Sábado, 4 de abril de 2009 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
Por Luis Bruschtein
En una sociedad donde el concepto de democracia estaba degradado a una expresión hipócrita y miserable tras décadas de golpes y períodos de vigilancia y nuevo castigo, la elección de Alfonsín en 1983 fue una sorpresa. Con todas sus debilidades y limitaciones, Alfonsín tenía una idea democrática que se sobreponía a esos antecedentes, a la de la mayoría de su partido y de la oposición justicialista y también a la del promedio de la sociedad. Pero hay cierta hipocresía morbosa en las expresiones que se han hecho tras su muerte. Porque ahora todos lo califican como “padre de la democracia” y olvidan que tuvo que irse seis meses antes del gobierno porque ni siquiera obtenía el respaldo de la mayoría de los que hoy se rasgan las vestiduras. En esa construcción interesada queda justamente el Alfonsín cuya marca sobre los años que vendrían no fue tan positiva, cuando tuvo que desandar muchos de los logros y objetivos que se había propuesto al comienzo de su gestión.
Tras años de hegemonías supuestamente indiscutidas, como en la dictadura o después, con el neoliberalismo, la misma sociedad –o gran parte de ella, sobre todo en las capas medias– que fue soporte de ese predominio se vuelca al discurso opuesto y se abren etapas de fuertes pujas entre esas cosmovisiones antagónicas. De alguna manera, en ese aspecto están hermanados, pese a sus diferencias, Alfonsín y Néstor Kirchner.
Alfonsín fue elegido en 1983 por una sociedad que había sido muy permeada por el discurso autoritario de la dictadura en todos los planos. En contraposición, la campaña alfonsinista había sido la de contenidos más democráticos. Era una sociedad que estaba harta de los golpes militares, pero que mantenía resabios recónditos de los años de plomo. En ese sentido, el Alfonsín del ’83 tenía claras las consecuencias que implicaba la democracia. Por eso, en sus primeros años enfrentó a los militares por el juicio a los comandantes, confrontó con Reagan por su política intervencionista, polemizó con la Iglesia por los derechos humanos, la educación y el divorcio, visitó Cuba y resistió los primeros embates de los privatizadores y el FMI. Todos esos sectores afectados por sus políticas lo siguieron detestando cuando ya no estaba en el gobierno e incluso algunos conspiraron para su caída. Y varios de esos hoy lo exaltan. Este era el Alfonsín que se ganó muchos enemigos pero que logró avanzar en la democratización de la sociedad.
En la segunda etapa de su gobierno fue perdiendo en todas esas pujas. La Iglesia se impuso en el Congreso Pedagógico. Debió ceder a las presiones del FMI por la deuda externa y así empezó con la “economía de guerra”. Y entregó el punto final y la obediencia debida a los militares. A lo largo de ese proceso fue perdiendo el respaldo masivo que lo había llevado a la presidencia. Y cuanto más se debilitaba y cedía, más lo empujaban al precipicio. Hasta que llegó la hiperinflación y el golpe de mercado y tuvo que adelantar varios meses su salida.
Decir que perdió ese respaldo porque había comenzado a ceder sería falso. En algunos casos fue así. En contrapartida, parte de su respaldo se fue desgastando en esa confrontación y muchos de los que lo votaron para que abriera esos caminos se asustaron por sus consecuencias, en cuanto a tensión y conflicto, y se fueron alejando. Pero a la inmensa mayoría de su base electoral del ’83 la perdió por la situación económica en una crisis que fue aprovechada y estimulada por quienes lo habían enfrentado en los conflictos anteriores.
La imagen de Alfonsín que ha primado en la exaltación de su figura tras la muerte está mayoritariamente construida por quienes lo enfrentaron por derecha, tanto en su partido como en la sociedad en su conjunto.
El titular de la Sociedad Rural subrayó la capacidad de diálogo del ex presidente y se olvida de que cuando Alfonsín asistió a la Rural fue humillado con una sostenida y fuerte silbatina, para la cual los productores rurales se habían preparado con pitos y matracas. Editorialistas de La Nación que en su momento lo condenaban duramente por su política de derechos humanos y el enfrentamiento con las Fuerzas Armadas ahora dicen que lo extrañan. Y en ese entonces lo mostraban como un inútil.
