Lunes, 23 de enero de 2006 | Hoy
DIALOGOS › REPORTAJE A DENIS MERKLEN, SOCIOLOGO
Alejado de las trivialidades y simplismos con que suele analizarse el fenómeno de la pobreza, Denis Merklen, autor del libro Pobres ciudadanos, propone una mirada desprejuiciada sobre las clases populares del conurbano. Los barrios, la política de los pobres, el clientelismo, vistos con una rigurosa matriz teórica por quien vivió en Ciudad Evita y sigue transitando las calles de las barriadas.
Por Mario Wainfeld
–Pobres ciudadanos, el título de su reciente libro, une dos términos que suelen verse como contradictorios en muchos relatos políticos o periodísticos en boga. ¿Pensó en eso cuando lo tituló?
–Pensé en eso esencialmente. Pensé en esa lectura que se hace solamente en la Argentina. Si usted dice lo mismo (“pauvres citoyens”) en Francia la lectura es “católica”, compasiva. “Pobre ciudadano, qué mal que le ha ido.” Pero no hay la tensión que se observa acá. La Argentina es un caso paradigmático de un doble recorrido, más fuimos ciudadanos, más fuimos pobres. Contradice cierta lógica progresista ¿cómo puede ser que un país se democratice y se empobrezca a la vez? Ni siquiera los países del Este europeo hicieron este camino, porque no se han democratizado cabalmente.
–Se suele decir que los pobres no tienen acceso a la ciudadanía toda vez que “la política de los pobres” es de segunda. Los pobres son definidos como rehenes, sometidos a las redes del clientelismo.
–En realidad, son pobres y son ciudadanos, con todas las fuerzas que esos dos términos tienen. La pobreza, incluso en casos muy duros, no disuelve la conciencia del ciudadano. Cuando uno trabaja con gente de sectores populares ve que tienen una conciencia ciudadana mucho más aguda de lo que podría imaginar a priori. Esos tipos, que están en condiciones de vida muy embromadas, tienen posibilidades de desarrollo político más limitadas que otras personas, pero no debe abusarse del concepto de clientelismo. El clientelismo es un punto de vista muy fértil para criticar al Estado o al sistema político, porque es cierto que el deterioro de las condiciones de vida limita las posibilidades políticas. El problema viene después, cuando se piensa en cómo construir fuerzas populares. La idea del clientelismo lleva a un callejón sin salida, porque piensa sólo en términos de dominación negando la potencia que existe para liberarse.
–¿Cómo se defiende el que no tiene trabajo o el que trabajando no puede parar dignamente la olla en el Gran Buenos Aires?
–De varias maneras. Primero, asociándose con los que viven con él y como él. El barrio es el gran organizador de las clases populares actualmente. Hay racimos formidables de organizaciones sociales de toda índole (más o menos estables, más o menos prósperas) que se vertebran alrededor del barrio. Los piqueteros son los más conocidos, pero hay organizaciones religiosas, musicales, murgas, comedores y sociedades de fomento. La miseria empuja a la participación, porque para ganarse la vida hay que moverse, hay que estar en organizaciones, ir a los lugares que tienen recursos.
–La debilidad, según usted, no equivale a pasividad ni a falta de dinámica.
–Porque sos débil tenés que moverte, tenés que ser astuto. Hay una herencia del sindicalismo argentino, que es el enganche entre el Estado y los gremios. Las organizaciones sociales, territoriales, heredaron ese esquema. Yo hice largos trabajos de campo en La Matanza y conocí a (Luis) D’Elía en sus comienzos, en 1986. El decía: “Vamos a pelear por la tierra, pero la tierra debe ir a la cooperativa y la cooperativa transferirlos al barrio, porque ése es el único modo de construir poder popular”. Eso era lo mismo que hacían los sindicatos. No se reclamaba institucionalizar los beneficios. Las organizaciones lograron así poder, pero se encerraron en la búsqueda permanente de recursos. ¿Cuál es el dirigente más exitoso, el más representativo? Aquel que tiene capacidad de conseguir recursos del Estado. Los pobres quedan condenados a participar de modo perpetuo. Lo que se obtiene hoy no sirve para el mes que viene, no es un derecho adquirido. No es una “conquista”. Cuando usted obtenía la jubilación, la incorporaba. Si le dan 100 pesos tiene que reiniciar sus reclamos mañana. Por eso las clases populares participan más que las clases medias.
–¿Exigen o piden?
–Están atrapados entre zafar de su situación actual y promover (digamos) que el mundo mejore. Si usted le pone un micrófono a un dirigente le dice que el problema es el desempleo, pero si habla con un funcionario pide “algo para el barrio”, “algo para ahora”.
–Básicamente ¿sólo pide planes?
–Planes, agua potable, alimentos para los comedores, ayuda del municipio porque se desborda el arroyo, pide que pase una línea de colectivos... Hay una tensión entre distintas organizaciones. Algunas privilegian el reclamo ciudadano y consideran todo el resto como una claudicación. Y hay otras que van a apoyarse más en el principio de realidad, de integrarse más al sistema político.
