CULTURA › A PROPOSITO DE LA REEDICION DE
ALGUNAS DE SUS OBRAS, UN REPASO DE SU VIDA Y DE SUS LECTORES
Raymond Chandler, el que empezó tarde pero seguro
Su primer cuento se lo publicó Hammett cuando Chandler ya tenía 45 años. Recién a los 50 terminó su primera novela, El sueño eterno. Un paneo sobre cómo circularon sus obras en la Argentina. Algunas de ellas vuelven.
Qué bueno: Raymond Chandler vuelve a las librerías. Es una manera de decir, porque entre saldos y usados, siempre está; pero la cuestión es que editorial Emecé puso en las mesas de novedades en estos días dos de sus primeras novelas –La dama en el lago y Adiós, muñeca– a cuenta de algunos títulos más. Que no son tantos. Para lo que suelen ser los números de los torrenciales autores policiales –de Doyle a Simenon–, el maestro escribió poco. Las seis aventuras de Philip Marlowe, dos docenas largas de relatos –muchos de los cuales refundió en las novelas–, algunos guiones y un puñado de artículos sobre el género. Y para qué más. Como se dice de Gardel, la vida supo retirarlo a tiempo.
Chandler es un escritor con una trayectoria rara, entre otras cosas porque empieza a publicar muy tarde: terminó su primera novela, The Big Sleep, a los cincuenta años. Nacido en Chicago en 1888 y con educación británica, en su juventud escribió poemas e intentó la literatura digamos seria sin suerte ni talento aparente hasta que por descarte o desencanto se dedicó a otras cosas; así, terminó como ejecutivo de una petrolera que se fundió clásicamente durante la Depresión. Y ahí fue cuando, sin antecedentes ni experiencia alguna en el género criminal, se convirtió en escritor profesional: mandó un cuento a Black Mask –un pulp, una revista barata de relatos policiales donde tallaba Dashiell Hammett– y se lo aceptaron. Blackmailers Don’t Shoot –algo así como “Los chantajistas no matan”– se llamaba aquel primer cuento que le publicaron en diciembre de 1933. Raymond Chandler tenía 45 años.
Esa fecha es de algún modo una secreta bisagra de la novela negra yankee porque, visto en perspectiva, es el momento preciso en que, mientras Chandler llega, Hammett se va: el autor de El halcón maltés no lo sabe aún, pero más allá de las laboriosas piruetas de El hombre flaco del año siguiente, no volverá a escribir. Como cuarenta años antes Stevenson y Conrad, dos grandes, se pasan la pluma, se prestarán la Remington.
A partir de ese momento y durante dos décadas –el ciclo de la excelencia se cierra con El largo adiós, su obra maestra definitiva de 1953–, Raymond Chandler construirá desde los arrabales de la literatura una obra de notable solidez que trascenderá largamente los estereotipos del género y la condescendencia de la crítica. Se convertirá en un escritor, un gran escritor, a secas.
Lectores de kiosco
Como es bien sabido, la literatura no es el corpus ordenado cronológicamente de las obras publicadas sino un sistema que cambia con las épocas, los circuitos de consumo y los modos de lectura. Así, cuando en 1959 Chandler murió –“triste, solitario y final” él también– en La Jolla, California, aunque prácticamente todas sus novelas estaban publicadas en castellano, su obra no existía en la consideración de los medios culturales. Es decir: Chandler siempre tuvo acá (muchos) lectores, pero nadie sabía que lo había leído. Habría que esperar hasta el comienzo de los setenta para que eso sucediera. Y vale la pena recapitular ese proceso de apropiación cultural.
Para armar el argumento de The Big Sleep (El sueño eterno) en 1939, Chandler –al que nunca le sobraron las historias– utilizó tramas y personajes de tres cuentos que ya había publicado y los refundió en una sola historia. Del mismo modo, perfiló con retazos de sus investigadores ya circulados –Mallory, Malvern, Carmody y Dalmas se llamaron alternativamente– la figura acabada de su detective emblemático, Philip Marlowe. A partir de ahí se soltó. Con el mismo procedimiento de “canibalizar” historias propias, en rápida secuencia se sucedieron otras tres novelas: al año siguiente, Farewell, my lovely (Adiós, muñeca); The High Window (La ventana siniestra) en 1942 y The Lady in the Lake (La dama”del” lago, habitualmente en Argentina) en 1943. Las versiones cinematográficas de The Big Sleep que hizo Howard Hawks en el ‘46 –con Bogart y Bacall, que venían de arrasar en El halcón maltés de Huston– y se llamó acá Al borde del abismo, y de La dama del lago de George Montgomery en el mismo año, hacen que Direzan Editores de Buenos Aires publique oportunamente las dos novelas en 1947.
