Martes, 8 de abril de 2008 | Hoy
ECONOMíA › EL LUGAR DEL PEQUEñO PRODUCTOR Y DEL ESTADO EN EL CONFLICTO
La crisis ha mostrado a pequeños productores junto a grandes, alianza que ha sorprendido a muchos. En tanto, el Estado ha demostrado poca pericia en el diseño de una política micro para los distintos protagonistas del sector.
Opinión
Por Eduardo Sartelli *
Pregunta importante en la historiografía de la agricultura argentina, la naturaleza del chacarero pampeano está hoy de nuevo sobre la mesa. De su respuesta dependen las características de la estructura agraria, así como el grado de desarrollo de la sociedad argentina y, por lo tanto, la viabilidad de los programas políticos, desde los más conservadores hasta los que se postulan revolucionarios. La “cuestión agraria” constituyó uno de los debates más acalorados de los años ’70, impulso que se fue agotando en las décadas siguientes.
Las definiciones que victimizan al chacarero enfatizan su incapacidad para acumular capital, por culpa de terratenientes omnipotentes, parasitarios y absentistas, que lo reducen casi a un siervo medieval. Estas posiciones han sido compartidas por un amplio espectro político: en el peronismo (Horacio Giberti), en el radicalismo (Aldo Ferrer) e incluso en la izquierda maoísta (Azcuy Ameghino). Todas caen en la misma conclusión: hace falta una reforma agraria para instalar el capitalismo en el campo.
Las que ubican al chacarero como un pequeño burgués avanzan en el conocimiento de la realidad, al utilizar una categoría que corresponde al desarrollo capitalista, de la Argentina en general y de la región pampeana en particular. No obstante, sus defensores suelen utilizar una retórica pre-kautskiana, defendiendo las virtudes productivas y sociales de la pequeña propiedad. Tanto las primeras como las segundas tienen la misma concepción del desarrollo económico de la Argentina: la gran producción es negativa, no representa un avance de las fuerzas productivas sino el estancamiento y el atraso. La realidad actual de la Argentina desmiente palmariamente estas afirmaciones. La del resto del mundo, también. Otra discusión es la forma en que los resultados económicos y humanos de la producción social se distribuyen, pero en el capitalismo es así y al que no le gusta, debiera ir pensando en otro tipo de sociedad.
En realidad, el chacarero nunca ha sido un “pequeño productor”. Ya en 1912, en épocas del Grito de Alcorta, la producción triguera y maicera, en su mayoría, se realizaba en explotaciones que superaban las 200 y 300 hectáreas. Es decir, bajo relaciones claramente capitalistas. Dicho de otro modo, el núcleo de los chacareros era burgués. Precisamente, durante la década que sigue a Alcorta serán expulsados del agro capas importantes de pequeña burguesía (menos de 150 hectáreas). Es decir, explotaciones en las cuales hay una presencia importante de mano de obra familiar. Investigaciones propias me permitieron calcular que incluso en ese horizonte el mayor porcentaje de la producción de valor estaba en manos de los asalariados contratados para la cosecha. Dicho de otra manera: los chacareros más pequeños, ya en aquella época, eran explotadores de fuerza de trabajo. ¿Qué fue, entonces, el chacarero? El nombre de fantasía que tomó la alianza de la pequeña burguesía y la burguesía agrarias al momento de movilizarse exigiendo la reducción de los arrendamientos.
Pasada la crisis, hacia 1920, el mundo chacarero es dominado por la fracción burguesa de la alianza, dirigida, desde la Federación Agraria Argentina, por Esteban Piacenza, un simpatizante del fascismo italiano. Para el que se imagina que la FAA es la “izquierda” del campo y que toda relación con la Sociedad Rural es extraña, habría que recordarle que el chacarero pampeano también tuvo en su momento simpatías por la Liga Patriótica y que, en 1928, se unió a los “oligarcas” para pedirle a Yrigoyen el envío de tropas a fin de sofocar la huelga de peones de cosecha. También habría que recordar que en Gualeguaychú se produjo una de las más encarnizadas batallas, de las varias que protagonizó la Liga contra la clase obrera rural durante el primer gobierno radical, con muertos, heridos y apaleados.
Hoy día, cuando un “chacarero” propietario de 100 hectáreas en el sur de Santa Fe tiene un capital, sólo en tierra, superior al millón de dólares, vale la pena cuestionarse acerca de la “pequeñez” de quienes viven del trabajo ajeno, es decir, del peón rural, el peor pago de la Argentina, y del derecho que los asiste a la riqueza social.
