Domingo, 27 de diciembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Grüner
El pasado 21 de diciembre, Donatella Castellani publica en este mismo medio una estupenda columna en la cual manifiesta su desacuerdo con otra que yo mismo había publicado el 14 de diciembre anterior, y en la cual cree percibir que yo subestimo “el hecho de que hace un tiempo, subrepticiamente, en el aire público están apareciendo zonas casi irrespirables, malolientes, contaminadas con palabras que uno creía (esperaba) enterradas para siempre”.
Debo decir, para aclarar mi posición desde el principio, que Donatella tiene toda la razón. No digo que la tenga, necesariamente, en leer que yo “subestimo” todo esto que ella señala. Le podría objetar que en verdad la intención del artículo era mostrar, precisamente, que el señor Posse no tiene ninguna importancia en sí mismo (de hecho, hago el esfuerzo de no nombrarlo nunca, para “despersonalizar” la cuestión), sino en todo caso como síntoma de otra cosa, que Donatella analiza con pertinencia. Pero, en verdad –ya sea que yo me haya equivocado o que ella me haya malinterpretado– la “defensa” de mi artículo no tiene ninguna importancia. Lo que importa es discutir la cuestión. Donatella detecta correctamente que estamos contaminados por una enfermedad –aunque ella no la llama así– del lenguaje (no sólo) argentino. Esa enfermedad, por supuesto, puede a su vez ser también un síntoma de cosas más graves que las expresiones coloquiales, incluso las de Susana Giménez. Pero insistiré con el término “enfermedad”, básicamente por dos razones: primero, porque tiene un alto nivel de especificidad y autonomía, que no permite reducirlo a los conceptos, ideas, deformaciones ideológicas o lo que fuere, que esas palabras se limitarían a “comunicar”: el lenguaje nunca se limita a la “comunicación”, sino que produce pensamiento, y a veces –dadas determinadas condiciones– también acción; tiene, en efecto, una potencia “perlocutiva” o “performativa”, como lo sabían muy bien los antiguos retóricos de la Magna Grecia, y hoy los publicitarios o acuñadores de consignas políticas (y desde luego, en un sentido completamente distinto, los psicoanalistas). Y segundo, el lenguaje –como aprendimos, entre otros, en Bakhtin– no es una mera excrecencia “superestructural” de las bases materiales o las relaciones de producción (como pretendía ramplonamente el gran “lingüista” compatriota de Bakhtin, Josef Stalin) sino que es un escenario privilegiado de los conflictos sociales y culturales, de las hegemonías ideológicas y las resistencias a ellas, y en el límite de la mismísima lucha de clases. La heteroglosia, como denominaba el mismo Bakhtin a la polifonía conflictiva de múltiples y frecuentemente contrapuestos “acentos sociales” que atraviesan a cualquier sociedad aunque sus miembros compartan la misma lengua (ni hablemos ya en sociedades plurilingüísticas como tantas de las que existen en nuestro propio continente), esa “heteroglosia”, decíamos, es algo que el poder necesita imperiosamente reprimir desde su hegemonía cultural, para “comunicar” la (falsa) impresión de una unidad lingüística que sería expresión a su vez de una totalidad social, política y cultural sin quiebres internos (el famoso ser nacional, digamos). Ya la Revolución Francesa logró hacer esto en la modernidad: el solo hecho de que se dé por naturalizada la denominación de “francesa” para una revolución en la que la mayoría de aquellos que la hicieron en las calles no hablaban francés (sino vasco, gascón, bretón, languedoc, langue d’oeil, etcétera) es una palmaria demostración.
Y bien: ésta es, hoy, nuestra (gravísima) enfermedad lingüística. Quiero decir: la “industria cultural” en general, y los grandes media en particular, pero también una “sedimentación” de odios de clase larvados, al acecho de la mejor oportunidad para olvidar la maldita “corrección política” junto con la idiomática –oportunidad restablecida desde marzo de 2008, para ponerle una fecha emblemática–, han conseguido enfermarnos a todos con la creencia de que las palabras no tienen más importancia que la de proyectiles lanzados contra el enemigo, disimulando el hecho de que es al interior de esas mismas palabras, en sus diferenciales acentuaciones sociales, que se juega la línea divisoria amigo/enemigo. Las palabras son, así, como pares de medias que uno se saca o se pone según haga frío o calor: meros instrumentos que se usan según la ocasión. Pero cualquier instrumento, desde el más tosco martillo, no digamos ya las palabras de una lengua, es ante todo una relación social: es algo que hace ekklesia, como llamaban los griegos al ágora de discusión pública; es un re-ligare (de donde proviene la palabra “religión”), es una producción de lazos sociales que conforman una “comunidad”. No en vano Heidegger calificaba al lenguaje como la casa del Hombre: sin él no somos mejores que un animal a la intemperie, dispuesto a lo que sea para alimentarse. Pero no: el lenguaje, a los argentinos, se nos ha transformado en basura que apartamos con el pie o que recogemos si nos presta alguna utilidad efímera. La cosa no parecería ser grave cuando se limita a que los adolescentes supriman las vocales en sus mensajitos de texto (entre paréntesis: otro gran semiólogo ruso, Yuri Lotman, bautizó como Sistemas de Modelización Secundaria, SMS, a esos “códigos de códigos” meta-lingüísticos, como el arte: pero SMS es una abreviatura que no podremos usar nunca más en la universidad, porque los alumnos creerán que estamos hablando de sus celulares), o cuando usan