–¿Cuáles son, en cada caso?
–En las organizaciones de la zona Sur (Teresa Rodríguez, MTD) pareciera que el reclamo de derechos está más presente. En las organizaciones de la zona oeste (FTV, CCC), están más en una cosa de integración y negociación con el sistema político. Pero sería falso pensar que están sólo en una cosa y no en la otra.
–No existe polaridad tipo “revuelta vs. sumisión”.
–No, depende de un millón de cosas. Cómo obra el intendente, quién es el gobernador, cuáles son las políticas públicas...
–¿Las agencias estatales son los únicos sectores interpelados?
–Se busca en otras organizaciones. Se busca dinero, formación. Todo recurso es bienvenido. No es que le dé lo mismo el rock que la bailanta o ser católico que pentecostal, pero eso no quiere decir que esté en condiciones de descartar lo que no se aviene con sus valores. Debe negociar con todos.
–¿Por qué no enrolarse o militar todo el tiempo en alguna organización?
–Porque ninguna de esas organizaciones, ni siquiera el peronismo, está en condiciones de resolverle todos los problemas en tiempos duraderos. El tipo tiene muchos años de carreteo, también sabe que quien hoy es todopoderoso, mañana va a dejar de serlo y no tiene problema en cambiarlo. Coexisten dos registros, el de los criterios propios y de la conveniencia.
–¿Por qué sigue siendo una referencia importante el peronismo, que tanto tuvo que ver con la caída de los trabajadores, con el desempleo, con el desguace del Estado benefactor?
–El peronismo tiene un capital simbólico, el de haber representado como nadie a la clases populares. Y también ha sido el que mejor se adaptó a las nuevas situaciones, aun cuando contribuyó a destruir el mundo del trabajo. Está mucho más atado con la realidad. Hubo un momento clave, en el año ’87. El alfonsinismo, que disputaba las clases populares con la renovación peronista, se encontraba con los ocupantes de tierras y se preguntaba cómo hacer para respetar la institucionalidad (violada por las intrusiones) y para no reprimir. (El luego presidente Eduardo) Duhalde, en la Municipalidad de Lomas, dice “no me importa que las ocupaciones sean ilegales, eso es un hecho. Yo hago mi política social a partir de ese hecho”. El peronismo resolvió esa ambivalencia, sin muchos pruritos legales, pero...
–¿Qué aprendió usted sobre la cultura popular haciendo trabajo de campo en los barrios?
–Hay una forma de sufrimiento de los sectores populares que es la inestabilidad. Las cosas pasan... o no pasan. El colectivo pasa a veces, en otras, deja de pasar y en otras pasa con las puertas cerradas, no para. El médico va a la salita, pero no tiene remedios, los aparatos no andan. Ante situaciones tan inestables, la gente acomoda el tiempo. Parece jugar con gran habilidad entre la espera (no hay trabajo, el tipo se sienta y toma mate), y la plena actividad. Si hay trabajo sale como si tuviera un cohete. Pero si se le propusiera otro ritmo, le diría “para qué se apurasi no hay trabajo, no se agite si no avanza”. La persona de clase media goza de mayor previsibilidad. En el barrio, lo previsible es que nada se puede prever.
–Tampoco están las radios o la tele avisando de los problemas de tránsito o de transporte.
–El otro día estaba en Virrey del Pino, cerca de Cañuelas. Hay que llegar a la ruta 3, la única vía asfaltada donde pasan los colectivos. Después hay que caminar 20 cuadras para el río Matanza. Si los colectivos dejan de pasar por la ruta 3 o pasan con la puerta cerrada y con las luces apagadas no hay nada que hacer sino esperar. La gente dice “no pude” sin agregar más y eso basta para entender por qué cada vez hay una dificultad distinta. Hay una cosa que los geógrafos llaman “la inmovilización de la pobreza”, la pobreza encierra, es muy difícil comunicarse. Cuando el tipo llegó a la ruta ya hizo una proeza, pero está con la ropa embarrada y a 30 kilómetros de la Capital.
–Usted asocia la actividad del “pobre ciudadano” con la imagen del cazador...
–Simplificando, cuando el cazador aprendió a mantener los animales consigo, los domesticó y se hizo agricultor. Puede planear todo el año, siembra, cosecha, guarda un poco para el año que viene.
–En una situación de empleo estable, los trabajadores son cual agricultores...
