EL PAíS

Nada nos puede pasar

 Por José Natanson

Nunca estás solo, somos el refugio, es el remolino, ese gusto a río.

Nunca estás solo, siempre habrá más sueño, abramos las jaulas, cantarán los pájaros

(...)

Siempre volvemos, prometemos cielos, nuevos juramentos,

y el verano eterno

Nada nos puede pasar.

Cris Morena, Verano del ’98

Como las películas de David Lynch, los artículos de Horacio González y la biblia para los protestantes, la crisis financiera tiene el encanto de la libre interpretación: cada uno puede decir más o menos lo que quiere, porque nadie sabe qué va a pasar. Aquí se ensaya una lectura más, precaria por necesidad: primero analizo las diferentes vías de contagio posibles, para América latina en general y para la Argentina en particular, y después explico por qué creo que la región se encuentra mejor preparada que en el pasado para enfrentar una eventual hecatombe; lo cual, por supuesto, no quiere decir que el futuro esté asegurado. Veamos.

Impacto

Los efectos de una crisis financiera como la actual nunca pueden ser neutros. Las vías de contagio existen, y son varias: para algunos países, como la Argentina y Uruguay, el problema es la baja de los precios de los commodities agropecuarios: la soja, para lamento de los productores y la retrospectiva alegría del joven Lousteau, pasó de 600 a 370 dólares la tonelada; evoluciones similares experimentaron el trigo y el girasol.

Otros países, como Venezuela y Ecuador, sufren el declive del precio del petróleo, hoy bien por debajo de lo 100 dólares, mientras que otros, como Chile, Bolivia y Perú –y en menor medida también la Argentina– se preocupan por la disminución de los valores de los minerales.

Pero éste no es el único problema.

En las economías más abiertas, el contagio también se produce por vía financiera. El caso más notable es el de Brasil, que últimamente (y especialmente, paradojas de la vida, desde que obtuvo el investment grade) recibió miles de millones de dólares de capitales especulativos, que buscaban aprovechar las altas tasas de interés de la mayor economía de Sudamérica, y que apreciaron el real hasta niveles insoportables aun para los aguerridos industriales de la Fiesp. Con la crisis, buena parte de esos capitales decidieron volar hacia destinos más seguros (los clásicos bonos del Tesoro norteamericano).

Hasta ahora, la Argentina ha logrado mantenerse relativamente a salvo de estas tormentas especulativas gracias a un diseño económico que no depende tanto del financiamiento internacional, menos como resultado de una astuta política de afirmación soberana que como consecuencia del particular proceso de salida de la crisis, el default del 2002 y la necesidad de buscar vías alternativas de autosostenimiento. Esto no implica, desde luego, que el país se encuentre al margen de los vaivenes de los mercados financieros: no es verdad, como afirman los nacionalistas nostálgicos, que se pueda vivir en permanente desacople, y tampoco es cierto, como sostienen los neoliberales remanentes, que la Argentina esté desenganchada del mundo. Los efectos se sentirán: la clave es estimar cuánto y de qué manera.

Otra posible vía de contagio es la comercial, dramática para países como México, que coloca el 85 por ciento de sus exportaciones en Estados Unidos, o Venezuela, cuyas exportaciones de petróleo se dirigen en un 75 por ciento hacia el mismísimo centro del imperio. En el Sur de la región, el bajón no es tan grave, porque el comercio exterior se encuentra comparativamente más diversificado, pero de todos modos puede haber problemas: la Argentina, por ejemplo, coloca el 13 por ciento de sus exportaciones en Estados Unidos.

Los pies sobre la tierra

Admitir que algo va a ocurrir no implica anticipar una catástrofe. La semana pasada, la Cepal anunció una reestimación del crecimiento de América latina para el 2009, que pasó del 4,7% anterior al estallido al 4% actual, un porcentaje de todos modos bastante aceptable. Y es que si se mira con un poco de atención el estado de las macroeconomías latinoamericanas, el panorama no es dramático, al menos por el momento.

Esto es resultado, en primer lugar, de fenómenos externos. La creciente demanda de productos primarios impulsada por China e India y el buen momento de la economía mundial generaron, en los últimos años, una mejora de los términos de intercambio, que subieron 33% en relación con los valores de los ’90. En combinación con las excepcionales condiciones de financiamiento internacional, América latina acumula ya seis años de crecimiento. Y, a diferencia de lo que ocurría a menudo en el pasado, con las variables macroeconómicas ordenadas, lo que ha llevado al economista colombiano José Antonio Ocampo a definir la situación como “la economía de la bonanza latinoamericana” (Revista de la Cepal Nº 93).

