EL PAíS › OPINION

Asamblea y democracia

 Por José Natanson

A propósito de la nota publicada por Roberto Gargarella y Maristella Svampa el 22 de enero en este diario (“Disparen sobre Gualeguaychú”), basada en una nota mía del domingo anterior (“La Asamblea, su ambición y sus límites”), quisiera responder con algunas ideas.

En el comienzo de su artículo, Gargarella y Svampa afirman que en América latina “la política institucional devino cada vez más autorreferencial, ligada a una democracia concentrada y decisionista, de marcado corte excluyente”, y que esto explica la multiplicación de “formas de democracia directa (...) En estas movilizaciones –agregan– cobró centralidad la forma asamblea como nuevo paradigma de la política desde abajo”.

Lo primero que convendría aclarar, para entender mejor de qué hablamos, es a qué se refieren con “democracia directa”. Si aluden a la capacidad de determinados colectivos de tomar decisiones reunidos en asamblea, entonces estamos de acuerdo. De hecho, así funcionan sindicatos, grupos de vecinos, organizaciones de desocupados, etc.

Los problemas empiezan cuando se alude a algo más. Una primera cuestión es el carácter vinculante de lo que se decide. Una asamblea puede tomar decisiones que involucren a sus miembros, pero no puede, al menos no legítimamente, decidir sobre otros grupos sociales. La asamblea de trabajadores de la Fiat puede decidir sobre su propio plan de lucha, pero no sobre el de los trabajadores de Peugeot o sobre el de todos los empleados de la industria automotriz (que justamente por eso recurren a formatos de democracia representativa para elegir a sus representantes sindicales).

Pero Gargarella y Svampa no son claros en este punto. Aluden a una “tipología de las asambleas”, que iría desde las “expresiones ordinarias” (los trabajadores de una fábrica, los movimientos territoriales) hasta casos excepcionales. Escriben: “Hay expresiones extraordinarias (la insurrección, la pueblada) en las cuales la asamblea deviene una institución en sí misma, esto es, autosuficiente y soberana”. Los ejemplos serían Gualeguaychú y Cutral-Có.

La equiparación de “democracia directa” con “insurrección” o “pueblada” es cuanto menos problemática, porque, ¿quién y cómo decide que la asamblea es “autosuficiente y soberana”? ¿Soberana respecto de qué población, qué territorio? Por ejemplo, la asamblea de ciudadanos de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, es mayoritaria dentro del territorio departamental y llegó a reunir a un millón de personas en un cabildo abierto. ¿Puede definirse como “soberana” y declarar su independencia del gobierno de Evo Morales? Otro ejemplo: en el conflicto del campo, hubo asambleas que recurrieron a lo que Gargarella y Svampa definen como “acción colectiva no institucional” (el corte de rutas), concentraciones masivísimas e incluso un conato de “insurrección” en Barrio Norte. ¿Tenían derecho De Angeli y Cía. a constituirse en un sujeto político “autosuficiente” y “soberano”?

En realidad, las expresiones de democracia directa que se han multiplicado por la región son situaciones puntuales en el marco del funcionamiento, por otra parte bastante defectuoso, de las democracias representativas. Incluso los ejemplos favoritos de los investigadores (los movimientos sociales bolivianos) llegaron al poder, finalmente, gracias a un triunfo en elecciones. Pero aceptemos (supongo que hasta Gargarella y Svampa estarían de acuerdo) que las democracias latinoamericanas son en esencia democracias representativas (aun asumiendo que existe un boom de democracia directa dentro de ellas, cosa que me parece discutible). La pregunta es si estas expresiones de democracia directa completan (y tal vez enriquecen, pero subordinándose) a la democracia representativa, o si procuran suplantarla.

Si se trata de complementar a la democracia representativa, la democracia directa puede ser una excelente herramienta (plebiscitos, consultas populares, presupuestos participativos). Pero si se trata de suplantarla, entonces hay que introducir la pregunta por la legitimidad: ¿quién establece que una democracia representativa es, recurriendo a los adjetivos de la nota, “concentrada” y “excluyente”, y que una asamblea se convierte en “soberana”?

Si yo viviera en Gualeguaychú, podría pensar que el intendente, el gobernador y la Legislatura son altamente representativos, que expresan perfectamente lo que pienso y que la democracia provincial es abierta e incluyente. Y podría pensar también que la asamblea está compuesta por unos pocos vecinos que no me representan. Y como tal vez existan miles de personas que piensen como yo, ¿cómo definimos quién tiene razón? Bueno, justamente para eso existen las elecciones. Supongamos que mañana una asamblea de comerciantes de Gualeguaychú perjudicados por el piquete se propone despejar el puente internacional. ¿Quién decide quién tiene razón? Gargarella y Svampa podrán argumentar que se trata de una asamblea fabricada por el Gobierno. Pero, ¿quién decide qué asamblea es buena y cuál es mala? ¿Cómo resolvemos la disputa? Una forma es por la fuerza de los hechos: una lucha de asambleas que probablemente conduzca a la violencia. La otra es por medio de la democracia representativa, que tiene sus mecanismos para dirimir este tipo de controversias: la decisión de los representantes elegidos en comicios libres, o incluso a través de mecanismos de democracia directa incluidos dentro de las instituciones representativas, como el plebiscito (propuesta a la que curiosamente se oponen los asambleístas, aunque no sabemos qué piensan Gargarella y Svampa).