–Las luchas sociales de la modernidad son luchas por estabilizar modelos de vida. Jornada de trabajo, jubilación, protección contra la enfermedad o el accidente. Usted vive de su trabajo, pero si se enferma, no se muere de hambre. El cazador no puede acumular, tiene que salir a diario a cobrar una presa nueva. No puede reproducir el recurso del que vive. El cazador sale con el arco y la flecha y debe volver con algo. Va al municipio, a la sociedad de fomento, a la iglesia y debe volver con algo, un plan o un sachet de leche o remedios para la abuela. Algo que no se sabe cuánto durará. Los pobres desocupados no tienen instituciones ni protecciones que les permitan descansarse en una previsibilidad, lo que hace muy difícil algunas estrategias que les gustan mucho a los liberales. Formarse, por ejemplo. Formarse ¿para qué? Un profesional que se forma para un trabajo afín a su especialidad puede hacer un curso de un mes, pero quien arranca de cero puede tomarse cinco años en formarse. Todos esos procesos que significan inversiones de largo plazo son muy difíciles. La vivienda y la tierra son la excepción, porque perduran. Es mejor ser pobre en su terreno, aunque esté muy perdido, a ser inquilino en un hotel ubicado en la ciudad.
–¿Qué está investigando ahora?
–“Agua más trabajo”, un proyecto del gobierno nacional que apunta a proveer de agua potable a alrededor de medio millón de personas en La Matanza. Comenzó en 2004. En un lapso de un año y medio se construyeron redes de agua potable a través de cooperativas de trabajo, con el municipio y el Enosa. Dos tercios del territorio de La Matanza. Aguas Argentinas había previsto proveer de agua a esa zona en 2023. El agua en La Matanza es de pésima calidad. Las cifras de mortalidad infantil son terribles, aunque no se conocen en su totalidad. Se armaron 90 cooperativas de 16 personas cada una, la mitad de los socios son beneficiarios del Plan Jefas y Jefes de Hogar. Se les dio capacitación, herramientas y hacen el trabajo bajo la supervisión de Aguas Argentinas y del municipio.
–Descríbanos la experiencia, por favor.
–Hay un alto grado de improvisación y problemas. Hay lugares donde ya están los caños, pero no se encontró el agua, por falta de estudios previos. Se creyó que el agua estaba en napas que, luego se supo, están contaminadas. Se repite la inestabilidad de la que hablábamos antes: las obras se hicieron, las canillas se abren, no hay agua. Es el problema más serio, en el Gobierno confían en solucionarlo más o menos rápido. Hay un paisaje complejo de actores, Estado, empresas, organizaciones sociales. Cada grupo “tiene” (como si fueran propias) un conjunto de cooperativas. Cada agrupación decide quiénes la integran, cómo se organizan. La mitad (entre comillas porque así es la jerga) “pertenece” al municipio, un cuarto a la CCC y un cuarto a la FTV.
–¿Los cooperativistas responden a sus mandantes?
–En principio, deben hacerlo, porque si no, se quedan sin trabajo. Pero, en la realidad, ninguna organización puede controlar a todos, todo el tiempo. Hay hechos confusos, tejes y manejes (cooperativas donde trabajan 8 y cobran por 16, manejos poco claros del dinero). Son interesantes, no para descalificarlos sino para ver cómo se arreglan porque, finalmente, las obras se hacen, los caños están, las pruebas técnicas dan bien. Es muy interesante ver cómo la gente desvía lo que la institución dice para darle eficacia en otro sentido, por ejemplo, para que los que trabajen ganen más dinero que el poco que se les asigna. Eso no siempre se hace alegremente: hay peleas, denuncias por corrupción entre cooperativistas. Pero así se hace. Es un contrato de trabajo, que funciona como uno de caza. Es por cuatro meses ¿y después? No es una relación contractual de largo plazo. De las 90 que comenzaron, hay 30 que trabajan a pleno. Cuando comenzaron les decían que se formaran, que aprendieran contabilidad, la ley de las cooperativas, la tecnología del agua. Bueno, el tipo va a hacer eso hasta un punto, sabiendo que tiene una relación de cuatro meses. Como lo haría cualquiera de nosotros.
–¿Y avanza el proyecto?
–Avanza. Lo que también sirve para que el tan mentado problema de la cultura del trabajo no es tan cultural como se cree. No es cierto que alguien que no trabajó nunca no pueda adaptarse a los ritmos del trabajo, a los horarios, a la disciplina. Basta con que esa persona tenga una situación de trabajo estable y formalizada para que, en la inmensa mayoría de los casos, aprenda muy rápido.
–¿Eso, según usted, sería aplicable a cualquier país y cultura o es una característica argentina?
–En cualquier lugar, históricamente fue así. En los comienzos de la industrialización, cuando los desposeídos de la tierra llegan a la fábrica dejan de ser campesinos y se hacen obreros,
–Usted retoma el concepto de “desafiliación” de Robert Castel. Le pido, para terminar, que nos lo explique.
–El concepto de “desafiliación” tiene una enorme ventaja. Presupone que la sociedad es un conjunto integrado por lazos, familiares, de empleo. La sociedad es un todo, ese sería el estado normal de las cosas. Castel intenta explicar el momento en que las crisis (de empleo especial, pero no únicamente) las personas se desenganchan y quedan por fuera, desafiliados. El problema es de vínculos. Incluso en esos años en que tanto se hablaba del “fin del trabajo”, del “horror económico” él (muy tesoneramente) porfiaba en que el gran integrador sigue siendo el trabajo. Quien no tiene trabajo no está liberado, sufre.
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