* Docente de la UBA y la Universidad de La Plata, director del Centro de Estudios e Investigaciones en Ciencias Sociales.
Opinión
Por Tomás Bril Mascarenhas *
Cuando los tractores hayan regresado a sus galpones y cuando la sorpresa de los nuevos cacerolazos se haya diluido, tal vez pueda observarse con mayor claridad un fenómeno muy asociado a la crisis de estos días: la profunda debilidad de las capacidades del Estado. El reciente intento de la administración de Cristina Fernández de incidir en la inflación y en la política agraria –dos fenómenos muy intrincados– a partir de un instrumento de política pública relativamente simple no hace más que proveer un ejemplo adicional del deterioro de las capacidades estatales. Las retenciones han mostrado ser una efectiva herramienta para, en términos macro, avanzar hacia una sociedad más justa. Sin embargo, la debilidad del Estado sale a la luz cuando se observa que la modificación de este mecanismo no ha sido acompañada por una nutrida batería de medidas capaces de discriminar los efectos que el instrumento tiene sobre los muy diversos actores que componen la compleja realidad que el sentido común, pero no un hacedor de políticas públicas, puede denominar monolíticamente como “el campo”.
Este es, en consecuencia, un nuevo episodio de un fenómeno de larga data: el Estado, que en buena hora intenta fortalecerse y recuperar protagonismo tras las mutilaciones sufridas durante el período neoliberal, parece hoy altamente efectivo para regular ciertas macrovariables de alto impacto social. Entre otras, tipo de cambio, superávit fiscal, política monetaria, regulación del comercio exterior, políticas sociales que afectan la coyuntura de las personas pero no sus opciones de largo plazo. Pero no logra revertir equilibrios negativos en áreas que requieren políticas públicas de fina sintonía y altos niveles de coordinación.
De esta manera, como lo demuestra la experiencia de años recientes, si bien las políticas de trazo grueso han sido muy exitosas en la instalación de estructuras de incentivos que impulsaron positivos procesos –crecimiento económico, reversión del ciclo de expansión del desempleo–, este mismo trazo grueso se prueba hoy como incapaz de incidir en problemas complejísimos como la inflación, los núcleos más duros de la pobreza, o la inducción de un proceso de diálogo intersectorial que fuera anunciado antes de las elecciones presidenciales.
Con la inflación, el Gobierno mostró creatividad al adoptar una posición heterodoxa que ha intentado incidir en la formación de las expectativas inflacionarias de los actores y que ha planteado la complejidad del fenómeno y la vocación de intervenir en las abigarradas cadenas de agentes que forman los precios. Sin embargo, en el plano de la acción pública este creativo análisis del problema de la inflación conduce a la necesidad de políticas de alto grado de precisión. A juzgar por la escalada de precios por todos percibida, los resultados de la intervención estatal hoy no son alentadores. Por su parte, las políticas para “el campo” –efectivas en el trazo grueso en lo que hace a las retenciones– no parecen desencadenar resultados exitosos a niveles más micro: el argumento de que, ante una caída de los rendimientos debido al impuesto recientemente elevado, los pequeños productores pueden dar sus tierras en arrendamiento o venderlas para dedicarse a otras operaciones rentistas implica, por parte del Estado, una renuncia al proyecto desarrollista tan patente en otros ámbitos.
Esta incapacidad del Estado para comenzar a hilar fino tiene consecuencias que se perciben en el presente, las tendrá en el futuro si la cuestión no es tomada como problema central de la Argentina poscrisis, y es resultado, a su vez, de las sistemáticas destrucciones del aparato público en tiempos pasados. Este Estado de trazo grueso sufre de significativos déficit en sus burocracias y se ve atravesado por otros fenómenos como la insularidad del accionar de las agencias públicas y como la altísima rotación de los elencos de gobierno, lo que conduce a la inestabilidad de las políticas públicas. Y, si a lo anterior se suma el hecho de que los partidos políticos carecen de sólidos y numerosos equipos de cuadros capaces de encarar gestiones complejas, resulta más fácil comprender por qué el Estado termina por recurrir, una y otra vez, a instrumentos toscos con alto potencial de impacto macro y por qué, al mismo tiempo, no logra resultados satisfactorios en problemas que requieren hilado fino.
* Politólogo, Universidad de Buenos Aires.
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