Insisto: en su defensa de las asambleas, los autores no dejan claro si la democracia directa debe suplantar o complementar a las instituciones representativas, aunque parecería que se inclinan por lo primero. Retomando mi afirmación de que las asambleas “a menudo resultan poco prácticas y escasamente constructivas”, escriben: “Si definiéramos ‘práctico’ como ‘capaz de servir prontamente a la voluntad de aquellos a quienes representa’, la democracia representativa resultaría mucho menos ‘práctica’ que la asamblea entrerriana”. Aquí la asamblea queda, como al pasar, expuesta como alternativa a la democracia representativa.

Unos párrafos más abajo, utilizan estas mismas frases para una afirmación sumamente reveladora. Cito textualmente: “Decir que el asambleísmo funciona ‘sólo en ciertas circunstancias’ que no se definen o que se apoyan sólo en el propio juicio es no decir nada (...) Finalmente, la democracia y la dictadura también funcionan ‘sólo en ciertas circunstancias’, pero dicha afirmación no agrega nada a lo que ya sabemos del mundo”. Pero sí agrega, y mucho. La dictadura no funciona “en ciertas circunstancias”, como escriben, muy clarito, Gargarella y Svampa. La dictadura no funciona nunca porque es dictadura. En cambio, la democracia puede tener muchos problemas, pero siempre es mejor que una dictadura. Hay una diferencia que no es simplemente instrumental, sino de esencia, entre ambas cosas.

Los párrafos sobre el caso de Gualeguaychú, definido como “el pico más alto de la corta historia asamblearia de la Argentina”, están al final de la nota. Para Gargarella y Svampa, los límites de esta experiencia no se explican por la “dinámica asamblearia”, sino por dos cosas: en primer lugar, por haberse aferrado a un método único de protesta (coincido con la idea, aunque yo creo que fue justamente la “dinámica asamblearia” la que llevó a eso). El otro límite que mencionan es llamativo: consistiría en “haber desarrollado una fuerte matriz nacionalista y estatalista, que se dirigió principalmente a impulsar acciones del Estado argentino en pugna con el Estado uruguayo, dificultando o hasta dinamitando la organización, alianza y acción transfronteriza de las sociedades civiles a ambas orillas”. Decir “nacionalista” y “estatalista” es una curiosa forma de referirse a la decisión de la asamblea de apelar a las autoridades legítimamente constituidas (el gobernador, el presidente, el Congreso). Pero, ¿a quién más podrían haberse dirigido? Gargarella y Svampa proponen articular alianzas al otro lado del río, aunque cabe preguntarse con quiénes y de qué modo, dado el rechazo casi unánime que genera la Asamblea de Gualeguaychú en la “sociedad civil” uruguaya.

Finalmente, un último comentario sobre la intencionalidad de mi nota. Me acusan de querer “generar aprensión contra la democracia directa”. Pero mi objetivo no era destruir a la democracia directa (¿por qué querría hacer semejante cosa?), sino exponer sus límites (de hecho ése era el título de mi artículo y por eso mencioné Gualeguaychú, pero también diciembre del 2001). Y si me referí al plebiscito por la Ley de Caducidad, en el cual la sociedad uruguaya rechazó el juzgamiento de los represores de la dictadura, no fue, como sugieren ellos, para vincular perversamente a la democracia directa con los crímenes de lesa humanidad, sino para tratar de pensar sus límites. Para Gargarella y Svampa, el ejemplo era “innecesario e irrelevante”, pero yo creo que ayuda a reflexionar acerca de hasta dónde debería llegar la democracia directa. De hecho, en su nota ellos dicen vagamente que “la filosofía política se viene ocupando” de este debate, pero no agregan nada más: no es que haya una solución (por eso escribí una pregunta) pero al menos podrían explicar qué piensan (yo no lo tengo claro).

Y así llegamos a la cuestión del tono. En el inicio de su artículo, Gargarella y Svampa sostienen que “los académicos, periodistas y funcionarios”, que antes “no dudaban en alentar el más crudo nacionalismo de los asambleístas”, actualmente “se aprestan a celebrar, Gendarmería mediante, la caída de Gualeguaychú”. Lo que cambió, dicen, no es la asamblea, sino “los tiempos políticos del Gobierno”. Más adelante califican a mi artículo de “políticamente intencionado” y me acusan de escribir una nota “temerosa, imprecisa y políticamente cargada en cada uno de sus tramos”. También dicen que pongo “freno y marcha atrás” en cada afirmación y que rodeo “cada frase de un velo de ambigüedad”, para que sea “menos obvio” lo que digo. Finalmente agregan: “el autor (escribe) sabiendo que quiere afirmar como cierto algo que los hechos no le permiten sostener”.

Es decir, que escribo deshonestamente y que formo parte de una campaña, supongo que orquestada por el Gobierno. Pero yo nunca alenté “el más crudo nacionalismo”, y los desafío a encontrar algo que lo pruebe. Si otros lo hicieron –por ejemplo, el Gobierno–, me tiene sin cuidado. Además, pensar que escribo lo que escribo no porque crea en ello, sino porque formo parte de una campaña, es una acusación poco feliz. Con la misma liviandad, yo podría afirmar que es imposible que ellos crean las cosas que dicen y que, si lo hacen, es porque les resulta útil para su vida profesional o porque les genera réditos académicos (aunque yo no creo eso: creo que Gargarella y Svampa creen en lo que dicen, aunque yo piense que están equivocados). Suponer que el que dice algo lo dice porque le conviene y no porque lo piensa es una forma fea de empezar una discusión interesante.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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