EL PAíS › EL NUEVO MANDATO PRESIDENCIAL DE CFK Y LA GRAVE CRISIS MUNDIAL

La segunda

Cristina comenzó ayer su segundo mandato presidencial, para el que fue electa por el mayor porcentaje de votos y la mayor diferencia con el resto, en todas las elecciones de la democracia instituida en 1983. Asumió en medio de una grave crisis internacional que empeora cada día. La defensa de los avances realizados desde 2003 será el eje de su gobierno, acechado por situaciones estructurales y presiones internacionales.

 Por Horacio Verbitsky

La Presidente CFK inició ayer su segundo mandato en una situación internacional cuya gravedad es imposible exagerar, con Europa ciñéndose el cinturón alemán de castidad presupuestaria y Estados Unidos a los sacudones por el tironeo entre el Presidente demócrata y el Congreso republicano. El acuerdo firmado en Bruselas bajo supervisión del Fondo Monetario Internacional redujo de 3 a 0,5 por ciento el déficit presupuestario estructural admisible y reclamó que cada país le asigne rango constitucional, sometió a los países con déficit a la supervisión de la Comisión y del Consejo Europeo y suprimió la regla del consenso por otra de mayoría de 85 por ciento de los votos para adoptar decisiones de urgencia. Es decir, dos, tres, muchas Grecias, con el conocido círculo vicioso de ajuste, recesión y crisis social, de impredecibles consecuencias políticas. Esto tendrá repercusiones atenuadas pero nunca insignificantes sobre los principales socios comerciales de la Argentina, en Asia y Sudamérica, cuyos remezones se sentirán aquí, como ya ocurrió en 2009. El desafío, renovado y acrecido ahora, es la defensa de la producción y el empleo, con medidas contracíclicas que preserven el mercado interno. No será una novedad, porque eso es lo que hicieron los dos gobiernos kirchneristas con consecuencias apreciables y en ese sentido apuntan las designaciones anunciadas por Cristina, que muestran continuidad política y rejuvenecimiento del personal. Juan Manuel Abal Medina, de 43 años, es el jefe de gabinete más joven desde que se creó el cargo, y Hernán Lorenzino, con 39, sólo fue superado entre los ministros de Economía por el malogrado Martín Lousteau. La complementación de Lorenzino con el viceministro Axel Kicillof repite el esquema que antes compusieron Amado Boudou y Roberto Fele-tti. Estas designaciones sintonizan con el acceso al Congreso Nacional y las legislaturas provinciales de militantes juveniles dispuestos a cruzar el puente entre generaciones tendido por Cristina. A ello hay que sumar la confirmación de Julio De Vido, Mercedes Marcó del Pont, Carlos Tomada, Débora Giorgi, Diego Bossio y Guillermo Moreno, para apreciar que no hay motivos para esperar cambios de fondo. El desendeudamiento, la acumulación de reservas, la intervención en el mercado cambiario y la regulación de los flujos de capitales de corto plazo, redundaron en una recuperación de soberanía y permitieron que la Argentina fuera el único país de América Latina que a partir de 2003 redujo la participación de productos primarios en sus exportaciones y aumentó la de manufacturas industriales. Desde la ruptura de la convertibilidad el complejo agroalimentario se expandió a una tasa anual acumulativa del 5,1% mientras el conjunto de la economía creció el 8,5% anual. Este crecimiento fue liderado por la industria manufacturera que creció a un 9,4% anual y dentro de ella las ramas que no pertenecen al complejo agroalimentario el 10,8%. Esto permitió reducir en forma drástica la desocupación y mejorar en forma significativa la participación de los trabajadores en el ingreso.

¿Freno a la soja?

