Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Ariel Dorfman *
Desde la distancia de América latina, el asalto terrorista a Charlie Hebdo se siente aterradoramente cercano, se siente tristemente familiar.
No hace mucho, acá en Santiago de Chile, no lejos de la casa en que vivo parte del año con mi mujer, Angélica, periodistas y escritores que se atrevían a enfrentar al régimen del general Pinochet fueron sistemáticamente asesinados, sufriendo, muchos de ellos, torturas antes de que los mataran. Entre tantos, recuerdo especialmente a José Carrasco (lo llamábamos Pepone), quien fuera alumno mío en la universidad, luego amigo y compañero de revolución y exilio y, ya de vuelta en Chile, redactor de Análisis, una revista semiclandestina que publicaba frecuentemente artículos satíricos, semejantes a algunos que se suelen leer en Charlie Hebdo. La policía secreta vino por Pepone justo antes del amanecer del 8 de septiembre de 1986. Le advirtieron que no se molestara en ponerse los zapatos. No iban a hacerle falta, dijeron. Unas horas más tarde apareció su cadáver acribillado a balazos.
Otro mártir de tantos que, sí, efectivamente en forma aterradora y familiar pueblan América latina. Al otro lado de los Andes, en la vecina Argentina, centenares de autores, intelectuales y trabajadores de los medios fueron detenidos por escuadrones de la muerte, desapareciendo para siempre. Ante la necesidad de singularizar aquella tragedia en una persona, me quedo con el nombre de Rodolfo Walsh. El 5 de marzo de 1977, Walsh, uno de los grandes escritores argentinos, fundador del periodismo testimonial del continente, fue emboscado y secuestrado por un comando militar. Justo el día anterior le había enviado a la Junta que malgobernaba su país, una Carta Abierta, provocadora, insultante, mordaz, denunciando no sólo los abusos a los derechos humanos sino también la política económica neoliberal que hambreaba a su pueblo. Su cuerpo hasta hoy sigue desaparecido. Aquella Carta Abierta recuerda el tono audaz e irreverente que se encuentra en las páginas de Charlie Hebdo.
Tanto Chile como Argentina, por cierto, como muchos otros países latinoamericanos que aguantaron despiadadas dictaduras –Uruguay, Paraguay, Perú, Brasil, Bolivia, Haití, El Salvador– son ahora democracias donde los trabajadores de la prensa pueden llevar a cabo sus labores sin temer, por lo general, el golpe en la puerta, el cuchillo en la garganta, la zanja a la medianoche.
Y, sin embargo, durante la última década una lenta masacre de periodistas ha venido asolando, infectando, corrompiendo Latinoamérica, un asedio casi invisible contra la libertad de información. No se trata de incidentes tan espectaculares ni dramáticos como el de Charlie Hebdo, ni se inserta en el contexto de los conflictos suscitados por una pequeña minoría de fanáticos islámicos, pero estamos presenciando, de todas maneras, una agresión incesante y desmedida y metódica. Los casos más pavorosos se concentran en Honduras, Guatemala y México. Tomemos el mes de agosto del 2013: tres periodistas guatemaltecos fueron muertos a tiros, incluyendo a Luis de Jesús Lima, una prominente personalidad de la radio que discutía en sus programas asuntos controversiales. Y México: entre las decenas de trabajadores de la prensa recientemente ultimados, se presenta la figura señera de Regina Martínez, corresponsal en Veracruz de la Revista Proceso. Una pandilla entró a su casa, la golpeó brutalmente para enseguida estrangularla. Qué coincidencia: ella había estado investigando los lazos entre los narcos y los políticos de Veracruz. Y Honduras, el lugar más peligroso del mundo para ejercer la profesión de periodista. El 9 de marzo del 2012, Alfredo Villatoro, que tenía un programa radial de gran sintonía, fue secuestrado en Tegucigalpa. Seis días más tarde su cuerpo apareció con una bala en la cabeza. Estaba vestido con ropa militar, su cara cubierta con un siniestro pañuelo rojo. Las amenazas de muerte que había recibido desde hace meses finalmente se volvieron realidad.
El mundo, básicamente, ha ignorado estos atentados.
Tiendo, para decir la verdad, a desconfiar de la frase que corrientemente se usa para expresar nuestra identificación con los perseguidos: “I am Salman Rushdie”, “Je suis Charlie”, “Todos somos Ayotzinapa”, si bien muchas veces firmo denuncias que ostentan palabras similares. Claramente hay algo conmovedor en el hecho de sentirse uno parte de millones que, desde todos los continentes, demuestran su solidaridad con las víctimas del terror. Pero tal reacción lingüística suele ser un tantico fácil y cómoda. No somos, todos nosotros, Charlie. No estuvimos de veras a su lado cuando arribaron los homicidas ni los vamos a proteger con nuestros cuerpos. Y muchos de aquellos que recitan esas palabras, je suis, je suis, especialmente si son autoridades del gobierno o miembros de las fuerzas de seguridad, no exhibieron ayer la tolerancia que proclaman hoy con tanto fervor. Aun así, importa, sin duda, que quienes no enfrentan ningún peligro inmediato hagan saber al mundo –y especialmente a aquellos que pretenden volver a asesinar mañana– que no vamos a dejarnos amedrentar ni permitir que el miedo y el silencio ejerzan su dominio letal.
Y tal vez, después de todo, el grito de “Je suis Charlie” se justifica en este caso debido a que el ataque a esa revista satírica parisina fue particularmente salvaje y masivo y, por cierto, institucional. Se quiso mandar un mensaje a toda la sociedad y tiene sentido, por lo tanto, que toda la sociedad, la francesa y más allá de sus fronteras, afirme en forma pública y colectiva nuestro dolor y nuestro coraje.
No obstante lo cual, visto desde Santiago de Chile, desde la perspectiva de una América latina donde los colegas mexicanos y guatemaltecos y hondureños de Charlie Hebdo mueren a mansalva en este mismo momento sin que nadie se fije, es urgente preguntarse por qué las calles de nuestro desafortunado planeta no se llenan de cientos de miles de ciudadanos que declaran “Je suis Alfredo Villatoro, Je suis Regina Martínez, Je suis Luis de Jesús Luna”. ¿Por qué tan pocos pensaron siquiera en gritar “Je suis Rodolfo Walsh”? ¿Por qué millones no advirtieron que ellos eran José Carrasco, Je suis Pepone?
Palabras como éstas no habrán de detener, probablemente, horrores futuros. Parecen inevitables en un mundo enloquecido por el fanatismo y el odio. Pero por lo menos aquellos que casi anónimamente, en rincones remotos del mundo, lejos de los Champs Elysées y las luces fulgurantes de los medios, continúan levantando la voz contra la estupidez y la opresión, podrán sentirse quizás un poco menos solos.
* El último libro de Ariel Dorfman es Entre sueños y traidores: Un striptease del exilio.
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