Las palabras de Hugo Chávez sobre el papel de las empresas españolas en la región, si bien forman una retórica dirigida al aplauso de la tribuna popular, no dejan de tener asidero en una extendida opinión pública en América latina. En concreto, durante la ola privatizadora de los ’90, facilitada por los gobiernos neoliberales de Carlos Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú, Fernando Henrique Cardoso en Brasil y por la sucesión de mandatarios en Ecuador, Venezuela, Colombia y Centroamérica. El nicaragüense Daniel Ortega, en la alocución que siguió a la de Chávez en la Cumbre Iberoamericana, repasó un caso emblemático: la eléctrica Unión Fenosa, que tiene una deuda de 50 millones de dólares con el Estado de Nicaragua. El líder sandinista la describió como “una estructura mafiosa, con tácticas gangsteriles dentro de la economía global, de las que son víctimas nuestros países”.

Pero España, desde el gobierno de Felipe González en adelante, asume la defensa nacional de sus empresas a pesar de las fundadas denuncias de corrupción. Y el tildado de “fascista” por Chávez, el conservador José María Aznar, fue quien llevó adelante una segunda etapa de expansión de las empresas españolas en América latina. El líder del Partido Popular puso la política exterior de su país al servicio de unos pocos intereses empresarios. Si este escenario produce escozor en la región, es especialmente sensible en el caso de Venezuela. Chávez precisamente señaló a la elite empresaria española y a Aznar de “cómplices” del golpe contra él, acaecido en abril de 2002. Recuérdese que el canciller español, Miguel Angel Moratinos, había admitido en noviembre de 2004 que Aznar legitimó el golpe que efímeramente sacó a Chávez del poder. “Quise y quiero decir que (Aznar) endosó el golpe de Estado, que le dio legitimidad internacional.” Ayer Chávez no sólo no se calló: le preguntó al rey Juan Carlos si él también lo sabía.