EL PAíS › OPINION

Los ’80, el parlamentarismo y el cinturón por encima de la cintura

 Por José Natanson

Lógicamente escandalizado con las “candidaturas testimoniales”, el ministro de la Corte Suprema, Raúl Zaffaroni, volvió sobre una de sus viejas obsesiones. “Ha llegado el momento de empezar a pensar en pasar a un sistema que permita cambiar un gobierno sin matar a nadie”, declaró Zaffaroni. Y agregó: “Estas características que estamos viendo serían normales en un sistema parlamentario, incluso hasta el adelantamiento de las elecciones”. El debate sobre el parlamentarismo, entonces. Una vez más.

Defensa y crítica del parlamentarismo

El primer argumento de los defensores del parlamentarismo es que tiende a atemperar el poder del líder supremo y evita la concentración de poder. Pero no es así. En los sistemas parlamentarios, como se sabe, no hay separación entre Ejecutivo y Legislativo, que forman una sola entidad. En el presidencialismo, en cambio, los poderes están divididos, y cada uno cuenta con su propia legitimidad de origen, ya que tanto los legisladores como el presidente son el resultado de elecciones (en el parlamentarismo se vota sólo a los legisladores, que a su vez, muchas veces tras formar coaliciones, eligen a uno de ellos como primer ministro). El parlamentarismo, entonces, tiende a producir gobiernos fuertes, que sí o sí cuentan con mayoría parlamentaria.

Los defensores del parlamentarismo a veces recurren a un argumento que es el inverso del anterior. Sostienen que, al alinear automáticamente al Ejecutivo con el Legislativo, el parlamentarismo define mayorías más estables, lo cual tendría varias ventajas: agilizar las decisiones, evitar los bloqueos entre poderes y generar un mayor control por parte de la sociedad, que puede identificar más fácilmente quién es el responsable de cada decisión.

Aunque esto puede ser cierto, también es verdad que, en un sistema parlamentarista, ante la pérdida de mayoría, el Parlamento puede retirar el voto de confianza al gobierno y convocar a elecciones. Y si por un lado esto permite evitar los clásicos períodos de debilidad presidencial (típicamente, cuando el presidente pierde las elecciones de mitad de mandato y todavía debe gobernar durante un par de años), por otro genera no más sino menos estabilidad, en la medida en que un cambio electoral suele repercutir de manera muy directa en la caída de un gobierno.

Hay otros argumentos a favor del parlamentarismo, también muy discutibles: que tiende a generar consensos y coaliciones (lo cual es cierto en algunos casos, como Alemania, pero no en otros, como Gran Bretaña), que no produce liderazgos hegemónicos (lo cual es rotundamente falso, y si no recordemos a Thatcher, Felipe González, Adenauer) y que fomenta la deliberación (lo cual podría ser cierto). En todo caso, el parlamentarismo requiere partidos más o menos orgánicos y bloques legislativos más o menos constantes y disciplinados, pues de otro modo se transforma en un asambleísmo estéril. Y nada de esto existe en Argentina.

Flexibilidad presidencial

Estos argumentos han sido largamente debatidos por politólogos reconocidísimos como Juan Linz, Arturo Valenzuela, Adam Przeworski y Matthew Shugart, entre tantos otros, cuya pertinencia para el caso argentino se discute en blogs politológicos como La barbarie o El criador de gorilas. El lector puede remitirse a estos espacios para profundizar el debate teórico. Aquí agregaremos un argumento más, que a menudo se pasa por alto, acerca de la flexibilidad del sistema presidencialista. Supuestamente, uno de los defectos del presidencialismo es la rigidez que deriva de la duración fija del mandato del presidente, lo que en teoría priva al sistema de la capacidad de adaptación necesaria en momentos de crisis. Sin embargo, la experiencia latinoamericana de los últimos años pone en cuestión esta vieja tesis.

Entre 1999 y 2001, cuatro países latinoamericanos experimentaron cambios de gobierno en contextos de crisis partidaria y furia social. En marzo de 1999, tras el asesinato del vicepresidente, el Congreso paraguayo destituyó al presidente, Raúl Cubas Grau, y designó en su reemplazo al titular del Senado, Luis Angel González Macchi, que gobernó hasta las elecciones siguientes. En Perú, en noviembre de 2000 y tras la renuncia de Alberto Fujimori, el Congreso designó al senador Valentín Paniagua como presidente transitorio hasta los siguientes comicios, en los que se impuso Alejandro Toledo. En Ecuador, fue también el Congreso el que lideró las complicadas negociaciones luego de la caída de Jamil Mahuad y, un par de años después, el que organizó el gobierno tras la destitución de Lucio Gutiérrez. En Argentina, luego de los cacerolazos y saqueos de diciembre de 2001, el Congreso designó a Eduardo Duhalde, como parte de un acuerdo radical-peronista que permitió recuperar la paz social, ordenar la economía y organizar nuevas elecciones.

