Jueves, 26 de junio de 2008 | Hoy
EL PAíS › DOS REFLEXIONES ABORDAN DIFERENTES FACETAS VINCULADAS CON EL CONFLICTO AGRARIO
El plan sanitario anunciado por el Gobierno, su relación con la historia de las políticas de salud en el país y Latinoamérica. Debate con el espacio Carta Abierta: las cualidades de una “nueva izquierda” como origen del renovado conservadurismo.
Por José Carlos Escudero *
Hace unos días la Presidenta hizo un anuncio que no ha sido bien analizado por la sociedad argentina, pero que representa el cambio de una tendencia que duró mas de medio siglo en nuestro país: dijo que la mayor parte de las retenciones móviles al agro van a ser gastadas en la construcción de muchos hospitales y centros de salud para el sector público de salud: el nacional, provincial y municipal. La contundencia de la declaración y el monto del dinero que se va a gastar muestran que ésta no es una habitual promesa de campaña o de gestión, sino la enunciación de una política de Estado nueva en salud.
En efecto, hay que retrotraerse a la mitad del siglo pasado para encontrar algo parecido: las grandes inversiones a partir de 1946 en una salud estatal, gratuita, con acceso por derecho de ciudadanía y pagada por rentas generales, que acometieron Perón y su extraordinario ministro de Salud, Ramón Carrillo. A consecuencia de esto, todos los indicadores de salud nacional mejoraron en un lapso breve, y la población se encontró con que le era fácil acceder a una atención de salud de buena calidad, sin que le costara dinero el hacerlo. Esto, junto con tantas cosas más, se incorporó al imaginario colectivo de los años dorados de aquel primer peronismo que era proteccionista, keynesiano, industrialista, que reasignaba renta agraria, que había fundado, en este extremo del mundo, un Estado de Bienestar como los que despuntaban en Europa Occidental después del fin de la guerra.
La Revolución Libertadora –recordemos, apoyada por “el campo”, la Iglesia Católica y la virtual totalidad de los partidos políticos opositores– derribó en 1955 a ese gobierno democráticamente electo. Desde entonces todo fue barranca abajo para la salud colectiva fundada por ese peronismo, una cuesta abajo a veces más empinada (con Aramburu, Videla, Menem, De la Rúa), a veces menos (con Illia, Alfonsín, Néstor Kirchner), pero la tendencia fue clara debido a una salud estatal gratuita desfinanciada, capaz de cada vez menos prestaciones y cada vez más incapaz de regular un capitalismo sin controles que hacía –y hace– su agosto en el área de medicamentos. La tendencia de la mortalidad infantil argentina con respecto a otros países de América latina y el Caribe fue clara: en 1953 uno solo de estos países tenía una mortalidad infantil menor: Uruguay. El año 2003 nos superaban siete, entre ellos algunos que, de manera que puede resultar insoportable para el racismo argentino, tienen población parcial o dominantemente negra: Cuba, Barbados, Trinidad y Tobago.
En estos días está comenzando una nueva etapa política para Argentina, y la gimnasia desestabilizadora que comenzó a operar con el conflicto con “el campo” en el futuro se desplazará a otras áreas. Ante esta situación, recordemos que la oferta a la población de una salud gratuita a la que se puede acceder de manera fácil –sin esperas prolongadísimas, sin tener que dormir en el hospital para ser atendido el día siguiente, sin postergar meses una operación o un estudio que puede ser de vida o muerte– es una de las más fundamentales prioridades de cualquier gobierno, pero que además una salud de este tipo otorga legitimidad política al gobierno que pudo implantarla. Cuando Chávez tomó la fundamental decisión política de dar salud de este tipo a Venezuela tuvo que pedir la ayuda de Cuba en el área de recursos humanos, ya que Venezuela no podía proveerlos. Argentina tiene, afortunadamente, una plétora de éstos o puede capacitarlos en plazos breves, para que se conviertan en funcionarios del Estado, con contratos en blanco, derecho no negociable. Así tendrán empleo seguro, que defenderán si descubren que la desestabilización que amenaza a su gobierno puede poner a su trabajo en riesgo; que podrán agremiarse y que, keynesianamente, puedan activar la economía, en la cual gastarán sus salarios.
Aunque no puede criticarse el anuncio presidencial, dada la escasez de detalles, hay que notar que en construir hospitales y centros de salud se tarda años, que hasta entonces no hay necesariamente mejorías en la salud de la población, y que los hospitales, estos templos mediáticos, que lucen tan bien en las inauguraciones ante la televisión, pueden ser cascarones vacíos si carecen de un plantel de trabajadores. Habría sido mejor decir además que, a breve plazo, el Estado nacional se compromete a financiar puestos de trabajo adicionales en el sistema de hospitales y centros de salud que ya existen en provincias y municipios, reduciendo así las siniestras listas y los siniestros plazos de espera que sufre hoy nuestra población cuando quiere tratar su salud. Recordemos que la espectacular mejoría en la salud colectiva de Cuba empezó antes de la construcción de edificios, y que en Venezuela los médicos comunitarios empezaron a trabajar en casas de familia, mientras se construían los centros. En este sentido, Argentina está hoy mucho mejor dotada que Cuba o Venezuela en momentos similares. ¿De dónde puede salir el dinero para esta propuesta adicional? Fácil. Gracias a la timba financiera mundial que está especulando con el “commodity” soja y haciendo subir su precio rápidamente, de las retenciones móviles al agro.
* Médico sanitarista, miembro del consejo académico de la Cátedra libre de Salud y Derechos Humanos (UBA).