El Plan Estratégico Agroalimentario, que Cristina describe con la consigna de industrializar la ruralidad, se propone acercarse antes de finalizar la década a 160 millones de toneladas de granos anuales con exportaciones por 100 mil millones de dólares que, por vía de una estructura impositiva en la cual las retenciones introdujeron un salto de progresividad, permitirán seguir atendiendo a los sectores más vulnerables. El Plan contempla una disminución relativa del peso de la soja, cuya producción debería crecer apenas un 32 por ciento, y un incremento del girasol, arroz y maíz, entre 120 y 130 por ciento, y del trigo en casi un 200 por ciento. Según distintas estimaciones esto implicaría agregar entre 8 y 18 millones de hectáreas al área sembrada, que hoy es de 34. La pregunta crucial es cómo hacerlo sin avanzar sobre ecosistemas vitales, con consecuencias políticas, sociales y de derechos humanos, como el reciente asesinato de Claudio Ferreyra en Santiago del Estero. La Argentina no es original en este aspecto: el gobierno de Brasil está en conflicto con las distintas etnias asentadas en torno del río Xingú por la construcción de Belo Monte, la tercera represa hidroeléctrica del mundo, que anegará sus tierras; el chileno, con las comunidades mapuches del sur que quemaron bosques para oponerse al avance sobre sus tierras de la forestación con fines industriales; el de Perú, con sus campesinos e indígenas que rechazan el emprendimiento aurífero de Conga. Cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó una medida cautelar frenando la obra de Belo Monte, Dilma Rousseff la desobedeció, siguió adelante con esa inversión próxima a los cinco mil millones de dólares, retiró su embajador de la OEA y la candidatura para integrar la CIDH del ex ministro de Derechos Humanos de Lula, Paulo Vanucchi. La CIDH modificó su resolución para permitir que siguiera la construcción de ese proyecto que Dilma inició como ministra de Energía y Minas, pero hasta ahora el gobierno no ha modificado su dura posición. Hasta el presente, Chile sigue aplicando a mapuches y pehuenches la legislación antiterrorista de Pinochet, con sus reformas posteriores, y el nuevo presidente peruano Ollanta Humala ha utilizado a la policía antiterrorista para detener a los dirigentes campesinos opuestos al proyecto minero de YanacochaNewmont.

Cuestión de derechos

Los sucesivos gobiernos electos en la Argentina a partir de 2003 han hecho un culto del respeto por los derechos humanos. El proyecto de ley antiterrorista que el Poder Ejecutivo incluyó en su convocatoria a sesiones extraordinarias del Congreso por exigencia del G1 y del Grupo de Acción Financiero, GAFI, duplicaría la pena para cualquier delito contenido en el Código Penal si se cometiera con la finalidad de generar terror en la población o de obligar a un gobierno a adoptar o abstenerse de tomar determinada decisión. En su definición de terrorismo el GAFI dice más o menos lo mismo, pero sólo “en una situación de conflicto armado”. Al desaparecer esa condición el proyecto argentino se expande mucho más allá. Sus considerandos mencionan en forma explícita la presión externa cuando señalan que es preciso adecuar la normativa nacional “a las transformaciones registradas a nivel global” y a “los más elevados estándares internacionales”. Al explicar en qué consistiría esa adecuación, el proyecto señala que se requiere “habilitar competencias y términos de cooperación e intercambio entre Estados”. El texto aclara que el agravante que duplicaría la pena sólo se aplicaría a “actos de terrorismo conforme los describen las convenciones internacionales” y que esto excluye “de cualquier intención criminalizante los hechos de protesta social”, que están dirigidos a “reclamar por derechos individuales o colectivos”. Añaden que aun cuando esos reclamos transgredieran la ley penal, “no dejarían de constituir el ejercicio de un derecho constitucional”. La categórica conclusión es que “en ningún caso la persecución y sanción del terrorismo pueden amparar la violación a los Derechos Humanos”. Lo reitera el artículo 3 del proyecto al afirmar que se duplicará la pena “siempre y cuando no se trate del ejercicio de un derecho constitucional”.

La voz del interior

La salvedad es bienvenida pero no alcanza a disipar los justificados temores que suscita el proyecto. Las convenciones internacionales son imprecisas en su definición de terrorismo y Estados Unidos ha adoptado por lo menos tres distintas y contradictorias: su “Estrategia de Seguridad Interna”, su “Estrategia Nacional para el Combate del Terrorismo” y la sección 802 de la “Ley Patriótica”. A esta confusión, incompatible con los requisitos primordiales del derecho penal, se suman ahora los conceptos abiertos e imprecisos del proyecto, que permitirían utilizar el agravante de terrorismo a la resistencia a desalojos, cortes de vías de circulación o meros actos de protesta en el espacio público. La pena prevista para una usurpación pasaría a ser de 1 a 6 años si se considera que tiene finalidad terrorista, con el riesgo de la prisión efectiva. Casos como el de Ferreyra en Santiago, la ocupación de tierras de Ledesma en Jujuy o las comunidades wichí de Salta y qom de Formosa, prueban que ni todos los gobiernos provinciales, ni mucho menos los actores privados con intereses económicos en la ocupación de tierras campesinas o indígenas comparten la preocupación del kirchnerismo de no reprimir las protestas sociales. El caso del cacique qom Félix Díaz, perseguido ahora por la Justicia en razón de la resistencia que su etnia opuso a un ataque violento en el que murió uno de sus miembros, ejemplifica este riesgo. La amplitud e imprecisión de los términos consagraría una inconstitucional inversión de la carga de la prueba. Serían los líderes sociales quienes deberían demostrar que sus actos no procuran obligar a las autoridades a “realizar un acto o abstenerse de hacerlo” o aterrorizar a la población.

