Lunes, 14 de enero de 2013 | Hoy
EL PAíS › ENTREVISTA CON RAúL ZAFFARONI SOBRE LAS REFORMAS NECESARIAS EN LA JUSTICIA Y LAS QUE SON POSIBLES AHORA MISMO
Aunque lleve más de diez años pregonando una reforma constitucional, el juez de la Corte Suprema explicó a Página/12 que muchos cambios importantes del Poder Judicial pueden hacerse con la Constitución vigente. Su soledad en el fallo sobre la cautelar pedida por Clarín. Los cambios procesales. Su visión de por qué los políticos no profundizan en los temas judiciales. Sus razones para oponerse a la elección popular de magistrados.
Por Martín Granovsky
El 2013 empezó con el foco puesto sobre el fuero civil y comercial, sobre todo luego de que la cámara de apelaciones fallara a favor del Grupo Clarín en una cautelar. Y a la vez, aunque aparecen pocas precisiones, muchos funcionarios del Ejecutivo empezaron a hablar de una reforma del Poder Judicial. Lo hicieron luego de que la Presidenta mencionara lo que ella misma definió como “democratización de la Justicia”. El ministro de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni es jurista, pero suele interesarse por pensar el Poder Judicial desde límites que están más allá de los formales.
–Si uno tomara el ejemplo del fuero civil y comercial, tan en discusión en los últimos tiempos, ¿cómo podría cambiar los tiempos?
–No soy un procesalista civil, pero esas instituciones hay que reformarlas. No puede ser que la Justicia civil consista en no litigar, porque entonces cada causa es interminable. El Código de Procedimientos es muy antiguo. Hay que hacerlo más expeditivo. En la Corte estoy viendo expedientes del fuero civil que tienen muchos años, mucha demora...
–En el fallo de la Corte Suprema a raíz de la presentación del Grupo Clarín, usted votó en disidencia y sostuvo la posición de la procuradora Alejandra Gils Carbó.
–En la Corte estamos acostumbrados a opinar diferente. Es lo habitual. Que me quede solo en un voto tampoco es extraño. Me pasó muchas veces. Por ejemplo, he sostenido que la pena máxima vigente es de treinta años, fundado en que la ratificación del Tratado de Roma habría derogado las anteriores previsiones legales, y emití el único voto en ese sentido, en tanto que el resto sostuvo que no había cuestión constitucional a dirimir. Hubo otros casos también. Son las reglas normales de juego en un tribunal colegiado, donde todos nos respetamos aunque opinemos diferente. El pluralismo es sano.
–No es cualquier tema.
–Todos los casos son trascendentes. Una pena exagerada o injusta también lo es, tanto como la impunidad selectiva, al menos para quien la sufre o para la víctima. La trascendencia del caso no depende de la publicidad, sino del sufrimiento de la injusticia. Por suerte, los jueces no estamos sometidos a elecciones.
–¿Por suerte?
–Sí. Por eso podemos medir la injusticia de cada caso sin preocuparnos de lo que se diga mediáticamente.
–¿Por qué calificó de “disparate” la elección popular de jueces?
–En primer lugar, sería una de las reformas judiciales para las que se necesitaría una reforma constitucional. Pero incluso así daría lugar a una demagogia vindicativa y a una corrupción terrible. Ganarían los más ignorantes, solventados por intereses de los poderosos o vendidos a ellos, se meterían los partidos, los financiadores de campañas, y cuando se aproximase la reelección ni le cuento lo que harían. La propuesta de elección popular más que una idea es una reacción visceral. Empezó en la Revolución Francesa y, como todo disparate condenado a terminar en fracaso, acabó con Napoleón consagrando el modelo de Poder Judicial más vertical y corporativo haya existido, que después de más de un siglo juró fidelidad en bloque al gobierno títere del mariscal Petain.
–La Presidenta pidió la democratización de la Justicia. ¿Está de acuerdo?
–Hasta que no se concrete en medidas, no sé de qué se trata.
–¿Le molesta?
–Al contrario. Me siento complacido por el simple desafío de “repensar” lo judicial. Nadie puede dudar de que la Presidenta, más allá de la posición que se tenga a su respecto, es un verdadero cuadro político, alguien que viene de la política de toda su vida. Que de una persona de esa condición emane un reclamo de “repensar” lo judicial me entusiasma, porque puede abrir un debate en el que participen todos los cuadros políticos de la oposición. Sería bueno lograr que, al fin, la política se haga cargo de la necesidad de “pensar” y “repensar” al judicial. Espero que lo hagan bien, seriamente, sin tirar propuestas al voleo, sino poniendo lo que hay que poner en la silla durante muchas horas, estudiando, sobre todo estudiando. No se hace ingeniería institucional inventando el embudo.