expresiones como “Dale, bolú, que está bueno” (aunque cierto espíritu “conservacionista” –que no es lo mismo que conservador– podría regañarlos por arruinar la gramática de la exquisita lengua de Cervantes, y de paso recordarles que “está bueno”, como sustituto condensado de las correctas “está bien” y “es bueno”, hace desaparecer una diferencia específica de la lengua castellana –la distinción entre ser y estar, que no existe en otras lenguas occidentales– y además, casualmente, aplicada a Buenos Aires es una consigna macrista: “por algo será”). La cosa se pone más seria cuando, por ejemplo, se naturaliza la palabra “yegua” para hablar no sólo de una mujer que “está buena”, sino de la presidenta de la Nación, y no justamente para elogiar su atractivo femenino. Y no me refiero a la utilización de la palabra por parte de desaforados fascistas que intervienen frecuencias de radio helicopterales, sino por compuestas señoras de clase media que bajan en ascensor del consultorio dermatológico (alguien muy cercano a mí fue testigo presencial de esta “acentuación social”), y que utilizan el epíteto con perfecta naturalidad y desapasionadamente, como si fuera el nombre propio de la aludida. Y no importa, si cabe aclararlo, la posición política que se tenga respecto del actual gobierno nacional: lo que importa es la serie semántica en la que esa metáfora zoológica entra. Piénsese: los nazis llamaban ratas a los judíos, los turcos gusanos a los armenios, los hutus cucarachas a los tutsies, los militares argentinos gérmenes o virus a los “subversivos”. Todos bichos repugnantes y transmisores de enfermedades, cuya eliminación en masa nadie medianamente sensato objetaría. El lenguaje es “performativo”: empieza por autorizar simbólicamente la liquidación física del Otro. Frente a eso, sin duda, palabras como yegua, o del otro lado, gorila, o monos (como se les dice a veces a los negros) e incluso, desde mucho más atrás, mulato (proveniente de ese mulo que es una mezcla “artificial” de caballo con burra, o algo así) tienen alguna mayor dignidad zoológica que la de aquellos insectos y roedores (y acabo de recordar que bolita, como se les dice a los bolivianos, es también un bicho, mientras que paragua es una herramienta para taparse de la lluvia). Pero lo que me interesa aquí es que –con la salvedad del mítico Mister Ed– los animales no hablan: lo que esos epítetos buscan es des-humanizar al que se ha seleccionado como oponente retirándoles la capacidad de lenguaje, y por lo tanto imposibilitar toda producción de un lazo social, de ekklesia o re-ligare con ellos, aunque fuera bajo la forma del conflicto de “acentos”. No es para rasgarse las vestiduras y poner los ojos en blanco de santa indignación: en política esto se hace desde siempre, y quizá sea inevitable. Y la “corrección lingüística” puede a la larga resultar tan estúpida y opresiva como la corrección política. Y además, no es lo mismo usar las palabras en una rueda de café o una reunión de amigotes (o siquiera en el ascensor del dermatólogo, con lo cual uno podría atribuirle al hablante una cuestión de piel) que en los medios o en el discurso público, donde por definición se espera producir con ellas un efecto de masas. Pero entonces es conveniente que sepamos lo que hacemos.
La enfermedad del lenguaje argentino de hoy consiste en ese no saber. O, mejor –peor, en verdad–: ese no querer saber. Porque, caramba, no hace falta ser Jakobson o Benveniste: lo que estamos diciendo (o lo que decía Donatella en la nota de marras) es del más craso sentido común. Sólo que el sentido común (o el “acento”) dominante es el de que las palabras se pueden usar desentendiéndose de sus efectos (¿alguien se acuerda de cuando nuestros padres increpaban con un “¡señor, mida sus palabras!”?: hubo una época en que se sabía que esa falta de medida podía implicar un pasaje al acto). Eso, y no simplemente no entender la lengua del otro, es la auténtica barbarie. Tal vez para muchos/as pedir “mano dura”, gritar “negros de mierda” o exhortar a “matarlos a todos” sean puras figuras retóricas. Pero nunca falta –y estamos viviendo tiempos en que empiezan a abundar– quien se las tome (iba a decir “en serio”, como si las metáforas no fueran cosa seria) literalmente: son, ellos sí, los que han perdido toda capacidad de simbolización, o nunca la tuvieron. Es, entonces, una batalla que hay que dar. Se puede (y en mi modesta opinión, se debe) ser crítico del Gobierno. Pero los distintos grupos de intelectuales –es decir, de aquellos que trabajan con las palabras–, sean “progres”, de “centroizquierda”, “nacional-populares” o decididamente de izquierda, que puedan tener las posiciones más encontradas respecto del Gobierno (apoyo sin crítica, apoyo crítico, crítica sin apoyo), deberían al menos encontrar un denominador común en la defensa de una lengua política emancipada de la basura vomitiva que cae cotidianamente de nuestras “cajas bobas” y compañías varias. Como alguien (yo mismo, bah) escribió en el último número de la revista Confines, en lo único en lo que no podemos errar –puesto que es un “piso” mínimo al que no podríamos renunciar sin hundirnos en la abyección– es en la más firme confrontación de la catarata de mierda clasista, racista y “pequebú” palurda, alimentada con saña por momentos psicótica desde unas alcantarillas mediáticas que corren el riesgo de hacer caer la otrora digna profesión de un José Martí –que escribía en un gran diario “nacional”– al más bajo sótano de su atribulada historia.
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