Sábado, 9 de enero de 2010 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA ECONóMICO
Por Alfredo Zaiat
El concepto de independencia del Banco Central se ha instalado en el debate económico como un valor por encima de las instituciones democráticas. Es una idea que permite ocultar la influencia que ejerce el poder financiero sobre las autoridades de la entidad monetaria. Se trata de una concepción conservadora y corporativa del diseño de la política económica que la ortodoxia ha conseguido imponer en el sentido común de la sociedad. Tan contundente ha sido ese logro que hasta dirigentes del centroizquierda la defienden en peculiares alianzas discursivas. Resulta misterioso ese triunfo cultural de considerar la independencia del Banco Central como una estrategia sensata. Dos antecedentes recientes enseñan que esa autonomía provoca fabulosos descalabros económicos y sociales. Esa independencia, o sea tener la capacidad de instrumentar una estructura normativa de escaso control a los bancos y favorable a los intereses de los banqueros, estuvo en su máximo apogeo al momento de desencadenarse dos crisis extraordinarias: la debacle de Wall Street con la crisis subprime y el derrumbe bancario en Argentina con el corralito y la pesificación asimétrica. Estos antecedentes deberían abrir el cuestionamiento a la “independencia” del Banco Central.
Si se quiere una idea conservadora, antipolíticas y de preservación de intereses de minorías privilegiadas, no hay que buscar mucho. Se encuentra en la expuesta con la “independencia” del Banco Central. En su esencia, considera que los gobiernos tienen objetivos de corto plazo y, por lo tanto, tentados a la demagogia. Para frenar esa tendencia de los políticos a impulsar estrategias expansivas, que implicarían acelerar el descenso del desempleo o disminuir la tasa de interés para ampliar el crédito productivo, se necesita de un factor de contención de esos “despropósitos” económicos. Con aura de técnico experto, alejado de las miserias del mundo terrenal, emerge entonces el economista ortodoxo que reúne las características para ser seleccionado para ejercer el cargo de presidente del Banco Central con posterior ratificación del Senado. Ese funcionario tendrá la misión de limitar el riesgo de ese eventual desequilibrio que derivaría en inflación provocado por las ambiciones de los políticos.
De esa forma colisiona la supuesta irresponsabilidad cortoplacista de políticos contra la prudencia de economistas que dicen saber cómo evolucionarán las variables, en especial la inflación, si no se respetan ciertos equilibrios macroeconómicos. Esa concepción considera que las máximas autoridades de un gobierno estiman que su suerte electoral depende del nivel de actividad económica y el empleo. Por ese motivo, demandan políticas monetarias expansivas, medidas que una banca central debería resistir si es “independiente” para evitar un proceso inflacionario. Así se constituye en forma indirecta, a través de la estrategia monetaria, un dispositivo conservador de la política de ingresos dado que institucionaliza la amenaza de una mayor desocupación en el supuesto de que no se verifique una limitación en materia salarial, que en caso de excesos provocaría inflación. Para la visión ortodoxa la misión única de la banca central es preservar el valor de la moneda y la inflación es su principal enemigo. Toda la política económica debe estar subordinada a esa meta. Así el presidente del Banco Central se convierte en la figura rectora de la gestión económica. En la práctica y llevado al extremo, es la constitución de un poder autónomo dentro del espacio de gestión del poder político. Un ministro de Economía no necesita el aval del Senado para su designación ni para su remoción como establece la Carta Orgánica del BCRA para su presidente. Y ambos tienen sus respectivas cuotas de responsabilidad sobre la gestión del rumbo de la economía. Pero el titular del Palacio de Hacienda tiene la máxima y no goza de esos mecanismos institucionales de protección del presidente del Banco Central. De ese modo se ha ido consolidando la inconsistencia de otorgar autonomía a un área fundamental para el diseño de una política económica coordinada. El Banco Central se ubica en el lugar de confiable para los agentes económicos cuando su conducción interviene según su parecer, aunque estuviera en contradicción con la estrategia gubernamental. Esa credibilidad significa en los hechos que la autoridad monetaria se desprende de la responsabilidad inmediata con respecto al desarrollo de la economía real. La “independencia” se entiende como la facultad del presidente del Banco Central, desde el punto de vista institucional y práctico, para tomar las decisiones que considere más acertadas, sin previa ni posterior interferencia de ninguna otra autoridad. Resulta peculiar este pensamiento sobre la calidad institucional que coloca en un segundo plano la calidad de la representación democrática. Un rasgo característico de esa corriente es “que tiende a considerar a los gobiernos electos como agentes insensatos, ineptos y oportunistas; en tanto considera a las autoridades monetarias como agentes sensatos, idóneos y consustanciados con los intereses de los ciudadanos”, explican los economistas Martín Abeles y Mariano Borzel, en el documento del Cefid-Ar Metas de Inflación: implicancias para el desarrollo. Para agregar que “la propuesta de independencia de la autoridad monetaria conforma, desde la perspectiva teórica de, por ejemplo, la ciencia o la filosofía política, un esquema institucional manifiestamente ‘elitista’ que, al independizar a la autoridad monetaria de los gobiernos electos, excluye al soberano (electorado) de toda influencia sobre uno de los resortes fundamentales de la administración macroconómica”. Sólo la presencia dominante del pensamiento ortodoxo en la esfera de la economía puede sostener ante la sociedad ese contrasentido.
La evidencia empírica de las últimas dos décadas ha mostrado que esa forma de organización ha provocado mayores descalabros económicos que la inflación en el nivel de actividad y del empleo. Los banqueros centrales de la realidad, no los que se esbozan en marcos teóricos, no poseen el poder sobrenatural de ordenar las variables económicas que le brindaría la independencia del gobierno. El caso más paradigmático ha sido el del otrora poderoso presidente de la Reserva Federal (banca central estadounidense), Alan Greenspan. El hombre de las finanzas mundiales de los noventa con su “independencia”, la reverencia del poder político y las alabanzas del mundo financiero fue perfeccionando un sistema de casino global. Ese mercado especulativo a escala mundial explotó con la crisis de las hipotecas subprime. La caída del Muro de Wall Street, que precipitó la mayor recesión mundial desde el crac del ’29, dejó en evidencia la profunda debilidad de ese cuadro teórico acerca del funcionamiento del Banco Central.
Otro caso impactante, por el elevado costo económico y social de la “independencia” de la entidad monetaria, fue la convertibilidad, con el desenlace del corralito y la pesificación asimétrica. La experiencia histórica revela que las caídas del Producto durante el ciclo recesivo son más pronunciadas cuando mayor sea la independencia de la banca central. Esto se verifica porque las autoridades de la entidad monetaria sobreactúan su firmeza frente al poder político, que reclama flexibilidad para superar rápido la crisis, para defender lo que consideran su “credibilidad” e “independencia”.
La banca central debe estar al servicio del crecimiento económico y del empleo, con tasas bajas que alienten la inversión, y cuidando de ese modo el valor de la moneda. Este se protege cuando la tasa de inflación está controlada, a la vez que se fortalece con el vigor de la actividad económica. Estos múltiples objetivos requieren de coordinación de la política fiscal, de ingresos y monetaria con sintonía fina de la gestión económica global. La independencia del Banco Central atenta contra esa forma alternativa de funcionamiento y organización de la economía cuyo objetivo es el interés general.
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