–¿Por qué dijo que “al fin” los dirigentes políticos tal vez puedan acercarse a repensar la Justicia?
–Porque la política sencillamente ignoró el tema. Hace casi veinte años publiqué un librito (Estructuras Judiciales) en el que llamaba la atención acerca de la necesidad de discutir lo judicial desde lo político, de profundizar el análisis de los modelos de control de constitucionalidad y del mejor servicio de resolución de conflictos. Parece que todos creen que el judicial es un apéndice que funciona solo. Desde la política nadie ha pensado seriamente que un Estado democrático necesita un modelo de Poder Judicial acorde y que eso no se hace por sí mismo, sino que debe pensarse, meditarse y estructurarse. Armarse.
–Ese libro no parece estar en circulación.
–Está agotado, porque se desactualizó con todo lo que pasó en veinte años y por eso no quise reeditarlo. Lo tradujeron al portugués y lo reeditaron en la República Dominicana hace un tiempo, pero no tuve tiempo de reescribirlo y no quiero estafar vendiendo material gastado.
–Si tuviera que rescatar una idea que no considere gastada, ¿cuál sería?
–Que no intentemos inventar la pólvora. En el mundo existen modelos de judiciales corporativos y burocráticos que provienen de Napoleón, modelos políticos puros como el norteamericano, modelos más o menos horizontales como el italiano, distintas formas de reclutamiento de los jueces, controles de constitucionalidad difusos como el nuestro o el norteamericano, y centralizados como la mayoría de los europeos continentales. Esto solo por tocar algunos temas. Así como existen modelos de gobiernos parlamentarios y presidencialistas, unitarios o federales, también hay modelos judiciales e incluso hay algunos institutos y científicos sociales y políticos dedicados al tema. Es cuestión de estudiarlos, ver sus ventajas y desventajas, las dificultades que acarrearon en los respectivos países, los problemas que solucionaron o evitaron y su viabilidad en nuestro contexto. Eso es ingeniería institucional. Cómo armar un Poder Judicial es un problema político, constitucional, y la Constitución es un código político, de gobierno. Siempre lo ha sido. No puede negarse la esencia de los fenómenos, la naturaleza de las cosas, si no se quiere caer en el ridículo o en la insensatez.
–¿Hay una razón política especial en que los dirigentes políticos no resolvieran una reforma judicial o una práctica habitual en ese sentido?
–Creo que la omisión obedece a descuido más que a otra cosa. A que a nadie le importó mucho en la política, más allá de ver cómo se las arreglaba en lo coyuntural. El descuido es tal que no hay una historia de nuestro Poder Judicial.
–Recuerdo que en la presentación del instituto de investigaciones de la Corte Suprema, usted dijo que el Poder Judicial parecía más opaco que la Inquisición.
–Cualquiera que haga una búsqueda en librerías encontrará hasta una vieja historia en varios volúmenes de la Policía Federal con buen material documental. Del Poder Judicial no, no tiene historia. Como máximo se han escrito algunos esbozos rápidos, pero no una verdadera historia política, seria, documentada, con análisis de las ideologías plasmadas en los fallos de cada momento y de sus respectivos contextos. Si le pregunta a cualquier estudiante de derecho si le explicaron el origen de nuestra Corte, sus primeros fallos, el papel de la Corte y de los jueces federales en las primeras décadas, luego en los tiempos de la oligarquía, su rol ante los gobiernos radicales, su papel del ‘30 al ’43, el conflicto con el peronismo, el juicio político a la Corte, las remociones dictatoriales de 1955 y 1976 y la forma en que todo esto pesó en la mayoría de los jueces, seguramente que nadie lo sabe, sencillamente porque no se lo han explicado. Y fuera de los estudiantes creo que nadie lo sabe muy bien, salvo a grandes trazos.
–¿Y qué hicieron los juristas?
–No nos olvidemos de que el respeto a un derecho exige tres cosas: la primera es que se lo reconozca, la segunda que se sepa cómo reclamarlo. La tercera –y quizá la más importante– es que haya un tribunal que escuche. Los juristas saben de las dos primeras, pero cómo se obtiene la tercera es una cuestión que escapa a su conocimiento.
–Suena a paradoja.
–Es que los juristas debemos comenzar por controlar nuestro narcisismo.
–¿Cómo?
