Lunes, 20 de mayo de 2013 | Hoy
DIALOGOS › MAURO CERBINO, INVESTIGADOR DE FLACSO ECUADOR, SOBRE CULTURAS JUVENILES
Es italiano, pero desarrolló su principal trayectoria académica en Ecuador. Allí se dedicó a investigar el origen de las pandillas juveniles, las motivaciones que llevan a su conformación y las relaciones que establecen con el Estado. Aquí, desmenuza sus conclusiones y advierte sobre el papel de los medios de comunicación.
Por Natalia Aruguete
–¿Qué representa el lugar de la pandilla para jóvenes que están desprovistos de todo tipo de derechos?
–Donde existe, la pandilla representa –para algunos jóvenes– un modo de vida, un modo de existencia y reproducción social. Y es, además, una forma de protegerse de una inseguridad que es previa a estas organizaciones. Esa inseguridad se debe a que algunos barrios no son aptos para la vida, porque han sido abandonados por el mundo adulto, que decidió tener un proyecto de vida que no supone la construcción del lazo social, sino que se resigna a vivir encerrado –tanto del hogar como del trabajo– o incluso a levantar rejas en la precaria construcción de su hogar con tal de tener la sensación de estar seguro. En esos barrios “dormitorio” es muy difícil que sea posible la vida social: no hay gente en la calle porque el barrio no tiene lugares para la diversión, el esparcimiento, la reproducción social. Y los jóvenes y adolescentes necesitan de mayores condiciones de sociabilidad, de ese tránsito por el espacio público, una vida social más amplia que la que querrían tener los adultos. En muchas ciudades latinoamericanas, los jóvenes buscan un modo para apropiarse –o reapropiarse antropológicamente– de estos espacios.
–Usted establece una relación entre el imperativo de la violencia y el respeto. ¿Qué significado tiene el respeto en una organización violenta?
–El respeto es lo que estructura las relaciones. Sobre todo las relaciones intra e inter pandilla. Es hombre de respecto aquel que se hace respetar por el que está afuera de la pandilla, en otra pandilla u otros jóvenes que pueden estar alrededor. Hacerse respetar supone que el otro te tenga miedo, que entienda y pueda bajar la mirada cuando un joven pasa por ahí. Será persona de respeto el que logra infundir miedo a otros. Es una dinámica de bajadas de miradas, de sumisión, de interiorización, de superioridad de uno hacia otro. Estas cuestiones, que salen de los relatos de los chicos, surgen de la escasez de condiciones que permitan la reproducción social. La condición de respeto reemplaza estos vacíos porque se construye el reconocimiento. Es lo contrario al respeto tal como lo concebimos desde la educación cívica.
–¿Es lo contrario porque la única posibilidad de respeto pasa por la violencia?
–...Y por el miedo. El respeto es uno de los elementos presentes en la modernidad, una condición que permite que nos reconozcamos y podamos estar juntos. En este caso, se basa en el miedo, no porque se experimente la necesidad de que para estar juntos debamos respetarnos. Son sujetos que han padecido una falta de respeto.
–¿Por qué al analizar las pandillas juveniles incluye una “dimensión colectiva de la violencia”?
–Es una dinámica que se establece en un horizonte de destinos de masculinidad hegemónica, otro elemento del horizonte simbólico discursivo que da sentido a la acción de la pandilla, junto con el respeto. Ese horizonte de la masculinidad hegemónica es lo que los adolescentes y jóvenes, sobre todo de ciertos sectores populares, van aprendiendo en sus familias y en el colegio, así como en otros espacios donde permanentemente están expuestos. Para ser hombre hay que ser hombres de respeto. Se es hombre desde el momento en que se inferioriza a otro. La masculinidad es un discurso potentísimo, que no sólo tiene que ver con la cuestión del varón, sino que sostiene una concepción de las relaciones sociales. La llamamos hegemónica porque está presente en muchos estamentos.
–¿Y la mujer?
