Sábado, 15 de enero de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Lucas Arrimada *
El 2010 terminó con un fallo de la Cámara Federal de San Martín que criminaliza el ejercicio del derecho constitucional a protestar, en medio de un diciembre de alta tensión social y de un clima político enrarecido. Esa decisión, con sus defectos y limitaciones, fue representativa de un año marcado por el protagonismo judicial en temas que merecían más que simples sentencias judiciales, más que respuestas silogísticas de permitido y prohibido. Más aun cuando estas respuestas podían ser tachadas de parciales, los supuestos silogismos pueden encubrir ideología conservadora, reflotar rancios prejuicios menoscabando el ejercicio de otros derechos humanos y la dinámica de los conflictos sociales en democracia.
Dos semanas antes de estos episodios, una jueza contravencional había dictado una resolución, a pedido del Gobierno de la Ciudad, para desalojar el –hasta ese momento ignorado– predio del Parque Indoamericano, desatando un no tan sorpresivo conflicto y desnudando la pobreza de la política habitacional del gobierno metropolitano. La distancia entre quienes toman las decisiones y quienes controlan su razonable ejecución sigue sin ser revisada y cuestionada. Que las órdenes judiciales se transformen en tragedias brutales pero evitables es responsabilidad colectiva de la compleja estructura político-judicial que la implementa. Así, como queremos señalar, el fin de año tuvo como protagonistas a flacas respuestas judiciales en gruesos e intensos problemas políticos.
Mientras el 2009 había terminado con resistencias y zigzags judiciales al matrimonio igualitario, el 2010 se inauguró con el conflicto de los decretos del Fondo Bicentenario que la jueza Sarmiento suspendió y que generó la intempestiva despedida del entonces presidente del BCRA. Ese enfrentamiento, en pleno debate sobre una hipotética autoconvocatoria del Congreso, inició un año que se alimentará con las expectativas de desenlace de varios casos resonantes de derechos humanos, pero también con las presentaciones judiciales por la ley de medios audiovisuales, en ambos casos tanto en tribunales inferiores como en la mismísima Corte Suprema.
En su discrecional manejo de tiempos, la Corte Suprema supo intervenir –mediante un inteligente manejo comunicacional– en la agenda política paralelamente a que introdujo sus propios temas. Así, por un lado, declaró inconstitucional (“Consumidores Libres”) un decreto dictado por el presidente provisional Duhalde sin el exigido control del Congreso. El mismo razonamiento podría llevar a declarar inconstitucional el régimen vigente de la ley 26.122. Este camino, limitante de las facultades excepcionales del Poder Ejecutivo, lo podría haber transitado en otro caso (“ADC”) sobre los siempre criticados superpoderes pero –bajo un argumento de legitimación procesal– cerró ese tema y clausuró esa posibilidad.
Los dos fallos de la ley de medios significaron un desafío de alto impacto evidente. Después de las dificultades que la ley conllevó, la distancia que paulatinamente tomó la propia Corte del Gobierno y ciertas reuniones sorpresivas aumentaron el suspenso y la tensión previa a sus dos decisiones, especialmente en el caso de la medida cautelar del Grupo Clarín. La disputa judicial de la ley de medios no puede ser reducida a un conflicto estrictamente legal. Siempre fue un conflicto intensamente político sin dejar de ser una política imprescindible para la democracia, al mismo tiempo que una cuestión de derechos de la sociedad frente a las corporaciones de multimedios afectadas por las medidas y los tiempos de implementación de las mismas. La movilización realizada frente a la Corte, sin duda legítima, pero con formas extremas, dio los argumentos perfectos para hablar de presión y “amenaza” a la Corte Suprema. Las formas importan, más allá de quién las extralimite, y en eso los actuales jueces supremos son, usualmente, versados arcanos de la diplomacia. Quizá la excepción, en este año, fueron los fuegos de artificios cruzados con el Gobierno por el conflicto presupuestario de la Corte y el Poder Judicial.
Un párrafo aparte merece el nuevo capítulo del Caso Sosa, en el que la Corte Suprema insistió en el cumplimiento de la primera sentencia que data de 1998, tiempos de Julio Nazareno. En este episodio, la Corte sostuvo –a doce años de la primera sentencia y luego de siete insistencias– que el Congreso podría intervenir federalmente la provincia para cumplir su sentencia. La decisión, tomada por seis de los jueces supremos, de sugerir –con dudosa sutileza– una medida tan extrema como un estado de excepción constitucional, la intervención federal, en una historia argentina cruzada por un abusivo excepcionalismo, parece quizá la propuesta judicial más desacertada a un problema que requería una negociación política entre actores y autoridades de diferentes niveles. Se necesitaba más negociación política respetuosa de la siempre limitada autonomía provincial en el débil federalismo argentino, no una decisión “desde arriba” y sin las partes.
El 82 por ciento para los jubilados, que la Corte puso en la agenda en pasados años, tuvo una presencia descollante en la agenda legislativa y fue la única ley alcanzada por la oposición, a pesar del predecible veto ejecutivo. Ese previsible juego de bloqueos y palos en la rueda, repetido con el presupuesto, vuelve a reflotar los incentivos a la confrontación y los callejones sin salida que la cohabitación oposicióngobierno produce en nuestro sistema político.
Varios sectores del Gobierno reiteran un error operativo al, una y otra vez, señalar como único responsable al Poder Judicial ante el aumento de la sensación de inseguridad, denunciando una supuesta falta de “mano firme” de los jueces. Si ese error táctico es utilizado como estrategia mediática y populista, sin acompañarlo de medidas concretas, invitan a ciertos sectores a profundizar esa demagogia, apelando al miedo colectivo y fomentando el populismo penal, como recurrentemente sucede en la provincia de Buenos Aires, cuya política criminal resulta evidentemente violatoria de derechos humanos.
Finalmente, en este repaso breve lo central es identificar cómo respuestas judiciales a problemas políticos han demostrado ser insuficientes e inconducentes. En contraste, la ley de matrimonio igualitario puede ser el caso ejemplar de cómo los desafíos sociales requieren respuestas políticas, que tengan al debate en la sociedad en sintonía con el debate parlamentario y una enriquecedora combinación de diálogo y autorrestricción judicial. En ese debate, los jueces pueden contribuir con sus voces calificadas, como árbitros de fútbol, explicando también cómo son las reglas del juego en un plano diferente. Como administradores del silencio de sus silbatos dejan hablar al juego. De esta forma, la Corte Suprema evitó, de varias formas, expresarse sobre un tema que estaba instalado en la sociedad y en la política parlamentaria. Con sus silencios, ya estén basados en el respeto al debate público o en el miedo a equivocarse, la Corte permitió que la respuesta política y democrática llegase de la mano de una atípica participación de la sociedad en el entorno de las| instituciones representativas. Temas como la protesta social, el aborto, la educación pública, la igualdad religiosa o una política de seguridad seria y respetuosa de la Constitución necesitan de políticas públicas de largo alcance y consensos firmes producto de un control ciudadano ascendente en el marco de acciones políticas lo más transparentes e inclusivas. La decisión judicial, en contraste, está estructuralmente limitada para alcanzar tanto la profundidad de los temas como para acoger esa participación social, esa transparencia y esa inclusividad.
* Profesor de Derecho Constitucional (UBA/Conicet).
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