–Sabiendo que la ingeniería institucional no es ni mucho menos sólo cuestión de juristas. Sin duda que para proyectar la ingeniería institucional del judicial no puede prescindirse de los juristas, pero además se necesitan cientistas políticos, sociólogos, comparatistas, historiadores. Uno de los mejores investigadores del mundo en el tema, el profesor Carlo Guarnieri, de la Universidad de Bolonia, es politólogo y fue decano de la Facultad de Ciencias Políticas. Nosotros solos no abarcamos todos los conocimientos necesarios.
–¿Y usted tampoco?
–No. Soy simplemente un francotirador, trato de leer algo más que Derecho y cuando me asomé a este problema, hace veinte años, me di cuenta de la complejidad y de la escasa importancia que se le ha dado. Creo que dimensiono el universo de conocimientos necesarios, pero disto mucho de manejarlos.
–¿Democratizar la Justicia o repensarla exigiría una reforma constitucional? Usted la pedía antes de que figurase en la agenda del oficialismo.
–Por favor, no mezclemos otra vez las cosas, porque aclaro desde ahora que no estoy hablando de eso. Hay reformas judiciales que pueden pensarse dentro del marco constitucional vigente y en un término más o menos breve, en tanto que a largo plazo sería bueno instalar un debate sobre una eventual reforma constitucional, sobre cuya oportunidad y alcance no tengo nada que decir y, que quede claro, tampoco digo nada.
–Sin entrar en el terreno constitucional, entonces, ¿cuáles serían las reformas inmediatas?
–Ante todo debemos resolver el problema que plantea un Consejo de la Magistratura que se ha trabado. Si no prima el buen sentido y se lo agiliza, no podremos designar más jueces ni someter a jurado a quienes lo merezcan. Es muy grave que se trabe el organismo que es pieza clave en la designación y remoción de jueces. No estoy hablando de un concurso en particular, sino de todos los concursos y de todas las denuncias. En segundo lugar, podríamos pensar ya desde la Corte en establecer un ingreso del personal administrativo por concurso o prueba, lo que se viene demorando desde hace años.
–Eso lo puede hacer la Corte.
–Sí. No requiere ninguna intervención de otro poder.
–¿Qué reforma sí requeriría, por ejemplo, la participación del Poder Legislativo?
–Con el Congreso habría que analizar el mapa judicial, la distribución de competencias territoriales, el reparto equilibrado de la tarea judicial. Por último, pero no último en importancia, es necesario pensar las reformas procesales y los requerimientos de infraestructura humana y material conforme con la conflictividad a atender, materia en la que debemos ser dinámicos. Es cierto que prima una “cultura judicial” de “tiempo perdido” que viene de la tradición escriturista, pero también es verdad que eso lo permiten las leyes procesales. Bueno, para nada de lo que hablamos es necesario tocar la Constitución.
–Antes dijo que para una elección popular de los jueces, por caso, sí habría que reformarla. Pero Bolivia, entre los vecinos, sí reformó la Constitución e incorporó la elección popular.
–En primer lugar, en Bolivia se está protagonizando una revolución que incorpora a la mitad de la población a la vida civil y política. Por otra parte, se trata de un Estado plurinacional, lo que no tiene nada que ver con nosotros. Además, la elección popular está rodeada de requisitos y no es de todos los jueces sino para algunos superiores.
–¿Por qué la Revolución Francesa habría tenido un comportamiento visceral cuando propuso elegir a los jueces?
–Siempre se ha planteado el problema de que un poder no elegido directamente controla y limita a un poder de elección popular directa. Es una discusión que tuvo su punto máximo por los años ’20 y ’30 del siglo pasado, cuando se habló de un poder “aristocrático” y “contramayoritario”, como objeción progresista por parte de Franklin Delano Roosevelt contra su Corte Suprema conservadora y como crítica reaccionaria por el nazi Carl Schmitt contra el tribunal constitucional de Kelsen en la Constitución austríaca de 1921. Pero no se resuelve con simplezas viscerales, porque el control es indispensable, dado que no se puede jugar un partido de fútbol sin árbitro ni jueces de línea. En lugar de un partido sería una trifulca.
–¿Pero se puede hablar de poder de origen democrático sin elección directa?
–Un poder no es democrático sólo porque proviene de elección directa, sino porque es indispensable para que la democracia funcione. Al final, la única fuente constitucional de poder es siempre el pueblo, en forma directa o indirecta. A los jueces no los designa ninguna divinidad ni ningún monarca, sino las autoridades electas popularmente. La única solución para evitar que el partido de fútbol se convierta en trifulca es estudiar la forma de preparar y seleccionar a los mejores árbitros.
–¿Y una prueba periódica para los jueces?