Pero la solidez de las economías de la región se debe también a decisiones propias. La primera tiene que ver con la deuda. Contra la difundida vulgata que afirma que el viento de cola fue desaprovechado, que no se explotó una oportunidad única y demás lamentos livianos, hay que decir que varios países, entre ellos el nuestro, aprovecharon las buenas condiciones internacionales para aligerar la carga de sus compromisos externos. La deuda argentina, que en el peor momento de la crisis llegó al 150 por ciento del PBI, hoy se sitúa en el 56. Además, la mitad de la misma se encuentra denominada en pesos (era el 3 por ciento en el 2001). La deuda brasileña también disminuyó en porcentaje y mejoró su perfil, resultado de la estrategia del gobierno de recomprar títulos viejos.

La segunda decisión importante es la acumulación de reservas, que en casi todos los países batieron records históricos –casi 200 mil millones en Brasil, cerca de 50 mil en la Argentina y 40 mil en Venezuela– y que hoy constituyen un colchón necesario para enfrentar la crisis.

En buena medida, todo esto es resultado de la estrategia de apropiarse de un mayor porcentaje de la renta nacional, en general derivada de la exportación de materias primas. Corazón de la política económica de los gobiernos posneoliberales, esta línea se ha llevado adelante con diferentes herramientas: nacionalizaciones (Venezuela y Bolivia), impuestos especiales a las exportaciones (Argentina y Ecuador), explotación de empresas nacionales (Chile, Venezuela, Brasil) y reformas impositivas (Uruguay).

Esto ha permitido un alto superávit fiscal, que no es un fenómeno natural sino el resultado de una serie de medidas económicas que –como toda decisión importante– generan ganadores y perdedores. En este caso, los sectores exportadores, cuyas superganancias se han visto parcialmente reducidas, lo que a su vez explica, más que el populismo de los presidentes o la maldad oligárquica opositora, el clima de polarización política que se vive en muchos países.

Finalmente, la relativa solidez de las economías latinoamericanas se debe a la decisión de evitar los derroches del pasado, cuando los períodos de bonanza se acompañaban por enormes déficit fiscales que generaban inflación y daban paso a ajustes mayúsculos. En casi todos los casos –Evo Morales se enorgullece de que su país tiene el superávit más alto del último medio siglo–, las variables se mantienen bajo control. Y esto –todo hay que decirlo– es una enseñanza virtuosa del neoliberalismo, convertida en parte esencial de los modelos económicos de los gobiernos progresistas (¿o en el sentido común de lo que debería ser una economía sana?).

En cadena

En este marco, no debería llamar la atención la coincidencia en el diagnóstico. La semana pasada, Michelle Bachelet responsabilizó por la crisis a “la avaricia y la irresponsabilidad de unos pocos, combinada con la negligencia política de otros”. Hugo Chávez, siempre exuberante, habló del fin del imperio. Y hasta Alvaro Uribe, insospechado de izquierdismo, no quiso dejar pasar el momento. “Todo el mundo ha financiado a Estados Unidos, y creo que ellos tienen una deuda recíproca con el planeta”, señaló. Las declaraciones de Cristina, tan criticadas por estas pampas, se quedan chicas al lado de las de Lula, que copio textualmente para mejor aprecio de los analistas ilustrados. “Nosotros limpiamos nuestra casa. Ellos no. Pasaron las tres últimas décadas diciéndonos que necesitábamos hacer nuestra tarea. Ellos no la hicieron. No quiero ser verdugo de Bush, pero necesito saber cómo debo programarme. (Los países ricos) necesitan asumir su responsabilidad (pues los países pobres) no pueden convertirse en las víctimas del casino instituido por la economía estadounidense.”

Algunas preguntas

Tarde o temprano, la crisis financiera llegará a nuestras costas. Y aunque la sensación es que no acabará en una súbita hecatombe, no estaría mal ir preparándose. Por ejemplo, ¿cómo se compensará el menor ingreso de dólares por la baja de los precios de la soja? ¿Qué se puede hacer para sostener el turismo, hoy la segunda fuente de divisas de nuestra economía, en un escenario de recesión mundial? ¿Cómo enfrentar una posible desaceleración de Brasil, de donde llegan la mayor parte de las inversiones y a donde se dirigen la mayor proporción de nuestras exportaciones? ¿Cómo enfrentar una avalancha de importaciones brasileñas propiciadas por un real devaluado? ¿Qué se puede hacer para compensar la contracción del crédito?

No se trata de oler el viento ni, mucho menos, de seguir los consejos de los mercaderes de catástrofes, que en el pasado nos llevaron a los peores lugares, sino de diseñar algunas medidas preventivas que permitan aprovechar al máximo las razonables condiciones actuales. En suma, hacer como Cris Morena –verdadero talento a la hora de anticipar los miedos y deseos de los adolescentes– y prepararnos para que, como en Verano del ‘98, nada nos pueda pasar.

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