Martes, 15 de marzo de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Emir Sader
El último intento de golpe militar en America latina no resultó. Fue contra Hugo Chávez, en 2002. El fue secuestrado por mandos militares, llevado a una isla, aislado, mientras el entonces presidente de la asociación de empresarios asumía la presidencia, al lado de los propietarios de los medios venezolanos, en una fiesta típica de las oligarquías golpistas latinoamericanas.
Pero la fiesta duró poco. Cuando el pueblo supo lo que ocurría, tomó el palacio y expulsó al presidente de la asociación de empresarios, así como a los dueños de los medios. El más breve presidente de Venezuela tuvo que abandonar el palacio y el país, mientras que Chávez volvía a la presidencia en los brazos del pueblo.
A partir de aquel momento la derecha latinoamericana adhirió a formas de golpes blancos. Y fue desarrollando procesos políticos incipientes, con algunas medidas antineoliberales, pero todavía sin una configuración plenamente definida, sin apoyo parlamentario, para derrumbar a sus líderes. Sucedió así con Manuel Zelaya en Honduras y con Fernando Lugo en Paraguay.
Con acusaciones sin fundamento, pero intensamente difundidas por los medios, habían generado un clima favorable a la votación del impeachment de los presidentes. En el caso de Zelaya, con su secuestro y traslado hacia Costa Rica. En ninguno de los dos casos las acusaciones fueron comprobadas, pero la operación ya estaba en marcha y aprobada por el aparato judicial de los dos países. Los golpes blancos estaban dados.
Estos golpes blancos fueron condenados ampliamente, llegando incluso a que los gobiernos instalados tras el derrocamiento de Zelaya y Lugo fueran suspendidos de los organismos internacionales a que pertenecían –OEA, Mercosur, Unasur–, hasta que la legalidad institucional fuera restablecida, con nuevas elecciones. Sucedió así porque hay un entendimiento consensual en el continente de no reconocer a gobiernos que asuman rompiendo la legalidad por medio de golpes de Estado, aun los considerados blancos. Las elecciones se realizaron en esos países, pero los candidatos apoyados por los líderes depuestos no lograron triunfar, incluso por elecciones con fraude, en el caso de Honduras. En el caso de Paraguay, la división de las fuerzas que habían apoyado a Lugo dificultó también un triunfo electoral. No hay así condiciones para que golpes blancos sean aceptados en el consenso político democrático en América latina.
Brasil es un caso típico de derrota de la oposición en elecciones plenamente reconocidas pese a lo cual la oposición insiste en buscar pretextos para un impeachment de la presidenta Dilma Rousseff. No han encontrado ningún argumento real, pero insisten en el intento, como forma de sangrar al gobierno y de prolongar la inestabilidad política en el país.
Asimismo, no bastaría a la oposición eventualmente derrumbar a la presidenta con un impeachment, porque en nuevas elecciones el favorito es Lula. De ahí que parte del golpe blanco sea buscar sacar a Lula de la disputa electoral, mediante acusaciones igualmente sin fundamento, pero contando con sectores del sistema judicial que maniobran para forjar pruebas, con medios al servicio del golpe y con una Policía Federal que se presta a operaciones brutales de forma arbitraria.
Por ello la defensa de Lula se ha vuelto no sólo la defensa del más grande líder popular y democrático que Brasil jamás tuvo, sino también la lucha en contra del golpe blanco y la defensa de la democracia en el país. Atacar a Lula es parte de los intentos de golpe blanco. Ellos necesitan ser derrotados en todos los planos, porque la democracia brasileña no sobrevivirá con estos agentes de las nuevas dictaduras. Brasil necesita de líderes legitimados por el apoyo popular, cuya presencia en la vida política cotidiana fortalece a la democracia y hace renacer la esperanza de que Brasil pueda retomar la vía del desarrollo económico con distribución de la renta, que tanto bien hizo al país y a los brasileños.
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