Lunes, 2 de abril de 2012 | Hoy
ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: LA REFORMA DE LA CARTA ORGáNICA DEL BANCO CENTRAL
Los analistas discuten si el Banco Central aprovechará su mayor discrecionalidad para guiar responsablemente al ciclo económico o si, en cambio, se basará en el nuevo marco institucional para una validación monetaria de los desequilibrios fiscales.
Producción: Tomás Lukin
Por Fabián Amico y Alejandro Fiorito *
El fantasma de la híper de 1989 recorre el debate tras la reforma de la Carta Orgánica del BCRA. El retorno de una mayor “discrecionalidad” parece abrir las puertas a la temida “monetización” del déficit, sentando quizá las bases para una nueva catástrofe inflacionaria. Como en la híper alemana de 1920, en la explosión de precios de 1989 hubo dos interpretaciones.
Una visión simplista culpó a la mala política económica: el déficit fiscal fue el motor de la hiperinflación y la monetización del déficit, su combustible. En este enfoque, el aumento de la oferta monetaria precede a la suba de precios. Luego, el aumento de precios precede y causa la devaluación. La cadena causal va de la oferta de dinero al nivel de precios, y de éstos al tipo de cambio. El diagnóstico subyacente es que el país intenta vivir por encima de sus medios, y el “exceso de demanda” resultante (mucho gasto público) se traduce en aceleración inflacionaria y más importaciones, causando tanto la crisis inflacionaria como la externa. La solución es simplemente reducir el déficit fiscal.
Cierto, a comienzos de los ’80, Argentina había perdido sus fuentes externas de financiamiento, los términos de intercambio se deterioraban, subía la tasa de interés internacional y caía la demanda externa por la recesión mundial, generando una severa crisis de balanza de pagos. Con aspiraciones salariales reprimidas por la dictadura, el movimiento obrero esperaba satisfacerlas en democracia.
La respuesta del gobierno fue el control recesivo de las importaciones y el aliento a las exportaciones mediante salvajes devaluaciones. La política logró alguna mejora de las exportaciones al costo de acelerar la inflación y dañar el crecimiento. Fue la década del estancamiento “liderado-por-exportaciones”.
La devaluación supone caída del salario real. Si hay resistencia de los trabajadores, puede haber (y hubo) una espiral tipo de cambio-precios–salarios hasta llegar a la hiperinflación. Diamand llamaba a esto “inflación cambiaria”. Así no es posible estabilizar la economía sin estabilizar el tipo de cambio. Al contrario del ingenuo monetarismo, no fue la inflación sino la devaluación el comienzo causal, la que a su vez genera el aumento de precios y luego crea la emisión monetaria endógenamente.
Por cierto, el gobierno de entonces luchó en vano por reducir el déficit fiscal. Pero la recesión derrumbaba los ingresos y generaba déficit fiscal endógeno. Peor si se cuenta el “efecto Olivera-Tanzi”, por el cual los gastos corrientes del Estado aumentan junto con la inflación, pero la recaudación (al demorarse su cobro) pierde parte de su valor real. Por ende, la crisis fiscal no es causa sino consecuencia de la crisis externa y de la inflación.
A comienzos de los ’90, el mayor flujo financiero y la reestructuración de la deuda permitieron estabilizar el mercado cambiario y, con éste, los precios. La apertura condujo a una fuerte apreciación cambiaria, mayor dependencia del financiamiento externo y una gran vulnerabilidad financiera. El mayor financiamiento y el bajo crecimiento del mercado internacional de commodities permitieron políticas antiinflacionarias basadas en anclas cambiarias. La eficacia del tipo de cambio fijo en el control de la inflación fue reforzada por la existencia de precios internacionales nominales bajos y declinantes. Este fue el secreto del éxito antiinflacionario de la convertibilidad y no la “independencia” del BCRA o el fin de la “discrecionalidad” fiscal.
La contracara de estos movimientos positivos en términos de inflación doméstica fueron el bajo crecimiento de las exportaciones primarias y la desindustrialización, lo que contribuyó a profundizar la crisis externa. El contexto internacional (y no la política del BCRA) explica en medida sustancial tanto el éxito inicial del ancla cambiaria como también su suerte posterior. A nivel interno, el punto clave fue la declinación de la resistencia salarial por la flexibilización laboral y el alto desempleo.
A principios de los 2000, Argentina aprovechó el rápido crecimiento del comercio mundial para reducir su vulnerabilidad externa, con superávit en cuenta corriente y acumulación de reservas. Pero, aunque los altos precios de las commodities alivian la restricción externa y permiten mayores tasas de crecimiento, generan condiciones más adversas para el control de la inflación, en un contexto marcado por un tipo de cambio competitivo y una mayor resistencia salarial.
