Domingo, 22 de diciembre de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Edgardo Mocca
Acontecimientos de muy diversa naturaleza y causalidad –desde extorsiones policiales llamativamente generalizadas en una importante cantidad de provincias y saqueos en zonas previamente liberadas por esas policías, hasta cortes prolongados del suministro de energía en grandes ciudades– han contribuido, en su insólita simultaneidad, a configurar un clima político visiblemente enrarecido.
Resulta complejo establecer un cuadro del conjunto de la situación. Sin embargo, sin ese cuadro no hay análisis político. Claro que construirlo no equivale a enlazar arbitrariamente los acontecimientos ni, mucho menos, recurrir a ese remedio mágico contra la complejidad de lo político que son las teorías conspirativas. Estas hipótesis, que siempre presuponen algún actor unitario y omnipotente que mueve los hilos de la conspiración universal, han fabricado poderosos anticuerpos en el mundo intelectual y periodístico; tienen una bien ganada mala fama. Ahora bien, sucede a veces que el rechazo del atajo conspirativo va aparejado con la renuncia a un análisis político de conjunto, a un intento por establecer una trama analítica de los acontecimientos.
Está de moda hoy llamar “relato” a esa trama orgánica en la que se inscriben los hechos particulares y de la cual estos hechos toman su sentido social y político. Cada uno de los actores sociales protagónicos de las situaciones particulares tiene su propio relato. El agente policial puede explicar su apoyo a la “protesta” sobre la base de reivindicaciones insatisfechas por el poder político; los diversos sectores perjudicados por el corte de luz demandan razonablemente que las autoridades involucradas asuman su responsabilidad en la solución del problema y en las compensaciones a los daños sufridos. Así, hay también planes de lucha de sectores sindicales que esgrimen reclamos justos y razonables, como lo son también las quejas de múltiples y heterogéneos conglomerados sociales que consideran que sus demandas no son satisfactoriamente atendidas. No se puede, sin embargo, construir una clave interpretativa sobre la base de la simple suma o el amontonamiento de relatos parciales; y no se puede, sencillamente, porque ni la sociedad ni la política pueden reducirse a esa suma de experiencias heterogéneas entre sí. A ese método se le pierde un eslabón decisivo en la interpretación: las relaciones de poder en el plano nacional y la puja de poder que en esas relaciones se desarrolla. Esas relaciones y esas luchas por el poder pueden estar más o menos presentes en la conciencia de los actores sectoriales, pero en ningún momento dejan de influir en los acontecimientos. Para graficar un poco tanta abstracción: cómo, si no desde la perspectiva del poder, puede explicarse el apoyo de Moyano al Gobierno hace dos años y su actual beligerancia extrema; ¿es la orientación del Gobierno en materia distributiva o la posición de Moyano en la lucha de poder lo que se ha modificado drásticamente?
Si la escena política se ha enrarecido no es, entonces, por la mera suma de episodios particulares de innegable impacto social. Lo que le da a la escena el nivel actual de dramatismo es la existencia de un problema principal, el del poder político en el país. Por si hace falta aclararlo más aún: no se habla acá de una intención unánime y deliberadamente desestabilizadora de los protagonistas de cada escena parcial; cada una de ellas tiene razones y tiene causas. De lo que se trata es de la capacidad que tiene la lucha por el poder de capturar las racionalidades particulares y absorberlas en una lógica común, en una lógica, justamente, de poder. Cuando de lo que se trata es de la lucha por el poder, poco importa si en tal o cual conflicto tenemos que situarnos en la defensa de lo que, mirado desde la particularidad, no quisiéramos defender. Miremos si no, a Carlos Pagni en su columna del diario La Nación agitando el abandono por parte del Gobierno de su política de memoria, verdad y justicia, supuestamente consumado con la aprobación parlamentaria del ascenso del general Milani. La preocupación del comentarista no armoniza con su posición durante estos últimos años ni con la insistente e indignada prédica del medio en el que trabaja contra la política del Gobierno en la materia.
