Viernes, 9 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Sergio Wischñevsky *
Tres días antes de la declaración de la independencia, el 6 de julio de 1816, el Congreso reunido en Tucumán decidió realizar una sesión secreta con el único objetivo de escuchar un informe de Manuel Belgrano sobre la situación política en Europa, de donde recientemente había regresado desempeñándose como representante de las Provincias Unidas.
Tras su exposición, el creador de la bandera se despachó con una propuesta que dejó más que sorprendidos a los congresales: declarar la independencia y adoptar como forma de gobierno una monarquía constitucional, al frente de la cual proponía coronar a un descendiente de las dinastías incas, estableciendo, a su vez, la capital de las Provincias Unidas de Sudamérica en el mismísimo Cuzco.
Informó que después de la derrota de Napoleón en 1815 había acaecido una mutación de ideas en Europa: “El espíritu general de las Naciones en años anteriores era republicanizarlo todo, ahora se trata de monarquizarlo todo”. Por ello, si se buscaba la protección de Inglaterra o de alguna otra potencia extranjera ante el inminente ataque que preparaban los españoles había que hacer ciertas concesiones. El segundo elemento que se buscaba aprovechar con este audaz plan era ganar para la causa de la independencia a las poblaciones de los pueblos originarios del Alto Perú.
Pero no todos los representantes pensaban igual. Tomás Manuel de Anchorena, diputado por Buenos Aires, le expone a Juan Manuel de Rosas en una carta su opinión: “Nos quedamos como atónitos con lo ridículo y extravagante de la idea” y aclara que no es la propuesta monárquica lo que causó rechazo, sino el hecho de “poner la mira en un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chuchería para colocarla en el trono”. Su propuesta en el Congreso de Tucumán fue coronar a un infante del Imperio del Brasil. Por lo que no es un espíritu republicano lo que le causa estupor al estanciero, sino la concepción elitista, clasista y racista que terminará imponiéndose en las clases dirigentes que fundaron, en la época de Roca, el Estado argentino. En el contraste entre la actitud de Belgrano y la de Anchorena respecto de los sectores populares, el Congreso se convierte en la caja de resonancia de los conflictos que una vez terminadas las guerras de independencia explotaran en forma brutal al compás de más de sesenta años de guerras civiles, represión y genocidio.
A sólo tres días de la declaración de la independencia los congresales querían saber, antes de dar el salto al abismo, qué posibilidades se les abrían y qué forma de gobierno sería la más conveniente para asegurarse el reconocimiento internacional.
Inglaterra tenía un fuerte compromiso con la corona española y no estaba dispuesta a romperlo, pero al mismo tiempo tenía un enorme interés en desarrollar el libre comercio con América, por lo que si bien no tomó bajo su protección a las ex colonias, tampoco intervino en su contra ni permitió que España involucrara a otras potencias europeas. Esta actitud de aparente prescindencia resultó ser de gran beneficio para los independentistas americanos. Por eso decidir la forma de gobierno a adoptar estaba estrechamente vinculado con la suerte que el futuro podía deparar.
El 9 de julio de 1816 constituye el segundo acto en el proceso emancipatorio y resulta altamente llamativo que, en la actualidad, las principales publicaciones argentinas de historia provenientes del mundo académico prácticamente no registren, en por lo menos los últimos quince años, ningún estudio sobre las sesiones del Congreso de Tucumán y los debates en torno de la independencia.
Producto del cansancio de los pueblos, elegido en medio de la indiferencia pública, “federal” por su composición y tendencia y “unitario” por la fuerza de las cosas, revolucionario por su origen y reaccionario en sus ideas, creando y ejerciendo directamente el Poder Ejecutivo sin ser obedecido por los pueblos que representaba, sin haber dictado una sola ley positiva en el curso de su existencia, proclamando la monarquía cuando fundaba una república, atravesado por divisiones locales siendo el único vínculo de la unidad nacional, este famoso Congreso de Tucumán salvó, sin embargo, a la revolución y a pesar de dejar expuestas las diferencias que se manifestarán sangrientamente en lo sucesivo, se atrevió a proclamar la independencia.
La declaración se distribuyó entre los pueblos en castellano, quechua y aymara. Imitando el modelo norteamericano se autobautizaron: Provincias Unidas de Sudamérica y dejaron abierta la posibilidad de sumar la Nación a los pueblos que quisieran integrarla.
Pero qué forma de gobierno elegirían y qué lugar ocuparían los sectores populares, mayoritariamente integrantes de los pueblos originarios, son problemas que no resolvió el Congreso. Las diferentes posturas quedaron expuestas desde entonces.
* Profesor de Historia. Filosofía y letras, UBA.
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