Por Roberto Gargarella y Rubén Lo Vuolo *
En los últimos tiempos se abrió un debate público en torno de la posible emergencia de una “nueva derecha”. Aunque podríamos compartir algunas preocupaciones expresadas en esa discusión, nos interesa interrogarnos acerca de si esa eventual emergencia no se explica en parte por las características de la “nueva izquierda” que podría oponérsele.
Según entendemos, un programa de izquierda debería apostar ineludiblemente por una mayor democratización política y un mayor igualitarismo económico. La mayor democracia política debe significar reformas destinadas a asegurar la redistribución de la autoridad política; la atomización del poder; incentivos para la intervención cívica en política –en definitiva, la recuperación por parte de la ciudadanía de su poder de decisión y control sobre los asuntos públicos–. El modelo político implementado en los últimos años representa, en cambio, el máximo ejercicio, en democracia, de la verticalización de la autoridad. No es que la reforma política no haya resultado como se esperaba. Ocurre que se la pulverizó y se la cambió por medidas destinadas a reforzar la autoridad presidencial. El presidente controla hoy áreas que nunca antes, gracias a la autoridad inéditamente delegada por el Congreso. Y lo hace bajo el control de una Comisión Bicameral Permanente, organizada a partir de una ley dudosamente constitucional, que ha aprobado hasta hoy todas las iniciativas del Ejecutivo.
Una agenda de izquierda requeriría mayor control popular sobre el uso de los fondos públicos. Sin embargo, lejos de promover –por caso– un presupuesto participativo, las reformas institucionales implementadas en los últimos años han seguido el camino directamente opuesto, asegurando menos poder al pueblo y máxima concentración de autoridad sobre el jefe de Gabinete, para permitirle que reasigne a voluntad las partidas presupuestarias (Ley de Administración Financiera). Peor aún, en tiempos recientes han proliferado fondos fiduciarios destinados a subsidiar capitalistas elegidos, con recursos subvaluados y compromisos de gasto incontrolables.
Un programa de izquierda exigiría la difusión de información plena y transparencia absoluta de la gestión de gobierno, para que el pueblo gane en conocimiento y control sobre la vida colectiva. Contra ello, lo que se observa es la destrucción de todos los indicadores económicos confiables, lo cual aumenta el poder de agentes económicos con capacidad de construir e imponer su propia visión de la economía.
La agenda de izquierda demandaría la democratización de la palabra y la comunicación públicas. El habitual vaciamiento del Congreso, sin embargo, conspira contra dicho ideal, pero mucho más cuando se le suma el fortalecimiento de los grandes medios de comunicación promovido en los últimos tiempos, luego de que –más allá de la retórica– se prorrogasen por 10 años las licencias (otorgadas por la última dictadura militar y el menemismo) a los actuales concesionarios de servicios de radio y televisión, mientras se procura el disciplinamiento y castigo a los medios supuestamente opositores a través del uso discrecional de la publicidad oficial.
La agenda de izquierda requeriría el fortalecimiento del control popular sobre el gobierno, y la injerencia directa de la ciudadanía en los órganos de la Justicia. Las reformas destinadas a ganar control ejecutivo sobre el Consejo de la Magistratura o el inesperado movimiento ejecutivo sobre el nombramiento de jueces subrogados (lo que le permite al gobierno, en los hechos, no sólo escapar del control popular, sino hasta eludir al Congreso en la designación de jueces) ratifican que, contra las esperanzas iniciales, también aquí se está transitando por el camino equivocado.
Insistiendo en el igualitarismo económico, por lo demás, el programa de la izquierda debería dar prioridad a una estructura tributaria progresiva que, ante todo, recaude allí donde se manifiestan las expresiones de riqueza y la capacidad contributiva. Por el contrario, lo que se ha hecho es aprovechar la estructura tributaria regresiva y los ingresos crecientes para otorgar exenciones tributarias a grandes empresas y subsidiar al capital amigo, sin reformar el impuesto a las ganancias, gravar a la renta financiera, a la transferencia de títulos de propiedad, a la herencia, etc.
Una propuesta de izquierda debería cuidar el balance intergeneracional de la riqueza. Contra ello, se permitió la extracción de la renta petrolera por grupos de capitales privados, drenando las reservas hasta llegar a niveles críticos y comprometer el autoabastecimiento. Esta expropiación para las futuras generaciones se conjuga con la falta de revisión integral de los procesos de privatizaciones, retomando el control público sobre áreas estratégicas imprescindibles como la energía. En lugar de buscar caminos para recuperar la propiedad pública de áreas estratégicas, se prefirió el eufemismo de “argentinizar” el capital facilitando el ingreso al negocio de los servicios públicos de capitalistas amigos, mientras se usan fondos públicos y se emite deuda para financiar obras que ofenden cualquier racionalidad moral y técnica.
Asimismo, a un programa de izquierda le correspondería orientarse a universalizar el acceso a políticas sociales de transferencia de ingresos, integrando a toda la ciudadanía en las mismas instituciones de protección social y promoviendo la autonomía y las capacidades personales. Del mismo modo, dicho programa no debería utilizar los fondos de políticas sociales para financiar al Tesoro, sino que debería utilizar los fondos para sostener una reforma del sistema de previsión social, otorgando derechos a la cobertura universal de una jubilación básica incondicional, retomando un esquema solidario sustentable financieramente.
Resulta claro, el mérito de un programa de izquierda no puede ser el de no reprimir a los sectores que protestan. Su mérito debe ser el de asegurar para todos, incondicionalmente, los derechos sociales que constitucionalmente les corresponden y que hoy se deniegan o conceden graciosamente, en la forma de favores o privilegios.
* Gargarella es constitucionalista (UBA-UTDT) y Lo Vuolo es economista (Ciepp).
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