Domingo, 4 de julio de 2010 | Hoy
Por Mario Wainfeld
“Porque tanto, tanto que te quiero
que mi amor por ti no morirá jamás”
Juan Carlos Especiale. “Jamás”, zamba.
“No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido”
Soneto atribuido a Juana Inés de la Cruz, para otros anónimo.
“Hemos jurado amarnos hasta la muerte
y, si los muertos aman,
después de muertos, amarnos más”
Benito de Jesús, “Nuestro juramento”, bolero.
Una escena repetida en las transmisiones desde Sudáfrica embronca al cronista. La cámara recorre los rostros de los hinchas de un equipo eliminado, contritos, con llanto. De pronto, los ciudadanos-mediáticos se ven reflejados en las pantallas, se recomponen, sonríen, saludan. Truecan, cual fenicios, su noble padecer por un instante de fama, para corroborar a Andy Warhol. El cronista abomina de esos hinchas sin sangre ni capacidad de sufrimiento. Ayer, hasta donde llegó su mirada (quizás obnubilada por motivos de conocimiento público), los hinchas argentinos no recayeron en esa debilidad de carácter. La derrota, la eliminación en un mundial por antonomasia, es un trance de duelo. Es hora, lo saben las tías añosas y los terapeutas, de dar rienda suelta a las lágrimas, de “elaborarlo”, esto es, de vivirlo.
Diego Maradona lo patentizó en la conferencia de prensa, máxime cuando absolvió a Lio Messi de suspicacias sobre su compromiso. Dio testimonio: el pibe lloró, tiene corazón, sufrió. Esa es la misión en estas horas, ayer y hoy. Minga de atenuantes o tecnicismos.
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Argentina perdió en su ley, cambiando golpe por golpe. Ayer le tocó cobrar, de lo lindo. Un gol es mucho en fútbol, todos los cuartos de final estuvieron sobredeterminados por uno conseguido o perdido: Brasil se fue a pique con uno en contra, Ghana perdió un penal sobre la hora, Paraguay dilapidó el suyo, Alemania entró ganando a la cancha. Todo fue cuesta arriba para la selección que vaciló veinte minutos y luego lidió a la par hasta que llegó el segundo. Después siguió yendo obcecadamente al ataque, cuando era patente que tenía más posibilidad de ser goleado que de descontar. Al cronista le recordó la pelea de Ringo Bonavena contra Cassius Clay. Bonavena, un boxeador discreto pero valiente, le sostuvo quince rounds al enorme Mohamed Alí. En el último, el negro lo tiró; tres caídas determinaban knock out técnico. En vez de escurrirse, de abrazarlo, Bonavena seguía yendo a buscarlo..., cayó tres veces nomás. Y quedó ídolo para siempre.
Hay algo estimable, para el público criollo, en eso de “morir con la nuestra”. De ahí que el cronista intuya que no hubo grandes denuestos contra el equipo, que jugó su peor partido, el único sin hacer goles y se fue con la canasta llena. Deportivamente, eliminación en cuartos es medio pelo, igual la tristeza prevaleció sobre la bronca.
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Messi no fracasó pero tampoco descolló. Jugó de mayor a menor, en el decurso de los partidos. Es un ciclo desaconsejable, mejor hacer como Kempes y Maradona en 1978 y 1986: crecieron tras la ronda inicial. El pibe se fue sin hacer un gol, literalmente hasta le falló el tiro del final, en el último segundo de descuento. Página/12 evocó otra escena, otro déjà vu. Ocurrió en la eliminatoria del Mundial del ’70, el protagonista fue Toscano Rendo, un petiso mediocampista de clase que jugó en Huracán y San Lorenzo. Argentina perdía con Perú 2 a 1, en una Bombonera colmada y sólo le valía ganar para llegar a México. Rendo hizo un golazo cuando el partido agonizaba, gambeteó a la mitad de la población de Lima, incluida la Flor de la Canela. La cancha mantuvo su silencio sepulcral, apenas unos aplausos apagados. La derrota lacera, nada consuela en esos trances, pero el cronista clama al cielo. ¿Qué les costaba a los Hados darle ese analgésico a Messi? Fue un día aciago, dato no menor.
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Messi, Carlos Tevez, el Pipita Higuaín, Di María (clon de Kafka si los hay) son, entre otros, jugadores jóvenes de gran nivel y temple que tienen por delante dos mundiales, casi seguro. No vuelven machucados ante la hinchada porque jugaron a más y “dejaron todo”. Hasta el pibe Otamendi, que tuvo una jornada aciaga, tendrá oportunidad de revancha. Una gran pregunta es cómo quedará la relación de Maradona con el público. El cronista estaba convencido de que un éxito fulgurante de Messi no lo desplazaría de su lugar en el Olimpo, el tipo lo tiene escriturado. También sospecha que la caída, dura de digerir, no erosionará la idolatría. De ahí las citas que encabezan esta nota que hablan de la incondicionalidad de ciertos amores, escasos por cierto en la vida común. En el fútbol, un universo de fantasía, pueden ser más habituales. Las camisetas se adoran desde la cuna al cementerio, más que las banderías políticas, los cónyuges o ciertas escuelas de cine.
Una gran parte del pueblo lo seguirá adorando, en sus aciertos y en sus fracasos. El cronista lo viene viendo, con más variantes, desde el pie. Se enamoró a primera vista, en la final de un campeonato Evita, en la cancha de Racing en 1974, cuando lo vivó sin conocer su nombre. Por un rato largo, hincha de River él, iba a ver a Argentinos Juniors entre semana, para llenarse la panza de fútbol. Fue la cancha de Boca cuando Diego debutó en la Selección, una goleada contra Hungría en la que no descolló, tendría 16 años. Tocó el cielo en México ’86 y lo conmovió su sacrificio pleno de calidad en Italia ’90. Se enojó cuando la efedrina, y la eliminación en Estados Unidos le pareció una irresponsabilidad. Lo sufrió (y admiró masoquistamente) en su paso por Boca. Ahora, no quería que fuera técnico de la selección. Creyó que no calzaba para ese rol. Se puso de su lado en el Mundial porque Maradona armó un plantel con los mejores, casi indiscutible, porque se implicó hasta los huesos, porque se dedicó a motivar y arropar a sus jugadores. Y porque, ya en la gramilla la celeste y blanca, hay que hinchar sin desmayos.
Maradona fue un motivador, se transfiguró en un jugador más, sólo tuvo gestos de protección para sus muchachos. Ayer sufrió como cualquier hincha y es decir. Los cinco partidos fueron lindos, dignos de ser vistos, las cuatro bodas y el funeral. Fue bello mientras duró. Además, la gran masa del pueblo lo quería ahí, como DT, para sublimar que es imposible que entre a jugar. ¿Se puede equivocar el pueblo? Y, en el hipotético caso de respuesta afirmativa, ¿no corresponde democráticamente honrar sus demandas, hacerse cargo colectivamente de las consecuencias y tirar buenas ondas? Dilemas profundos de filosofía política, inadecuados para este domingo recontra de agua, sin fútbol y con cuatro pepinos alemanes atragantados.
En esta hora transida, con la sensibilidad a flor de piel, corresponde aplaudir de pie a los jugadores y a Diego, que pusieron lo mejor de sí, ganando y perdiendo con buenas artes, sin fingir, sin llorar, sin arrugar.
Ya que estamos, un sapucai para los paraguayos, duros de matar. Y aguante la Celeste, única sobreviviente del Mercosur que mayormente sucumbió ante países en crisis, acaso urgidos por una compensación futbolera.
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