Jueves, 18 de junio de 2015 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Eric Calcagno *
En octubre el pueblo elegirá el presidente y el Congreso que marcarán la orientación básica del próximo gobierno nacional. Es una elección muy diferente de la legislativa de medio término, que es propicia para expresar acuerdos o disconformidades sin forzar decisiones de fondo. Ahora lo que se decidirá es si en los próximos años continuará el modelo de desarrollo con justicia social, que antepone la inclusión a los privilegios; o si se marchará hacia una restauración neoliberal, donde las motivaciones sectoriales prevalecerán sobre el interés general. Por cierto, no se trata de matices, sino de dos modelos políticos, económicos y sociales opuestos. O el Estado sirve para continuar con la distribución del ingreso, de la palabra y del conocimiento, o vuelve a ser el instrumento para privatizar ganancias y socializar pérdidas.
Es en esa circunstancia cuando los publicistas de la restauración han instalado como slogan una palabra que suena familiar y hasta positiva: “el cambio”. Cambiar significa, según el diccionario, “tomar o hacer tomar, en vez de lo que se tiene, algo que lo sustituya”. Funciona como slogan porque se parte de la base de que, para quien lo escucha, el cambio siempre es bueno porque cada uno cree que se trata del cambio que le conviene. Lo que ocurre es que el mismo cambio produce efectos opuestos en diferentes grupos sociales y económicos.
Por ejemplo, si se le preguntara a cierto empresariado, digamos del “círculo rojo”, qué posición tiene frente al cambio, respondería instintivamente 1 dólar = 20 pesos, lo cual le significaría un enriquecimiento inmediato y descomunal. Cuando se le aclarara que la consulta no se refería a la cotización de monedas, sino a la orientación de la política económica, sin duda la respuesta sería a favor de cambios sustanciales: pensaría en la supresión de las convenciones colectivas de trabajo, lo que le permitiría fijar los salarios sin restricciones; o que el Banco Central les daría todos los dólares que quisiera para ir a Miami a comprar baratijas o departamentos; o se generaría una desocupación que “disciplinaría” a la fuerza de trabajo; además, la devaluación multiplicaría las fortunas y aplastaría los salarios reales.
A su vez, los trabajadores se opondrían al cambio que propone el establishment: de ningún modo podrían sustituir las conquistas que perderían. Pero estarían a favor del cambio que aumente el empleo y los salarios, disminuya el trabajo no registrado e institucionalicen conquistas anteriores.
A grandes rasgos, existen dos tipos de cambio: el cambio para avanzar y el cambio para retroceder. Ambos son cambios, pero tienen naturaleza y consecuencias antagónicas para los diferentes grupos sociales. Uno vuelve al pasado neoliberal; el otro avanza hacia el futuro de desarrollo con inclusión social. Y es mucho lo que los diferentes grupos sociales pueden ganar o perder.
El “cambio para retroceder” nos retrotrae al modelo neoliberal que rigió, con interrupciones desde 1976 hasta 2001, y que fue nefasto para la Argentina. Significa la renuncia a la soberanía nacional, y aspira a repetir el monstruoso endeudamiento de la convertibilidad, que fue de 80.000 millones de dólares; más los 47.000 millones de la salida de la convertibilidad (pesificación asimétrica incluida). Ahora que está desendeudada, los bancos internacionales le volverían a prestar a la Argentina y puede iniciarse otro ciclo de “plata dulce”. Claro que el final sería el mismo que el del 2001; pero mientras tanto gobernará el establishment.
Además, se aplicarían las condicionalidades que impone el Fondo Monetario Internacional, que consisten en medidas económicas idénticas a las que anhela y reclama el establishment internacional y local. Así, les basta con el sobreendeudamiento para tener el financiamiento asegurado y la política económica diseñada. Sería un cambio estupendo para el establishment y desastroso para el país y el resto de sus habitantes. Pero nadie puede negar que fuera un cambio. Otros cambios importantes en el mismo sentido, son la desindustrialización, la privatización de YPF, del agua potable, y por supuesto un sistema de seguridad social “más eficiente”, que lleva al regreso de las AFJP.
El cambio de 2003 fue un cambio para avanzar. En lo económico, el producto bruto interno fue duplicado al cabo de doce años, así como la inversión y del número de integrantes de la clase media; las exportaciones se multiplicaron por cuatro; la desocupación bajó del 20 al 7 por ciento; la participación de los trabajadores en el ingreso total aumentó del 34 al 49 por ciento; los salarios se fijan por convenciones colectivas entre asociaciones empresarias y sindicatos de trabajadores; el empleo no registrado bajó del 49 al 33 por ciento; se recuperaron YPF, el agua potable, los trenes, entre tantos otros logros.
En lo social, se construyeron o mejoraron casi un millón de viviendas; fueron construidas más de 2000 escuelas; volver al sistema de reparto permitió que la cobertura de las jubilaciones pase del 65 al 97 por ciento; frente a la vulgata privatista, la Anses demostró y demuestra que una administración pública es eficiente cuando existe una voluntad política guiada por el bien común.
En lo político, la recuperación del debate, a veces polémico, permite que las cuestiones económicas y sociales no tengan supuestas soluciones “técnicas”, sino que sean el fruto de una decisión política primero, de una instrumentación práctica después, y por último sean institucionalizadas (recuperación y ampliación de derechos, por ejemplo). La capacidad de decidir, fijar prioridades, responder a urgencias, deja de ser patrimonio de un sector social para estar sometidas al sufragio universal. Esto es empoderar al conjunto de la sociedad argentina, recibir a la juventud que se incorpora con pasión a la cosa pública (eso es la Res Pública que tanto reclaman algunos amarillos).
Como vemos, la idea de cambio no es neutra, ni su aceptación es similar según lo que puede significar ese “cambio” que tanto anhela la oposición política, esa pálida representación pública del establishment. Que sí quiere un cambio: su cambio. ¿Es el cambio deseado por las mayorías? Parece que no. Por eso el pobre discurso de la oposición se centra sobre el cambio.
Porque la idea de “cambio” que plantea el establishment intenta decirlo todo, pero termina diciendo nada. No es explicado, argumentado, cuantificado, ese famoso “cambio”. Puesto que no es explicado. ¿Qué cambiarían? ¿O no lo dicen porque es piantavotos? Como carecen de capacidad para el debate político, se limitan al “cambio”. Dicen: la mayoría de los argentinos quiere el cambio. ¿Cuál? ¿Cómo? ¿De qué manera? ¿Con que costo? Silencio duranbarbesco.
En provisoria conclusión, podemos decir que en la Argentina existieron algunos cambios: en 1916 hubo cambio cuando asumió Yrigoyen, hubo cambio en 1930 cuando lo derrocaron; hubo cambio en 1946 cuando Perón ganó las elecciones, y hubo cambio en 1955 con el golpe de estado; hubo cambio en 1973 cuando volvió el General, y hubo cambio en 1976, cuando empezó la dictadura más sangrienta. Hubo cambio en 1983, en el 1989, en el 1999... y hay cambio desde el 2003. ¿Qué tipo de cambio prefiere usted?
* Diputado Nacional (FpV-PJ).
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