americanas en 1828” de Simón Rodríguez. De ahí, con las proporciones que haga falta reconocer, más un enjambre ni inexacto ni parco de citas, donde caben un sucinto Gramsci, un mítico Guevara, un rápido Perón o un inopinado Mao, sale el chavismo. ¿Comprenderemos bien el significado de este desafiante almácigo?
Nuestro “Informe Brodie” consiste en un llamado al discernimiento cabal de la recomposición política del habla de otro pueblo. Hay mucho texto, hay nueva sobredeterminación escrita en Venezuela, el oro negro de un sermón constitucional. La política argentina no tiene eso, no lo exige ni se le exige. El presidente venezolano enumera barriles, sueña con serpenteantes gasoductos, cita los temas de Alí Primera –lo hizo en Chile, homenajeando a este trovador popular de la izquierda venezolana setentista– y pone la expresión poder popular en una Constitución que hace cimbrar el heredado aparato de Estado. Tiempos fáciles no son, los de una nación con “plebiscito cotidiano”.
Pero siempre un pueblo es intérprete de otro, una vida cultural es la exegeta de sus circunvecinas. Los signos de emancipación del país caribeño están a la vista y son una carpeta de retazos que otras historias y otros momentos también quisieron fusionar, con menos petróleo y menos bolero. Pero algo sabemos de ello. Venezuela vive un tiempo excepcional, su encrucijada es innovadora. Como es obvio, entraña muchos riesgos. Los interesados en las grandes transformaciones debemos saber leerlas para que de nuestros espíritus críticos salgan las palabras predispuestas, cuidadosas, próvidas.
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