En todos los casos, la caída del presidente produjo un vacío de poder que fue ocupado por el Parlamento. Y fue el Parlamento el espacio en el que, tras negociar trabajosos consensos multipartidarios, se designó a un líder de reemplazo –o donde se fortaleció a un debilitado vicepresidente–, que se encargaría de ordenar la situación hasta la próxima convocatoria electoral, que le devolvería el poder a un candidato surgido de las urnas.

Estas situaciones, que Fabián Bosoer definió como “presidencialismos de emergencia” o “neo-parlamentarismos de crisis” (El auto-rescate de las democracias latinoamericanas. Una hipótesis sobre la eficacia del componente parlamentario, Flacso) revelan una flexibilidad inesperada en nuestros criticados sistemas presidencialistas, que lograron procesar cambios de gobierno, en algunos casos acompañados por dramáticos desplomes económico-sociales, sin que por ello colapsara todo el sistema. El hilo institucional, muy tironeado, nunca se rompió del todo. En tecnojerga politológica: la crisis de gobierno no produjo, como se suponía, una crisis de régimen.

Ochentas

El parlamentarismo se idealiza por la sencilla razón de que es el sistema prevaleciente en Europa, aunque atribuir los niveles de desarrollo o la estabilidad democrática del Viejo Continente a su tipo de régimen es cuanto menos exagerado. De hecho, a menudo se pasa por alto que el parlamentarismo prospera en Europa y unas pocas ex colonias británicas, como Australia o Nueva Zelanda (aunque no en todas: ¿o alguien piensa que Pakistán y Jamaica son ejemplos de estabilidad política y continuidad democrática?). Pero no ha generado los mismos resultados en otros países. No sólo Suecia o España son parlamentaristas, también lo son Bangladesh, Turquía, Bután, Marruecos y Tailandia.

Pero incluso dejando de lado el debate sobre las eventuales ventajas del parlamentarimo hay un argumento difícil de rebatir: no existen antecedentes históricos del tránsito de un sistema presidencialista a otro parlamentarista de manera más o menos pacífica.

¿Por qué, entonces, tanta insistencia? Zaffaroni no es el único que machaca con el tema. Otros juristas respetados, como Carlos Nino, quizá por esa cierta inclinación de los abogados hacia las operaciones de ingeniería institucional, acuerdan con Zaffaroni. Y también algunos políticos: en 1985, Raúl Alfonsín lanzó el Consejo para la Consolidación de la Democracia, una comisión asesora de alto nivel que recomendó una reforma constitucional hacia un régimen parlamentarista. Eduardo Duhalde –que en este como en otros aspectos piensa como pensaba el ex presidente– calificó el presidencialismo de “nefasto” y sugirió una reforma constitucional. Incluso Néstor Kirchner, en un olvidado libro de conversaciones con Torcuato Di Tella (Después del derrumbe. Teoría y práctica política en la Argentina que viene, Galerna) defendía el parlamentarismo como una “opción mejor”.

La obsesión de tantos políticos e intelectuales argentinos por el parlamentarismo tal vez se explique por su pertenencia generacional. Se trata en general de dirigentes que florecieron a partir de 1983, cuando la transición española funcionaba como modelo para los pasajes a la democracia en América latina. Como Serrat, el viagra y el cinturón por encima de la cintura, el parlamentarismo es una afición de gente mayor, que no genera entusiasmos equivalentes en treintañeros o cuarentones. En este marco, el debate sobre la conveniencia de cambiar el tipo de régimen es, como Michael Jackson y los jeans nevados, un resabio de los ’80. Definitivamente retro: pensar que el problema institucional de la Argentina reside en el presidencialismo –y no, digamos, en el sistema de partidos, las características del federalismo o la cultura política– equivale a pensar que el quiebre de la República de Weimar se debió al sistema parlamentarista y no a la hiperinfalción, el aumento del desempleo o los choques entre los nazis y los comunistas.

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