Lunes, 28 de enero de 2008 | Hoy
Por Ernesto Semán
desde Nueva York
La leche aumentó un 35 por ciento en los últimos dos años. No en Buenos Aires, sino en Nueva York, y en Boston, y en Washington, y en al menos toda la costa Este de Estados Unidos. Era un cálculo fácil de hacer en un supermercado de Brooklyn, donde el cartón de un litro (un “quart” de 974 miligramos) costaba un dólar a fines de 2005 y hoy se cotiza a 1,35 en la misma góndola. Pero desde la semana pasada es oficial: Charles Schumer, senador demócrata por Nueva York, hizo la denuncia, causando poco revuelo y escasa repercusión en los medios, con el Indice de Precios al Consumidor en la mano.
Aumentos similares y mayores se ven en el pan, el transporte, ni hablar del combustible. Hasta estos días, inaugurada la temporada en la que los medios y la élite política se autorizan a sí mismos para ventilar malas noticias económicas, la pregunta era cómo se las ingeniaban los norteamericanos para expandir su capacidad de compra si sus salarios no aumentaban ni remotamente en la misma proporción. La respuesta estaba ahí, no muy oculta, en el incremento del endeudamiento, un bombeo de fondos a la economía que –pocos saben de esto tanto como los argentinos– mientras existe parece ser inocuo, igualitario, infinito. Hasta que deja de serlo.
Por la leche, Schumer le echó la culpa al etanol. Dijo que los productores de maíz (en Estados Unidos el etanol se produce sobre todo a base de maíz) dejaron de usar la siembra para alimentar ganado y ahora derivan el grano para extraer etanol, cuya inclusión como componente del combustible es una obligación impuesta por el gobierno federal. Esto produciría escasez de maíz, encareciendo la ruta que va desde el nacimiento de la vaca en Vermont hasta la llegada del cartón de leche a la ciudad.
La solución de Schumer es eliminar las barreras arancelarias contra la importación de etanol (hoy paga la nada módica tarifa de un 54 por ciento) para así aumentar la oferta de maíz en el mercado, reducir la presión sobre la producción local, y bajar por fin el precio de la leche. El senador tranquilizó a los productores diciéndoles que no se verán afectados por la importación, porque ésta bajará sus costos.
Podría ser una verdad a medias; es decir, una mentira entera. Cualquiera que venga de un país como, digamos, Argentina, sabe que la importación no reduce los costos a voluntad. Pero podría ser casi cierto en los Estados Unidos, donde los grandes productores agropecuarios constituyen un grupo al que nunca llegó el Consenso de Washington, protegidos como están por algunos de las más perversas combinaciones de barreras proteccionistas y subsidios. Schumer no hizo mención alguna a los subsidios, quizá porque justo ahí emergen algunas de las trabas políticas y económicas más expresivas del actual estancamiento norteamericano. No tanto porque los subsidios transfieren renta de los asalariados urbanos al campo, sino por la extrema desigualdad con la que lo hacen. Los receptores de casi todos los subsidios son grandes propietarios, que a su vez tienen en su puño al Congreso con el financiamiento que proveen para la campaña del legislador de cada Estado. El resultado es que los trabajadores urbanos financian las ganancias de sectores rurales altos, sin que eso les garantice siquiera precios accesibles, y encima de todo viendo cómo sus opciones políticas son cooptadas cada dos años.
Peor aún para la economía, los subsidios combinan financiamientos a sectores “ineficientes” con estímulos a la no producción de ciertos granos a fin de mantener alto su precio en el mercado. Esa política es provechosa en ciertos casos, pero cuando el lobby agropecuario la estira infinitamente de la mano de los poderes del Estado, se transforma en una calamidad económica. En Catch-22, una novela que se regodea con lo más bizarro del país, uno de los personajes es un hombre de campo que ha logrado los mejores pagos del gobierno por cada tonelada de alfalfa que no produce: “Trabajaba sin descanso a fin de extender la cantidad de alfalfa que no producía, invertía inteligentemente para incrementar la tierra no sembrada, y en poco tiempo estaba ‘no produciendo’ más alfalfa que ningún otro hombre en los Estados Unidos.” Catch-22 fue publicada en 1961.
El caso del maíz es al revés. Generosos, indiscriminados subsidios a su siembra marcan la historia reciente y hacen su disponibilidad infinita. Eso les ha permitido a los productores trabajar con márgenes de ganancias extensos y garantizados, y a compañías como Coca-Cola agrandar el tamaño de sus bebidas sin aumentar los precios (el jarabe base de las gaseosas se extrae del maíz), produciendo de paso algunas de las malformaciones más notorias de la dieta norteamericana.
Pero fuera del financiamiento político, la traba más importante que le impide a Schumer y a casi todos los precandidatos presidenciales hablar de esto es que los subsidios, como la capacidad de endeudarse, son los motores que mantienen vivo el mito más infantil, poderoso y paralizante de Estados Unidos, según el cual el interés general es algo abstracto dentro de lo cual se pueden mejorar los intereses de unos sin afectar los intereses de otros.
Estos pilares tan cómodos explican, en parte, que el aumento de precios no provoque reacciones airadas de los más perjudicados. El resto lo explica una élite política atada o autocomplaciente, altos niveles de exclusión política y las dificultades propias de cualquier sociedad para encontrar nuevos caminos.
Entre los demócratas, John Edwards ha sido el único en machacar con esto sin esperar que la televisión anunciara una crisis que en verdad lleva años. Hillary Clinton y Barack Obama, en cambio, se apoyan en (y alimentan) ese mito con los vagos llamados a “unir el país” y “terminar con los enfrentamientos”, lo que puede ser una cárcel para el futuro. Es difícil saber si Estados Unidos entrará en recesión (técnicamente, dos trimestres consecutivos de crecimiento negativo), pero es seguro que el próximo presidente deberá lidiar con un país socialmente fracturado, con un Estado que ha desmantelado parte de los instrumentos que mantienen a la sociedad cohesionada y una economía que agota los recursos que sustentan el artificio de la falta de conflicto.
El sábado último, Obama arrasó en la primaria de Carolina del Sur, la primera interna que se realiza después de que la existencia de una crisis económica haya sido aceptada y discutida por todos. Justo a tiempo, quizá sea esa certeza lo que haya abierto una modesta puerta para aceptar que una salida a la crisis puede no ser tan amigable, sonriente, natural. En uno de sus mejores discursos desde que empezó la campaña, Obama celebró su victoria y por primera vez compensó los llamados a trabajar juntos con una convocatoria a pelear contra los que usan “a la religión como una divisoria y al patriotismo como una cachiporra”, quizá los dos símbolos más poderosos de la mítica unidad nacional.
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