–La mujer queda subsumida, se comporta de modo similar aunque con una contradicción, porque es un sujeto portador de otra dimensión sexual y, por lo tanto, muchas veces las mujeres son objeto de violación de alguna manera tolerada. Pero al mismo tiempo las mujeres se comportan como los hombres: pueden ser protagonistas de las mismas escenas de violencia de las que son portadores o protagonistas los hombres. Por tener que afirmarse como parte de la pandilla se comportan de modo similar a los hombres. Allí hay otro aspecto sexual que es bastante sórdido.
–¿Cuál?
–Hay violaciones; las mujeres son mujeres del líder..., situaciones de ese tipo. Pero las mujeres reproducen el mismo discurso que los varones, que además es sostenido por las madres. Recuerdo que la madre de uno de los chicos me dijo: “A mí me extrañó mucho cuando me dijeron que mi hijo era de los... porque él no sabe pelear”. Esa idea de la necesidad de saber pelear proviene de la madre y no sólo del padre.
–¿Qué análisis hace de las lógicas de las políticas públicas, del rol del Estado, frente a la violencia juvenil?
–En primer lugar, no hay política pública de juventud, al menos en el Ecuador. Y no hubo política pública de jóvenes migrantes en España. En el caso de España, a raíz de una norma de reagrupación familiar, los adolescentes y los jóvenes del Ecuador iban a reagruparse con sus padres, y eso era todo en términos de marco normativo. Hay normas que facilitan que se reagrupen las familias, pero después el Estado es incapaz de pensar qué hacer con estos jóvenes. Les puede dar una posibilidad de entrar al colegio, pero allí se encuentran con una montaña de problemas y discriminaciones. No hay una política de integración.
–¿Qué consecuencias trae esa falta de política de integración?
–Que primen las relaciones cara a cara, altamente discriminatorias. La reproducción de todo tipo de discriminación y denigración. Por lo tanto, muchos de estos jóvenes –también en España, donde uno esperaría que estuviesen en otras condiciones– están quizás en las mismas o peores condiciones que las que dejaron en Ecuador. Y cuando saben que hay una organización que se reúne, que habla el mismo idioma y además habla fuerte, no habla suavecito...
–¿Qué significa “no hablar suavecito”?
–Que no habla sumiso como la madre, que ya asumió la subalternidad porque tiene un proyecto de vida distinto, una estrategia de vida distinta que le permite procesar la sumisión. Ellos no tienen un proyecto de vida, ya que muchas veces se han ido agrupando sin tener la voluntad de hacerlo, y encuentran en esos espacios otra vez la reproducción, la protección, el sentido de la vida, el goce, la diversión.
–En la relación pandillas-Estado, ¿cómo ve la responsabilidad legal que el Estado deposita en estos jóvenes y adolescentes?
–Retomo la idea de que no hay una política pública. En el Ecuador hay una ley de juventud, pero nunca dio paso a reglamentos y dispositivos para su aplicación. Por lo tanto no hay una política pública, de prevención de un fenómeno como éste. ¿Qué hace el Estado para prevenir el bullying? (N. de la R.: el bullying es un acto de conducta agresiva para hacer daño deliberadamente a otra persona, de manera física o psicológica.) Es una cosa tremenda en nuestros colegios, hay jóvenes que se han suicidado por haber sido objeto de reiterado acoso o linchamientos. El que aguanta es un joven que no quiere entrar en la dinámica del más fuerte, estando al margen de eso se convierte en el objeto de aquellos que siempre quieren ser los más fuertes, que necesitan identificar a alguien como débil. ¿Y qué hace el Estado? La mayor parte de las pandillas en el Ecuador u otras partes del mundo nacen en los colegios. El sistema educativo no sólo no es capaz de generar condiciones para una mayor circulación, un mejor funcionamiento de la población, sino que se transforma en lo contrario: hace que los jóvenes se sientan continuamente denigrados, el maestro contribuye muchas veces a eso.
–¿Cómo?
