Martes, 26 de enero de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Marcelo Fabián Saín *
La Policía Federal Argentina (PFA) es la única institución de seguridad de carácter nacional que, desde la instauración democrática de 1983, no ha sido objeto de ningún tipo de reforma o modernización institucional que erradique sus enclavas autoritarios y la ponga a tono con los parámetros de la seguridad pública democrática.
Esta institución policial, creada en diciembre de 1943 y puesta en funcionamiento en enero de 1945, asienta sus bases institucionales en el Decreto-Ley 333/59 y en sus normas complementarias. En esta norma de la “Revolución Libertadora”, se estableció que la PFA debe cumplir funciones de “policía de seguridad y judicial” dentro del territorio de la Capital Federal y también dentro de la jurisdicción federal, a través del mantenimiento del orden público, la prevención de delitos y la intervención en la investigación de los mismos.
Hasta la reforma legislativa de 1991 impulsada por el diputado socialista Simón Lázara, la PFA estaba autorizada a detener personas con fines de identificación y a los efectos de conocer sus antecedentes por un lapso no mayor de 24 horas. Ese año, a través de la Ley 23.950, se modificó esa facultad y se estableció que no podría detener a las personas sin que mediara una orden judicial, excepto cuando “existiesen circunstancias debidamente fundadas que hagan presumir que alguien hubiese cometido o pudiese cometer algún hecho delictivo o contravencional y no acreditase fehacientemente su identidad”, en cuyo caso la persona detenida podría ser conducida a la dependencia policial con conocimiento del juez competente y por el lapso de “tiempo mínimo necesario para establecer su identidad, el que en ningún caso podrá exceder de diez horas”. Esta fue la única reforma seria introducida en democracia a la referida organización policial.
El régimen profesional del personal de la PFA es un tanto más reciente. Fue establecido en la Ley 21.965, promulgada en marzo de 1979 por el teniente general Jorge Rafael Videla, y fue reglamentado en 1983 por un decreto firmado por el general Reynaldo Bignone. Estas normas y sus modificatorias están vigentes, como también lo están el Decreto-Ley 9.021/63 que instituye la “Orgánica del Cuerpo de Informaciones de la Policía Federal Argentina” y su reglamentación aprobada por el Decreto 2.322/67. Mediante estas normas se conformó y puso en funcionamiento un verdadero servicio paraestatal de informaciones e inteligencia no sujeto a ningún tipo de contralor administrativo, judicial y parlamentario más allá que el ejercido por algunos pocos miembros de Comisariato superior de la fuerza. Ese cuerpo está compuesto por “agentes secretos” abocados a las tareas específicas de la “especialidad de informaciones” y cuyos cargos no son “incompatibles con otro empleo de la administración pública, provincial, municipal y privados”, es decir, estos agentes del recontraespionaje se pueden infiltrar en cualquier organismo público y privado, facultad que no tienen los agentes de la Secretaría de Inteligencia, regulada por la Ley 25.520, que fue sancionada en democracia. Aquel cuerpo policial de informaciones cuenta con casi 1000 espías que se dividen en dos categorías –“Superior” y “Subalterno”–, cada una de las cuales tiene sus propias jerarquías. Entre sus numerarios se encontraban Ciro James y otros secuaces que se cambiaron de bando con alguna notoriedad pública.
De este modo, la PFA es una institución tallada por las sucesivas dictaduras militares de los últimos cincuenta años sin que, desde la instauración democrática de 1983 a la fecha, existiera gobierno democrático o bloque parlamentario oficialista u opositor, de derecha o progresista, que osara adecuarla a las bases institucionales de la democracia.
Desde entonces, la PFA fue adquiriendo un grado de autonomía operacional “por abajo” como no lo hizo ningún organismo de seguridad o Inteligencia estatal. Por abajo, porque “por arriba” ha existido una plena subordinación a los sucesivos gobiernos en el cumplimiento de su rol histórico de guardia pretoriana del poder de turno, al menos mientras ese gobierno no se atreviera a inmiscuirse en sus asuntos. Ese pretorianismo se tradujo en la provisión de información, la seguridad presidencial y el “control de las calles” de la ciudad más marquetinera de la política argentina, y todo ello sin que el Estado se vea obligado a financiarla integralmente del erario público.
En verdad, la subordinación de una institución policial a las autoridades democráticas no se asienta en el trato cordial y respetuoso entre su jefe y el ministro del ramo, sino en el cumplimiento estricto de las directivas institucionales en materia de seguridad pública –particularmente, en las intervenciones abocadas al control del delito y el mantenimiento del orden público– y en todo lo atinente a la composición orgánica, funcional y doctrinal de la propia institución policial. Ambas dimensiones no son una responsabilidad de la cúpulas policiales sino de los gobierno democráticos. Pero si éstos no la ejercen, las desarrolla el Comisariato sin miramientos. Ello fue lo que ocurrió durante las dos últimas décadas y, cuando hubo un atisbo de revisión de esta tendencia, al comienzo del primer gobierno kirchnerista, la cúpula de la PFA se puso en alerta con un recelo que no se vio cuando un General de División entró en 1976 al Departamento Central y se sentó en el sillón del Jefe de la PFA y la condujo sin chistar hasta cuando no necesitaron más de ella. Allí, el Comisariato no proclamó airoso que la PFA debía ser conducida por un Comisario General de la propia fuerza como sí lo hacen con los políticos de la democracia. Pero aquello fue sólo un amague progresista rápidamente revertido a favor de darle todo el poder de la seguridad porteña al Comisariato.
