EL PAíS › OPINIóN

Kirchner y la historia

 Por José Natanson

Cuando se cumplieron 25 años de la recuperación de la democracia, Ernesto Semán escribió una nota en Página/12 alertando sobre el intento de domesticación de la figura de Raúl Alfonsín, que a la luz de la mayoría de los análisis del momento aparecía en una versión pasteurizada, limitada apenas a la de “padre de la democracia”. Se trataba, en efecto, de la construcción de un Alfonsín que, planteado como la contracara consensual del Kirchner-conflicto, era presentado bajo una forma esférica: ni una sola arista amenazante, ni un solo ángulo escondedor, ningún doblez para un personaje terso, desprovisto de cualquier aspereza.

¿Cómo recordará la historia a Néstor Kirchner? El miércoles 27, cuando se conoció la noticia de su muerte, la primera reacción fue de conmoción; luego llegaron el dolor colectivo y el duelo. Y, finalmente, la respuesta política –los dos discursos de Cristina y los de la oposición en el Congreso– y el análisis. Como sucede con la muerte de los macrolíderes, la noticia precipita los balances y alimenta debates político-intelectuales por momentos apasionados. A diez días de su muerte, es posible distinguir ya algunas posiciones y ponerlas en cuestión.

La oposición, tanto la partidaria como la mediática, quedó en un brete. Hubo, muy al inicio, unas primeras reacciones desdichadas, en las que se alertaba sobre la debilidad de la Presidenta y se la llamaba a hacerse cargo del poder. Con el tiempo, sin embargo, las opiniones fueron coincidiendo en una mirada cautelosamente crítica y en general respetuosa (salvo algunos chiflados internautas y algún bocinazo, no hubo muestras masivas de alegría ni nada por el estilo, y prácticamente todos los líderes de la oposición reaccionaron a tono con las circunstancias). Evidentemente, la muerte de Kirchner impidió a los opositores más duros expresar su opinión verdadera. Por respeto (de los muertos se habla bien o no se habla) o conveniencia (el dolor social fue amplio y no tenía mucho sentido ir contra él), la mayoría optó por el silencio o la hipocresía.

Más interesante es revisar las reacciones del oficialismo partidario y los medios cercanos al kirchnerismo. Llama la atención, en este universo amplio, el registro emocional que adquirieron la mayoría de los análisis, que si por un lado es comprensible en aquellos dirigentes que trataron al ex presidente cotidianamente –ministros, diputados, gobernadores– resulta sorprendente en periodistas e intelectuales que lo vieron muy esporádicamente y que sufrieron su muerte como la de un familiar o un amigo cercanísimo.

Una hipótesis podría ser ésta: para muchos de aquellos que se acercaron a la política en los ’70, Kirchner representó algo así como una segunda oportunidad, la posibilidad de una revancha tras la derrota de la dictadura y la desilusión del menemismo, en el tramo final de sus trayectorias vitales. Algunos de ellos, notoriamente el amigo Ricardo Forster, lo han planteado en estos términos, de manera más o menos explícita: el kirchnerismo como un nuevo tiempo, como una posibilidad que hasta el momento se creía obturada. El kirchnerismo como retorno (la palabra tiene su gracia).

Pero esta hipótesis contrasta con una despedida en la que los jóvenes fueron grandes protagonistas. Aunque muchos sub-30 habrán escuchado las anécdotas de la juventud maravillosa en innumerables cenas familiares, no puede haber incidido en ellos el recuerdo de una época que no vivieron ni el peso de una batalla que no perdieron: el kirchnerismo aparece aquí, en toda su dimensión, como un movimiento nuevo, innovador y moderno, que logró conmover a un sector importante de la juventud como no lo había logrado nadie desde el primer alfonsinismo y su Franja Morada. En la edición del jueves del Suplemento No, diferentes periodistas y músicos analizan el impacto producido en el mundo rockero por el ex presidente: el rock popular de masas (de Los Redondos a La Renga y Los Piojos), que en los ’90 había desplegado una crítica al poder con consignas confusas pero contundentes (la imagen del Che como estandarte), quedó descolocado ante un gobierno al que no podía ver ya como un enemigo. “El rock como relato de época se volvió difuso y las grandes bandas se dedicaron a las canciones”, escribió Mariano Blejman.

Pero recupero el hilo del argumento para insistir con el registro emocional y emotivo que asumieron tantos balances y análisis políticos. Una observación que, vale la pena aclarar, no supone una crítica, sino una manifestación de sorpresa, respetuosa ante el dolor ajeno, que debe comprenderse y no cuestionarse. Lo que sí me interesa revisar es una derivación bastante habitual de esta reacción emotiva, cuyos resultados creo que merecen una mirada más profunda.

