Un defensor del seleccionado español se lesiona. Se llama Del Horno y no tiene recambios. El seleccionador, que sin Del Horno está en el horno, hace llamar a un jugador del Getafe, equipo chico, nuevo en la primera división, emblema de una ciudad dormitorio, de una población de obreros y clase media baja de la periferia de Madrid. Sin embargo, el reemplazante no está disponible, se encuentra de vacaciones, en Argentina, su país de origen. Le piden que regrese y no se hace rogar. Así, Mariano Pernía se convierte en mundialista, una chance que quizá no hubiera tenido nunca con el pasaporte argentino. No sólo eso. El martes, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, se presentó en el hotel donde se alojaba la escuadra para animarla y desearle un retorno con copa. El inquilino de la Moncloa tuvo un aparte con Pernía. No se sabe de qué hablaron. Es posible que Zapatero le haya dicho de la confianza que depositan en él. El miércoles, el muchacho debutó en el amistoso contra Croacia y la suerte volvió a jugarle otra buena pasada con un tiro libre que pega en la barrera, se desvía y gol. Pernía vive su hora más gloriosa. Pero la parábola del ex Independiente habla también de la pobreza franciscana en que queda sumido el fútbol español cuando el poderío de los equipos se esfuma. Es que lo que Natura non da, el Euro non presta. Y Natura ha gastado sus dones en Ronaldinho, en Ronaldo, en Eto’o, en Messi, en el gran Zidane. En tiempos de mundiales, los mejores vuelven a casa, a casas en general tercermundistas o de la Europa pobre; hacen el camino inverso al de Pernía. Y el espejismo de la mejor liga del mundo se desvanece. La española, la chica superpoderosa, la de los dueños de las constructoras, que a su vez construyen los estadios de los clubes que presiden, debería decir, como Steiner, uno de los personajes de La dolce vita, “mi verdadero tamaño es éste”.