Pero no era la primera vez que Chandler aparecía en Buenos Aires: la veterana Colección Molino, bajo el insólito título de Detective por correspondencia, tradujo y mutiló a mansalva Farewell, my Lovely ya en 1943, y el número 25 de la célebre y popular Rastros, aparecido en 1945, es Five murderers (Cinco asesinos), una colección de cuentos chandlerianos de los años treinta. Así, hasta ese momento, las novelas de Chandler sólo habían conocido ediciones populares, de kiosco, y sin ningún prestigio. Y no es casual que El Séptimo Círculo, la colección del género creada por Borges y Bioy para Emecé en los cuarenta, no lo seleccionara y que recién en 1975 –treinta años después– lo hiciera con los cuentos de Asesino en la lluvia, un producto residual.
Ya en los cincuenta circularon engendros como Carne y demonio –número 12 de la efímera colección Triángulo Verde–, que no era otra que The Big Sleep debidamente maltratada, pero el joven Eduardo Goligorsky desde las colecciones de Jacobo Muchnik Editor puso de nuevo a Chandler en circulación contemporánea: para la original serie Club del Misterio, Goligorsky edita y/o traduce entre 1956 y 1957, por primera vez The High Window (a él se debe la calificación de “siniestra” a la ventana), The Little Sister (1948) con el título de Una mosca muerta y la gloriosa El largo adiós en la versión que leería después Soriano para titular su primera novela. Lo notable es que a esa traducción de Flora W. de Setaro entre otras cosas le falta, entera, la memorable tipología de las rubias que Marlowe hizo de una vez y para siempre. Esa misma versión saltaría a principios de los sesenta a los pockets de Los Libros del Mirasol, primera vez que Chandler –junto a Hammett– se entreveraba con autores no policiales. Pero todavía faltaba.
Su hora más gloriosa
Sin embargo, la valorización sistemática de Chandler –enmarcada en la lectura ideológica “por izquierda” de los autores hard boiled, de Cain y Goodis a McCoy– llegaría recién hacia fines de la década del sesenta y comienzos de los setenta con la Serie Negra de Tiempo Contemporáneo dirigida por Ricardo Piglia, con las traducciones de –entre otros– Rodolfo Walsh, y los primeros rescates desde la prensa cultural, con los artículos de Osvaldo Soriano en La Opinión.
Aunque la Serie Negra no publica novelas del maestro, con los relatos de Viento Rojo, Peces de colores y su revelador ensayo sobre Hammett, El simple arte de matar –pocos títulos más parafraseados en la historia del periodismo argentino–, basta para que Chandler sea descubierto por toda una generación de lectores y escritores como un prosista excepcional, y Sir Philip Marlowe se convierta en el caballero antihéroe de (aquel) nuestro tiempo.
Como casi simultáneamente se produce la tardía explosión de la novela negra en España, Barral retraduce –agallegadas pero completas– todas las novelas del Chandler en aquellos tomitos aparatosos que tenían negro hasta el canto de las páginas... Después llegaron las cartas y papeles que sacó De la Flor, después la biografía de McShane en Bruguera y el resto hasta raspar la olla y no dejar nada sin publicar de los dos lados del Atlántico.
Ahora, el gesto de Emecé de volver a hacer circular a Chandler es muy saludable. Ya lo era reflotar este año títulos de El Séptimo Círculo en un revival cuidado. Ahora vuelven las versiones de César Aira y asociados realizadas en los años ochenta pero en un contexto diferente, más estimulante para un género que cada tanto vuelve con sus mejores autores.Y vuelve porque tiene con qué: Chandler y Marlowe nunca serán una moda: estamos hablando de literatura. No es poco en este tiempo de bestsellers sospechosos y cuando secretamente, como si a nadie le importara, acaban de pasar de largo los cincuenta años de El largo adiós.