–También requeriría una reforma constitucional, pero igualmente no me parece ninguna solución. Lo importante es que el juez sepa Derecho al ser nombrado y luego, si no estudia ni se actualiza, no podrá aspirar a una promoción, porque no podrá superar las nuevas pruebas. Si en su función es deficiente, para eso están las sanciones, que deben ser garantizadas por una buena comisión de disciplina.
–¿Cómo se evitan los prejuicios de clase?
–Del modo en que naturalmente se irá dando en pocos años: cuando comiencen a competir en los concursos los egresados de las universidades del conurbano, cuya grandísima mayoría son hijos de trabajadores.
–Al menos los graduados del conurbano suelen ser los primeros graduados de su familia.
–Pongamos atención en su formación, ofrezcamos perfeccionamiento a los muchachos de menores recursos o sin parientes judiciales, preparémoslos para los concursos, hagamos una escuela de aspirantes gratuita. El efecto natural es la única forma de dinamizar la movilidad social vertical de la Justicia. Mejoremos la formación académica, pongamos atención en la formación cultural del abogado: no basta con que sepa teoría jurídica y menos aún leyes de memoria. Hagamos todo lo contrario de lo que el programa de Bolonia está haciendo en Europa, que es formar sólo buenos gestores.
–En el debate público siempre aparece en estas ocasiones el juicio por jurados.
–Cada vez que se habla de reformas judiciales, lo primero que salta es el juicio por jurados. Seamos serios: el jurado popular clásico no funciona ni en los Estados Unidos, donde sólo un pequeñísimo porcentaje de casos se resuelve ante un jurado, porque los demás se “negocian” con (o se extorsionan por) el fiscal. Tiene el inconveniente constitucional de no permitir la revisión que impone la misma Constitución con la incorporación de la Convención Americana. Además, el jurado es caro y lento. Y no hay tradición. Si es difícil conseguir presidentes de mesa electoral, no me imagino jurados como carga pública. Requeriría una reforma drástica del proceso: no me imagino un jurado preso durante un año y medio, mientras declaran quinientos testigos. Si no se lo aislase sería un escándalo. Sería casi inevitable que entre más de una decena de personas, alguna de ellas adelante su opinión mientras toma unas copas en un bar, con lo cual todo el proceso sería nulo y habría que recomenzarlo. Creo que el control popular es bueno, pero para eso sería más práctico el sistema de escabinos, o sea de tribunales con jueces letrados y ciudadanos. De ese modo se evitaría entender contradictoriamente la Constitución, no tendría los otros inconvenientes del jurado clásico y permitiría un buen control con ciudadanos que participen del debate.
–¿Cuál sería el mínimo de reforma deseable?
–Si se recompone la distribución de tareas, se ingresa en lo administrativo por pruebas o concursos, se escoge a los jueces en concursos rápidos y transparentes, se agiliza el procedimiento civil y penal, se dispone el control ciudadano en los juicios penales y se prepara a los jóvenes para los concursos como nueva generación de recambio, por lo menos de momento me sentiría muy satisfecho. En el largo plazo, sin apuro, por supuesto que puede pensarse en reformas más ambiciosas, pero de momento las inmediatamente posibles son muy importantes y se demoran desde hace muchísimos años.
–En otra parte de este diálogo señaló cosas que la Corte puede hacer por sí misma.
–Sí, y para otras no tiene mucho poder. Incluso en lo administrativo el asunto es complicado por las potestades del Consejo de la Magistratura. Y en cuestiones de jurisprudencia no somos un tribunal que puede imponerla hacia abajo para todos los tribunales. Cuando resolvemos una inconstitucionalidad, la resolvemos en el caso. Hipotéticamente todos los casos similares tendrían que llegar hasta la Corte porque los jueces no tienen obligación de seguir un fallo determinado. A veces, cuando se habla de seguridad jurídica, incluso en términos económicos, no se piensa el tema en toda su extensión y complejidad. Si yo tuviese que hacer una inversión de cien millones de dólares y pregunto por un contrato, ¿con cuál fallo me contestaría un abogado al que contraté? ¿Con cuál jurisprudencia? Al mismo tiempo, es el sistema nuestro de toda la vida, ¿no?
–Las veces en que usted sugirió una reforma de la Constitución habló de la conveniencia de un régimen parlamentario y de la necesidad de un tribunal constitucional. ¿Qué características tendría?
–Es un órgano extrapoder. Es un tribunal político. Cuando declara la inconstitucionalidad de una ley, esa ley pierde vigencia. O queda un vacío legal o el Parlamento tiene que legislar de nuevo. Así la corte institucional italiana pudo remover el código fascista. Hizo caer normas y entonces, ante el vacío, el Parlamento italiano se vio obligado a legislar.
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