En una operación quizás inconsciente pero no por eso menos real, el dolor ante la muerte de Kirchner se deslizó a menudo hacia la idea de un hombre que apareció de la nada y que hizo lo imposible: el líder que bajó del cielo –trastrocado en el viento de Santa Cruz– para redimir a una Argentina en llamas. Y aunque algo de cierto hay, pues Kirchner fue un presidente inesperado que hizo muchas cosas inesperadas, el problema es que esta versión, tomada al pie de la letra, resulta en un vaciamiento de la figura del ex presidente, que parece haber pasado de los ’70 al 2003 sin haber hecho nada en el medio. O peor aún: sin que nada haya sucedido en el país. Emerge así un Kirchner fuera de contexto, deshistoriado, nadando en el vacío.

Y esto implica ignorar aspectos cruciales, algunos de ellos positivos, de la biografía política del ex presidente. En los ’90, Kirchner fue uno de los primeros gobernadores en romper con el menemismo, al que inicialmente había apoyado con entusiasmo, y buscar una alternativa dentro del peronismo, representada en el Grupo Calafate y en las solitarias disputas que libró Cristina en el bloque de senadores. Más tarde, Kirchner fue un emergente, inesperado pero emergente al fin, de la crisis del 2001.

Kirchner supo leer mejor que nadie el signo de los tiempos y recoger una serie de demandas que no sólo lo precedían, sino que le resultaban ajenas. El juicio a la Corte Suprema menemista no fue un invento suyo, sino del Frepaso, que abandonó la idea al formar la Alianza, como una ofrenda a la gobernabilidad. La designación de los nuevos miembros del tribunal se realizó tras la firma de un decreto que recogía, casi textualmente, las recomendaciones de un grupo de organizaciones no gubernamentales sintetizadas en el documento “Una Corte para la democracia”. La política de derechos humanos recuperaba la tradición del Juicio a la Juntas del primer alfonsinismo –por eso fue tan injusto el discurso en la ESMA, en el que Kirchner pidió disculpas en nombre de un Estado que nunca había hecho nada por los desaparecidos– y retomaba viejos proyectos: la nulidad de las leyes de obediencia debida y punto final había sido impulsada sin éxito por Alfredo Bravo y Juan Pablo Cafiero en 1999. Las retenciones fueron impuestas, tras la crisis del 2001, por Duhalde-Lavagna, al igual que el tipo de cambio alto. La ley de medios, sancionada ya en la gestión de Cristina, era una iniciativa que un grupo de organizaciones y académicos de la comunicación venía reclamando desde hace años; la nacionalización de la AFJP era un reclamo histórico del centroizquierda y del radicalismo (que asombrosamente se opuso en la votación legislativa); la Asignación Universal, una demanda planteada originalmente por la CTA y el Frenapo; y el casamiento igualitario, la gran bandera de las minorías sexuales.

La versión deshistorizada de Kirchner ignora las tendencias históricas que confluyeron en su ascenso y las demandas sociales de las que él se hizo cargo. Al presentarlo como un plato volador que, como en el comienzo de V Invasión Extraterrestre, apareció de repente para posarse sobre un país en llamas e inventar todo desde cero, se ignora que el mayor acierto de Kirchner, donde residía buena parte de su inteligencia política, fue su capacidad para interpretar corrientes sociales más o menos subterráneas pero preexistentes y poner en función de ellas todo el peso institucional de su gobierno y toda la potencia política de su voluntad.

Para un sector del progresismo, esto le quita valor: Kirchner es para ellos un simulacro, un conservador disfrazado de progresista, que se apropió de algunos temas ajenos por oportunismo, pura conveniencia electoral, simulando ser algo que nunca será: el buen izquierdista debe entonces revelar a la sociedad el fondo reaccionario oculto tras el cotillón de falsa izquierda del kirchnerismo. Esta crítica tiene la ventaja de no limitarse a los aspectos formales e institucionales en los que suelen descansar la mayoría de los cuestionamientos y contribuye a agregar nuevos temas: la minería, el cuidado del medio ambiente, la redistribución del ingreso, etc. Pero pasa por alto –núcleo de mi crítica a la crítica– el efecto estructural de las transformaciones realizadas por el kirchnerismo.

El hecho de que muchas de sus decisiones más importantes no hayan sido un invento suyo sino creaciones colectivas anteriores no le quita sino que le agrega valor al legado de Kirchner: un líder no es alguien que tiene ideas, sino alguien que sabe cómo llevarlas a la práctica. Consciente de que la crisis del 2001 era una bisagra entre dos períodos históricos, Kirchner supo interpretar mejor que nadie los vientos de la época. Los opositores que ignoran este hecho suelen centrar su enojo en la personalidad del ex presidente, en su estilo: el conflicto social y político no sería el resultado de las tensiones estructurales de la sociedad ni de los intereses y las ideologías de los actores en disputa, sino un efecto del ánimo confrontativo de Kirchner.

Una mirada miope, desde luego, pero no menos que aquella que concibe al ciclo kirchnerista como el simple resultado de la voluntad de un salvador que un día llegó del frío.

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Imagen: DyN
 
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