Los empresarios, aquellos famosos “capitanes de la industria” que habían sido favorecidos por sus políticas, hablaban pestes del ex presidente y durante bastantes años ninguno quería “quemarse” saliendo en una foto junto a él. Y por supuesto la Iglesia, que en ese momento insistía con “la reconciliación de los argentinos”, contraponiendo esa reconciliación a los juicios por violaciones a los derechos humanos. Habría que recordar la ríspida disputa de Alfonsín con el obispo castrense de ese entonces, José Miguel Molina.
Este diario informó sin complejos sobre las medidas de avance y consolidación de la democracia cuando los demás lo defenestraban, pero también informó sin complejos sobre el Alfonsín del punto final y la obediencia debida o el de los dos demonios, así como sobre muchas de sus decisiones económicas y políticas, como el Pacto de Olivos. Pero no fueron las miradas críticas publicadas en Página/12 las que provocaron su salida anticipada de la Casa Rosada. Y esas miradas críticas no impiden el reconocimiento del peso histórico de su figura como el primer presidente de la democracia en una situación extremadamente difícil.
Ese fue el Alfonsín real, con el que se puede coincidir o no y la mayoría de las veces ambas cosas. La imagen pasteurizada, santificada o marketinizada que se ha promovido tras su muerte da la idea de una persona que, si hubiera asumido como presidente en el ’83, no hubiera podido marcar la diferencia con el resto del sistema político. Y quizás allí esté la explicación de la forma en que se construyó esa figura de ocasión con un discurso que no lo diferencia del corriente.
Resulta chocante cuando solamente se lo reivindica por su “capacidad de diálogo” y su esfuerzo por la “unión de los argentinos”, porque esas dos ideas fueron usadas para combatirlo cuando lanzó el Juicio a las Juntas o cuando polemizó con la Iglesia. Hay una intención manifiesta en oponer estos argumentos cuando la política avanza sobre intereses concretos o privilegios establecidos. El afectado acusa entonces de “dividir al país” o de no abrirse a un diálogo que preserve sus intereses y privilegios. Los que interpretan el diálogo de esa manera se refieren al punto final y la obediencia debida como ejemplo, cuando en realidad fueron una gran injusticia y un retroceso en el camino abierto con los juicios. El mismo Alfonsín reconocería después que esas leyes habían sido fruto de una circunstancia histórica especial. Estaba reconociendo que debió hacer esas concesiones para terminar con los levantamientos carapintada y el malestar en las Fuerzas Armadas, lo que tampoco consiguió porque las rebeliones y conspiraciones continuaron.
Tampoco es casual que se tomen esas dos ideas cuando las críticas de la Mesa de Enlace y de la oposición, contra el Gobierno, transcurren sobre esos dos argumentos. Se hace jugar esa imagen interesada en el juego político entre oposición y oficialismo. Y el radicalismo pierde la oportunidad de reivindicar a un político diferente entre sus filas. Un político que en el mejor momento de su vida apostó por lo que él pensaba que era una transformación de la sociedad con un sentido progresista, aunque tuviera que pisar algunos callos. No se lo reivindicó así. Ese Alfonsín polémico, confrontativo y cabezadura no apareció en la imagen que se reivindicó tras su muerte. Alfonsín no hablaba como De la Rúa o Angeloz, pero lo hicieron hablar así. El que diga que era fácil discutir con Alfonsín es porque no lo conoció.
La multitud que asistió a su velorio y luego a su entierro expresó un agradecimiento muy sentido por el profundo alivio que sintió la sociedad cuando salió de la dictadura. No fue artificial o prefabricado sino extendido también a muchos que no pensaban como él. Pero la pobreza de esa figurita de Billiken con que se lo reivindicó a nivel mediático y discursivo achicó ese sentimiento tan ligado a las expectativas épicas del ’83 y lo ató a uno más pequeñito relacionado con las próximas elecciones legislativas.
Se podrá estar de acuerdo con él o no, criticarlo, pensar que estaba equivocado, cuestionar muchas de sus decisiones políticas, económicas y sociales, sus alianzas o algunos de sus manejos, y hasta condenar las concesiones que hizo, pero nadie puede decir que Alfonsín fue la continuidad de la dictadura en la política, lo que hubiera sucedido si en su lugar hubieran estado muchos de los otros políticos de ese momento, de su partido o de la oposición, que hubieran “dialogado” con los militares para preservar “la unidad nacional”. Esa fue la diferencia, puntual, concreta. En lo demás podía ser más o menos parecido a los otros políticos, porque era un político. Esa fue la diferencia que borraron en los discursos.
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