–En el Ecuador tenemos varios ejemplos de maestros que abonan ese horizonte de masculinidad hegemónica. No hay una política pública, salvo normativa represiva, una acción policial y punitiva tremenda... la inconsistencia del Estado de Bienestar muchas veces viene compensada por la condición abusiva de la policía, que es la única cara visible de un Estado inconsistente. Estos jóvenes populares se sienten atraídos por ser policías, porque eso los mostraría fuertes, pero a la vez se cagan de miedo frente a la policía: tienen ese amor-odio. Podría contar historias de los más recalcitrantes de líderes que me llamaban de noche para que les diera una mano porque un policía los estaba llevando. Lloraban como niños.
–En su libro El lugar de la violencia, usted señala que los medios son “reproductores de un discurso mayor”. ¿Qué rol cumplen los medios en el relato de este tipo de violencia? ¿Cree que la palabra “reproductores” es la más adecuada?
–Claro que los medios no son sólo reproductores, también son los que producen el discurso mayor que pretende ser objetivo e incuestionable. Tanto en España como en Ecuador, la única mirada que tiene el común de la gente lega es la mirada de los medios de comunicación... los medios se encargan de representar simbólicamente y alimentar los imaginarios ciudadanos, haciendo el “trabajo sucio” por cuenta del Estado. (Se ríe.) Las violencias grupales juveniles no pueden ser asimiladas a la violencia criminal de las bandas criminales organizadas..., al menos no en un primer momento, después algunas de estas pandillas pueden devenir en otra cosa, como ser capturadas por bandas organizadas, pero ése es otro fenómeno.
–Insisto con la pregunta, ¿los medios sólo reproducen ese discurso o disputan poder simbólico con otros actores sociales?
–Los medios trabajan directamente con la constitución de la opinión pública, son alimentadores de los funcionarios, aquellos que dan las claves interpretativas de la realidad. Se encargan de sostener la tesis de que estos grupos son los desviados de la norma... se encargan de des-responsabilizar al Estado y decir “no, lo que pasa es que los jóvenes son así: naturalmente violentos”. Esencializan la condición juvenil, y con eso le ahorran un gran trabajo al Estado.
–¿Cómo?
–Logran que la opinión pública no vea al Estado como uno de los mayores responsables y también al conjunto de la sociedad por no cuestionarlo, por ser pasiva frente a estos temas. Efectivamente, insensibilizan a la opinión pública, ya que por ese proceso de naturalización parece obvio que los jóvenes actúan del modo que actúan. Contribuyen a invisibilizar las condiciones que hacen posible ese fenómeno. No contextualizan, no historizan, no hacen una investigación con fuentes primarias sino que recurren al “monofuentismo” (usar una única fuente de información) de la policía, tribunales de justicia, actores que también hacen el trabajo sucio por cuenta del Estado.
–¿Qué es lo que encubren los medios de comunicación desde una “noticia dramatizada” (donde hay buenos y malos, ganadores y perdedores, como en un cuento) cuando cubren este tipo de fenómeno?
–Cubren con la objetividad de los hechos... eso no existe. Y encubren las condiciones de posibilidad de la existencia de este fenómeno. A los jóvenes los hacen los únicos responsables de su acción, cuando evidentemente la responsabilidad es, cuanto menos, compartida. Además contribuyen –y eso es lo peor– a empeorar las cosas, porque venden a éstos como sujetos desechables.
–En su libro usted sostiene que los medios “no tienen agenda propia” y relacionó esto con la perspectiva de aquellos expertos que miran a los medios como “actores políticos”. En el contexto actual latinoamericano, donde se ve una relación conflictiva entre medios y gobiernos, ¿cómo se construye esa agenda sobre la violencia juvenil, desde medios que ya no se fusionan tan claramente con la palabra del Estado?
–Ahora que planteas eso, se me ocurre pensar que desde hace más de cinco años los medios en el Ecuador ya no se ocupan de este fenómeno. O el fenómeno desapareció o ya no les interesa, porque los medios privados de comunicación ya no tienen en el Estado ni en el gobierno una fuente para hacer el trabajo sucio.