La derecha hizo su diagnóstico a la salida de las elecciones legislativas. Dijo que el futuro era, o bien una “transición” ordenada (y obviamente acordada con los poderes fácticos) o el caos. De ahí en más no hace falta teoría conspirativa alguna para explicar las crecientes tensiones políticas: se va a actuar sistemáticamente, más aún de lo que se viene haciendo en los últimos cinco años, para convertir cada conflicto local en una chispa válida para el gran incendio. Claro que cada una de esas chispas –las policías autocontroladas y a la vez desmadradas, la falta de inversión de las empresas concesionarias de los servicios, la subsistencia de fuertes bolsones de pobreza y marginación– son preguntas sobre nuestra situación política y social que no admiten respuestas autocomplacientes. El país está en un punto de su historia que no es el del prólogo al gigantesco derrumbe de fines de 2001 ni es el de la superación plena del orden que produjo aquel colapso y la consolidación definitiva de un rumbo diferente de desarrollo. Más aún: muchas de las políticas concebidas como reparación de los males sociales más agudos y urgentes generaron nuevos problemas y nuevas contradicciones, aunque ese noble origen de los problemas no exima de la obligación de asumirlos y superarlos. Un país que pasó por las circunstancias terribles, y no del todo superadas, de una crisis orgánica que amenazó hasta su viabilidad como comunidad política, no puede no estar atravesado por estos polvorines sociales. En este país se desmanteló la industria, se condenó a millones al desempleo y a la marginación, se entregó el patrimonio nacional casi totalmente, se destruyeron los ferrocarriles, se regaló la aerolínea de bandera. Y, ante todo, especialmente a partir de la última dictadura, se debilitaron extraordinariamente la cultura de la ley, el respeto de lo público y la idea de justicia. El déficit estatal argentino viene de mucho más lejos y no puede explicarse sin referencia a la sistemática usurpación del poder legal por parte de fuerzas armadas comprometidas con las clases dominantes, durante gran parte del siglo pasado. Conocimos el atropello brutal contra todo derecho humano en los tiempos de la última dictadura y la reestructuración neoliberal de nuestra sociedad en los años noventa: Estado terrorista y privatización neoliberal como portadores de la misma sustancia antiestatal y antipolítica. Alrededor del Estado, de su capacidad para regular al mercado, de su efectivo poder de decisión, de su capacidad para proveer orden en un contexto de respeto por los derechos individuales y sociales y con un sentido de justicia social, gira el conflicto político central en Argentina. Más que nunca la consolidación del Estado soberano se juega en el terreno del consenso social y la arena de disputa es la cultura política de los argentinos.
Claramente la idea articuladora de los conflictos que sostiene la derecha no es de índole “positiva”, es decir, no es una plataforma política desde la cual se proponga una nueva forma de convivencia social entre los argentinos. Los conflictos se articulan en su “negatividad”; su fuerza, en las versiones más duras y audaces, es la de converger en un dispositivo que pueda generar una situación de absoluta ingobernabilidad. La gobernabilidad es la calle, según lo acaba de precisar cierto economista que trabaja para el establishment de los buitres. La calle es el punto más sensible de éste y de cualquier otro gobierno: ahí es donde se juega la capacidad de ejercer el orden con el mínimo posible de violencia legal. En la calle están los cuerpos y está siempre latente la violencia. Por eso puede hablarse de estos acontecimientos como inscriptos en una estrategia de lucha por el poder. No porque cada hecho lo sea desde la perspectiva de sus actores, sino porque convenientemente amplificados e inscriptos en una descripción de lo que ocurre, los acontecimientos transforman su sentido, dejan de ser lo que son como conflictos particulares para convertirse en escenas de lucha por el poder. Los hechos no son los hechos: son la inflación, la inseguridad, la corrupción, la ineficacia gubernamental, todos ellos conceptos que no pueden ser discutidos ni problematizados, son presentados por la maquinaria mediática dominante como un dato del más elemental sentido común. Son el “relato” habilitante de la provocación desestabilizadora.
Los cambios en el gabinete y en algunos formatos institucionales (claramente, el lugar de la Jefatura de Gabinete) son también parte de esta lucha, una adecuación de formas y de tiempos por parte del Gobierno que parte de dos hechos fuertes: el retroceso electoral de octubre y la imposibilidad de la re-reelección de la Presidenta. Se nota un doble esfuerzo: el de mejorar la gestión estatal de las políticas públicas que se impulsan y el de jerarquizar la comunicación y el debate público. La preservación de la figura presidencial frente a ciertas circunstancias conflictivas y el intento de ganar la iniciativa en la construcción de la agenda pública diaria se insinúan como logros de estos cambios. La formulación de la idea de la unidad entre los argentinos que queremos vivir en democracia, hecha por Cristina en su mensaje público del último 10 de diciembre, es una idea fuerza muy importante. Supone distinguir claramente entre quienes quieren ganarle al Gobierno la próxima elección y quienes quieren impedir, por los medios que sean necesarios, que este gobierno llegue a la próxima elección. Un debate más abierto y más rico puede contribuir a esa diferenciación y hacer más difícil la alianza de hecho entre sectores que defienden (o dicen defender) proyectos de país inconciliables entre sí. Lejos de suponer un debilitamiento, una mayor apertura en la discusión pública es una de las claves para la continuidad de la experiencia política argentina nacida hace diez años.
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