Si uno debe aprender de la historia, entonces el BCRA puede tener un rol importante en el control de la inflación en el largo plazo. Dado que la principal causa de la inflación han sido las crisis de la balanza de pagos, que además cambiaron regresivamente la distribución del ingreso, la estabilización requiere una solución estructural para las crisis externas. El Banco Central puede convertirse en el agente financiero del gobierno en la tarea ardua de producir el cambio estructural necesario, fomentando y financiando políticas de sustitución de importaciones, de inversión modernizadora en infraestructura y de diversificación de exportaciones. En suma, desplazando y removiendo la restricción externa al crecimiento. Sólo entonces habremos alejado los fantasmas de la híper definitivamente.
* Investigadores de la Universidad Nacional de Luján.
Por Luciano Cohan *
El gobierno logró darse una nueva Carta Orgánica del Banco Central. Al combinar mayor flexibilidad en la determinación de las reservas “óptimas”, limites más laxos al financiamiento al Tesoro y mayor libertad en la determinación de los encajes o las tasas de interés, la nueva Carta Orgánica otorga mayor discrecionalidad a la política monetaria, relajando los límites autoimpuestos para combatir los desequilibrios monetarios y la inflación crónica de fines de la década del ’80.
En abstracto, uno podría concluir que la mayor discrecionalidad monetaria no es una mala noticia. Es generalizadamente aceptado por la disciplina económica que la política monetaria es una herramienta potente para estabilizar los ciclos económicos. Lejos se está hoy, incluso en el mainstream económico, de aquella otrora popular idea según la cual el dinero sería macroeconómicamente “neutral”, es decir, sin consecuencias permanentes sobre el nivel de actividad.
No hace falta ir muy atrás en el tiempo para ver las implicancias prácticas. Desde hace casi un lustro, los bancos centrales del mundo desarrollado han implementado un variado abanico de políticas monetarias inéditamente expansivas para hacer frente a la crisis sistémica reciente. Asimismo, la historia macroeconómica de la Argentina de la convertibilidad es un ejemplo cercano de los riesgos de una política monetaria y cambiaria pasiva y rígida. Así, la mayor discrecionalidad que se otorga el gobierno con la nueva Carta Orgánica le permitiría contar con mayor poder de fuego para expandir el dinero en las malas y contenerlo en las buenas.
Sin embargo, la reforma de la Carta Orgánica no sucede en abstracto sino en un marco macroeconómico particular. El debate vuelve en un contexto en el cual la política monetaria, lejos de su rol estabilizador, ha avanzado lenta pero persistentemente hacia su consolidación como un apéndice de la política fiscal. La reforma no implica un punto de inflexión en el vínculo monetario y fiscal sino que convalida y refuerza prácticas recientes.
En este sentido, la gestión de la política monetaria y cambiaria de los últimos años ha convertido al Banco Central en el prestamista de última instancia de gobierno de dos maneras. Primero, en dólares, a través de la transferencia de reservas para el pago de vencimientos de deuda por unos 25 mil millones de dólares (equivalente a 10 años de financiamiento de la Asignación Universal por Hijo). Segundo, en pesos, a través de adelantos transitorios que, al ser refinanciados anualmente, se transforman en permanentes, y del giro de las utilidades contables del Banco Central, resultado de la depreciación que eleva el valor en pesos de las reservas y demás títulos públicos dolarizados en el activo del banco. Así, la deuda del Tesoro representa hoy un 45 por ciento de los activos del Banco Central, cifra que se ubicaba en tan sólo un 7 por ciento a comienzos de 2003.
Asimismo, de manera indirecta aunque no menos relevante, la combinación del sesgo inflacionario de la política monetaria con la subestimación de la inflación del Indec no sólo permitió licuar las obligaciones en pesos indexados del gobierno sino que favoreció la colocación de nueva deuda a tasas reales negativas (por ejemplo, en el fondo de garantía previsional).
Entonces, ¿qué nos promete esta nueva Carta Orgánica? ¿Un Banco Central que aproveche su mayor discrecionalidad para guiar responsablemente al ciclo económico? ¿O uno que aproveche el nuevo marco institucional para una validación monetaria de los desequilibrios fiscales? La historia abunda en ejemplos fallidos de experimentos monetarios de este tipo, principalmente en la inflacionaria América latina de posguerra y más específicamente en la hiperinflacionaria Argentina de los ’80. Por otro lado, la idea de que la inflación es un mal necesario para el crecimiento fue parte de la ortodoxia económica durante casi medio siglo, pero fue desacreditada empíricamente hace ya varias décadas: no existe un solo caso de crecimiento sostenido durante el siglo XX que presente sistemáticamente los niveles de inflación que actualmente vive el país. Hoy se entiende que los procesos inflacionarios sostenidos no son síntomas de fortaleza de una economía sino todo lo contrario: si existe una relación de largo plazo entre inflación y crecimiento es negativa.
En conclusión, la nueva Carta Orgánica libera a la política monetaria de muchas de las ataduras diseñadas para otro momento histórico del país. El Gobierno recupera, con ella, una elevada discrecionalidad para utilizar a su criterio una herramienta muy poderosa. Pero, como dice el dicho y más que nunca, “un gran poder conlleva grandes responsabilidades”. El riesgo de hacer mal uso de esta discrecionalidad no es despreciable: retornar a un régimen de alta inflación.
* Economista jefe de Elypsis.
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