–¿Pero dependen exclusivamente de esa fuente para hacer el “trabajo sucio”?
–Sí, porque dependen de la policía. En Madrid tuve un altercado con un reportero de El País, porque él quería des-responsabilizarse de lo que ese diario había escrito sobre los Latin Kings, diciendo que en el fondo ellos sólo reproducían a la policía y que, en última instancia, el problema estaba en la fuente. ¿Te das cuenta de la barbaridad que decía? ¿Un periodista puede afirmar que el problema está en la fuente y no en él? Lo primero que se me ocurre decirle es: “cambia de fuente”, “diversifícala”. Había un policía que le dijo: “Yo soy fuente pero tú estás haciendo la nota”. Fue una escena emblemática. Los medios a veces se prestan para sostener algún interés de parte de un partido político que aprovecha esa representación mediática de la violencia juvenil para justificar la “necesidad” de una acción represiva. En el Ecuador hay una discusión sobre la baja de la imputabilidad penal a los 16 años, necesitan preparar a la opinión pública para asimilarlo y luego justificar cierto tipo de legislación, el aumento de las policías privadas.
–¿Por qué estudiar a los Latin Kings, qué rasgos los volvía interesantes para usted?
–¡Qué buena pregunta! Esta organización nació en los años ’40 en Chicago, conformada por inmigrantes, sobre todo puertorriqueños, cubanos y mexicanos. A partir de los ’80 empezaron a definirse como una nación. Esa definición de nación siempre me atrajo mucho.
–¿Por qué?
–Después de reflexionar mucho empecé a ver que efectivamente era una organización, que tenía tal envergadura en cantidad de miembros y que iba configurando una nación dentro de otra, una nación en lugar de otra. Eso es lo que (Erving) Goffman maravillosamente define como la transformación del estigma en emblema, cuando habla de la carrera del delincuente. Estos grupos son objeto de constante denigración y estigmatización, son tildados como personas desadaptadas y es probable que terminen haciendo esto del modo más espectacular posible. Es como si dijesen: “Si el otro me condena a ser delincuente, seré el mejor delincuente posible”. Entonces el estigma de ser latinos se convierte en el emblema de ser latinos, pero reyes. Hay coronas y hay alturas y beneficencia. Me llamaba mucho la atención esto de la nación. Porque todas las pandillas tienen un nombre, pero ellos se llamaban nación.
–¿Qué elementos los convertía en nación?
–Ellos tienen una Constitución, y tienen elementos que hacen a una nación, quizá no el idioma pero sí una jerga, un vocabulario... Dos reyes que no se conocen, se reconocen por el modo en que actúan o por un gesto que los hace reconocibles. Yo estuve muy cerca de ellos. Una vez en Madrid, al final de una conversación y viendo que compartíamos algunos saberes, ese chico me preguntó: “¿Pero tú que chapa tienes? ¿Qué King eres?”. Por supuesto que yo no tengo ninguna (chapa), pero sabía mucho por mi investigación. Pero ellos se reconocen, tienen un universo simbólico que comparten, algo que tiene que ver con lo lingüístico, lo gestual. Comparten mínimamente un territorio que se translocaliza. Otro elemento que me atraía mucho es el carácter de transnación: son una nación pero también son transnacionalistas. Ellos dicen que empieza a existir la nación cuando se planta bandera. Ellos tienen el acto de constitución de la nación en el lugar en que se planta bandera, van a tener esa fecha para recordarla así como se recuerdan las efemérides que fundan la nación. Era tan potente esa nación, con una Constitución, manifiestos, propósitos y leyes, que era capaz de refundarse cada vez que fuese necesario. No eran las pandillitas de 20 o 25 personas, como las estudiadas hace muchos años. Hay gente que hoy tiene 40 años y sigue siendo Latin King... porque ellos dicen que un rey es para siempre, aunque ya no sea un King.
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