Desde el punto de vista funcional, en estos años de gobiernos kirchneristas, la PFA ha combinado dos prácticas contradictorias. Por un lado, ha cumplido estrictamente las directivas gubernamentales a favor de no policializar ni responder punitivamente a la protesta social, generando un clima de paz colectiva favorable a resolver las problemáticas sociales mediante el diálogo y la negociación. Y cuando debió intervenir ante situaciones de violencia derivadas de esas protestas, lo hizo, en general, con racionalidad, gradualismo y proporcionalidad. En este aspecto, hubo políticas de seguridad, pero sólo en este aspecto. Por otro lado, ha protagonizado hechos de violencia ilegal y de corrupción intolerables para los designios de la seguridad pública democrática. Y ello ha ocurrido con la “vista gorda” oficial.
La espantosa e injustificada represión desatada en el 14 de noviembre pasado en los alrededores del estadio de Vélez Sarsfield contra los asistentes al recital del grupo de rock Viejas Locas se inscribe en esta última tendencia. Las imágenes periodísticas de este episodio propio de las represiones policiales de la última dictadura militar dan cuenta de que dicho procedimiento no estuvo signado por los “excesos” justificables en el fragote de la violencia provocada por los “jóvenes revoltosos”. Eso no existió: al comienzo, no había más que asistentes pasivos sometidos al escarnio de la guardia pretoriana volcada a “poner orden” en ese desorden ficticio. Lo que sí se pudo apreciar fue cómo los “soldados” de la PFA recibían y le abrían paso presurosamente a la “Pandilla”, la barra brava de Vélez Sarsfield, para que puedan asistir al recital sin hacer la fila y sin contrariarlos porque son “amigos”. Todo esto, sumado a la masividad y diversidad de unidades policiales intervinientes y la coordinación de su actuación represiva y, al mismo tiempo, protectiva, indica que se trató de un operativo concebido, planificado y llevado a cabo por los mandos operacionales superiores. Y si no fue así, la cúpula de la PFA y las autoridades políticas responsables padecen de un clima de rebelión interna, es decir, de una suerte de “golpe institucional azul”. Ante este lúgubre panorama, lo que brilla es el impúdico silencio y la quietud oficial al respecto, en particular, ante el asesinato intolerable de Rubén Carballo, el adolescente de 17 años que murió por golpes recibidos en la cabeza cuando las huestes desbocadas de esa policía brava hacían lo suyo.
En la Ciudad de Buenos Aires, resulta ingenuo pensar que los fabulosos y rentables mercados minoristas de drogas ilegales, de autopartes desguazadas de automóviles robados y de servicios sexuales garantizados a través de la trata de personas no tienen protección policial ni abrevan en la conformación de un fabuloso dispositivo de recaudación ilegal de fondos provenientes de esos delitos complejos. También sería indulgente y cómplice no dar cuenta de la asociación económica a “50 por ciento y 50 por ciento” establecida entre una veintena de comisarios –siempre los mismos– y las barras bravas de los clubes más grandes de la Ciudad de Buenos Aires. Vale decir, la regulación de actividades delictivas de alta rentabilidad, las torturas y el gatillo fácil no son un monopolio de la policía bonaerense sino que también se replican sin atenuantes en el ámbito de la PFA.
Es fácil diluir responsabilidades propias cuando enfrente se tiene al tándem Macri-Fino Palacios, o cuando al lado se tiene a la dupla Scioli–Stornelli. Pero ¿dónde están las diferencias de fondos de las políticas de seguridad del gobierno nacional en relación con lo hecho por estas gestiones fracasadas? ¿Dónde quedó ese impulso reformista que, ante el “caso Southern Winds”, promovió la conformación de la primera policía nacional creada en democracia, con pleno consenso parlamentario, mando civil y controles externos? ¿En qué lugar del camino se dejó de lado aquel impulso progresista tendiente a encarar reformas y modernizaciones en los asuntos de la seguridad pública, si es que lo hubo?
También cabe preguntarse ¿dónde están las legisladores y legisladores defensoras de la “república”, que guardan un cómplice silencio ante semejante mojón autoritario moldeado por la herencia normativa e institucional de sucesivas dictaduras militares? ¿Dónde se hacen sentir los efusivos reclamos de funcionarios, dirigentes sociales y defensores de derechos humanos ante las represiones insultantes de los “federales”? ¿Acaso las ilegalidades y las prácticas abusivas de las policías “dirigidas” por los gobiernos “progresistas” no merecen el mismo repudio que sí merecen aquéllas cometidas por las policías dependientes de los gobiernos de “derecha” (Macri-Scioli)?
Todo esto constituye una fenomenal deuda pendiente de la clase política –sin ínfulas de clase dirigente– con la ciudadanía, en particular, de los políticos progresistas a los que cada vez les sirve menos la dictadura militar para ocultar sus liviandades y concesiones.
* Ex interventor de la Policía de Seguridad Aeroportuaria.
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