Las viejas nuevas amenazas

Hace ya una década que la Junta Interamericana de Defensa, controlada por el Comando Sur, definió entre lo que llama “nuevas amenazas” al terrorismo, cuyas motivaciones irían desde el “fundamentalismo religioso” hasta los “reclamos de determinados grupos sociales”, las drogas ilícitas, la degradación del medio ambiente, la corrupción, el HIV/Sida, la denominada “Violencia Ciudadana” y la criminalidad, que “amenazan el orden público, social y político”. Otros problemas mencionados fueron el aumento de la pobreza extrema, el creciente nacionalismo indígena y el de-sempleo. Frente a este cuadro, la JID ofreció aportes que recrean en toda la línea la vetusta Doctrina de la Seguridad Nacional. En la Argentina el discurso de las “nuevas amenazas” fue introducido por los ministros de la Alianza y del interinato presidencial del senador Eduardo Duhalde, Ricardo López Murphy y Horacio Jaunarena. Cuando presidió la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados, Jaunarena incluyó en su agenda los cortes de rutas y lo que llamó “indisciplina social”, la interrupción de servicios públicos, catástrofes naturales y atentados terroristas. El sábado 3, al hablar ante la asamblea de Carta Abierta, el titular de la Unidad de Información Financiera (UIF), José Sbatella, reconoció que estas reformas obedecen a la presión internacional y que de no aceptarlas, la Argentina corría el riesgo de ser excluida del GAFI y del G20. La decisión presidencial fue permanecer, “por la utilidad de estar en el G20”, donde Cristina pudo desactivar “la política que intentaba la baja de los precios de los commodities como la soja”. Pero quedarse en el G20 implica “cumplir con los estándares fijados”. Por eso, hace ya dos años, la presidente tomó la decisión política de modificar la legislación que fuera necesaria, dijo Sbatella. En 2004 pude debatir en el programa de televisión “Oppenheimer presenta”, que se transmite desde Miami para toda América Latina, con quienes eran jefe del Comando Sur y viceministro del Pentágono para América Latina, el general James T. Hill y Roger Pardo Maurer. Ambos agitaron el fantasma del populismo radical en América Latina e intentaron confundirlo con el terrorismo, el narcotráfico, la criminalidad organizada, el lavado de dinero y las pandillas urbanas, que “amenazan la seguridad de los Estados Unidos”. Les pregunté qué estaba haciendo el Ejército de Estados Unidos dentro de Estados Unidos frente a esos problemas. Pardo Maurer enfureció. Dijo que era una pregunta tendenciosa, porque Estados Unidos tenía “un sistema legal muy establecido”, donde las Fuerzas Armadas, la policía y la Justicia tiene roles bien definidos, a diferencia de América Latina. Esta respuesta sería más difícil de sostener hoy, cuando el Capitolio está a punto de aprobar dentro de la ley que autoriza los gastos de Defensa una sección presentada en forma conjunta por los senadores Carl Levin, demócrata, y John McCain, republicano, que permitiría que todos los acusados de terrorismo, aun norteamericanos y dentro de Estados Unidos, fueran encarcelados por tiempo indefinido en prisiones militares, sin juicio alguno. En una votación preliminar obtuvieron 61 de los 100 votos del Senado. Glenn Greenwald, defensor de causas civiles y constitucionales y autor de dos bestsellers sobre el gobierno de George W. Bush, escribió que “para nuestra clase política y para el sector privado que la posee”, la interminable Guerra contra el Terrorismo “ es una adicción: no el medio para un fin sino un fin en sí misma”. Para Greenwald, lo peor es que esta ley no hará más que codificar lo que el gobierno ya está haciendo. Como anunció el Senador Lindsey Graham: “Si un ciudadano norteamericano traicioná a su país, no tendrá un abogado que lo defienda”, lo cual implica violar el artículo III, sección 3 de la Constitución. En este contexto mundial, las implicaciones del proyecto de ley argentino, que tiene estado parlamentario desde octubre, son tan graves que es poco recomendable su tratamiento de apuro en sesiones extraordinarias, sin posibilidad de convocar a juristas y representantes de organizaciones de la sociedad civil que tengan algo para decir.

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Imagen: Leandro Teysseire
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