Lunes, 27 de enero de 2014 | Hoy
EL PAíS › ACADéMICOS Y ESPECIALISTAS ANALIZAN EL POSIBLE IMPACTO DEL PLAN PROGRESAR LANZADO POR EL GOBIERNO
Los expertos consultados por Página/12 evaluaron favorablemente el programa destinado a que jóvenes de 18 a 24 años completen sus estudios, pero también advirtieron sobre las dificultades y los desafíos que plantea su ejecución.
Por Soledad Vallejos
El anuncio del Programa de Respaldo a Estudiantes de Argentina (Progresar), que brindará una asignación social de 600 pesos a jóvenes de entre 18 y 24 años desocupados o con trabajo informal, a cambio de que estudien o adquieran un oficio, tuvo una recepción mayormente favorable por parte de especialistas consultados por este diario. De todos modos, señalaron algunas dudas acerca de sus alcances efectivos y sus modos de aplicación. Los autores de La violencia en los márgenes, la docente María Fernanda Berti y el sociólogo Javier Auyero; el coordinador de igualdad educativa de Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), Roberto Amette; la trabajadora social y vicedecana de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), Adriana Clemente, y la experta en criminología e integrante del Cepoc (Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos) Claudia Cesaroni dialogaron con Página/12 acerca de a quiénes podría beneficiar el Progresar, en qué contextos llegaría a intervenir y cuáles son los rasgos del universo de jóvenes a los que se dirige.
La docente María Fernanda Berti, coautora junto con Auyero del libro que exploró cómo es convivir cada día con la violencia para chicos del conurbano, primero aclara que no es “experta”, pero que los detalles del Progresar le recordaron la investigación que hicieron, y en la que pudieron “ver la etapa de aplicación de la Asignación Universal por Hijo” (AUH). “En lo primero que pensé cuando escuchaba el anuncio era que intenta llegar a algo que la AUH no logró completamente: que los chicos se quedaran en la escuela. En la primaria los chicos se quedan, me parece que incluso más allá de los efectos de la AUH. Pero en la secundaria no. A los chicos más grandes los perdés, más allá de la asignación. Ni siquiera las netbooks que se entregaban pudieron retenerlos.”
Berti señala esos detalles que ve en el día a día de la escolaridad, y en los que se cifran las posibilidades de cambiar las condiciones de vida. “Cuando pasan a la secundaria, muchas chicas quedan embarazadas; los chicos trabajan”, explica, y arriesga que tal vez no sea lo mismo tener una maestra que conoce las historias de cada uno que un cuerpo de profesores asignado para cada materia, por algo sencillo: no pueden tener la misma cercanía. Sin embargo, las vidas de chicas y chicos se pueden ver en el barrio. Por eso, Berti critica la designación “ni-ni” y la afirmación de que se trata de jóvenes que ni estudian ni trabajan. “Lo detesto. Decir ‘ni-ni’ invisibiliza lo que pasa. Los pibes laburan, no sabés cómo laburan. La gran mayoría no son pibes chorros, sino que laburan por dos mangos. Tuve alumnos que salían a las 6 de la mañana a vender verdura, nenas que cuidaban a sus hermanitos bebitos porque sus mamás iban a trabajar a talleres de costura, porque en La Salada, que queda cerca, se vende mucho.” El paisaje, dice Berti, es complejo. “El trabajo es a largo plazo”, agrega, porque son jóvenes “habituados a la violencia, y esa violencia incluye la informalidad, y muchas veces la ilegalidad, que no es lo mismo”.
El sociólogo Auyero señaló que “no está mal otro programa de transferencia de dinero, como los que existen en casi todos los países de América latina y que hoy son tan favorecidos y elogiados por el Banco Mundial y otras agencias internacionales”. Sin embargo, observó que “el problema es que no se invierte en servicios no mercantilizados, como la salud pública, la educación y la vivienda”. Auyero cree que este tipo de programas se encuadra en lo que la economista brasileña Lana Lavinas definió como “bienestar del siglo XXI”, es decir, “la tendencia regional de concentrar el gasto social en programas de transferencia de dinero en lugar de expandir los servicios no mercantilizados”.
“Estos programas se han convertido en la principal estrategia para lidiar con la pobreza urbana y rural y operan, de acuerdo con Lavina, ‘sobre una base residual, como una red de contención frente a las fallas del mercado’.” Por ello, cree Auyero, si bien “compensan en algo a los más necesitados”, a la vez “están desconectadas de políticas redistributivas más permanentes, elemento constitutivo de cualquier sistema de protección social universalista”.
Para Roberto Amette, el coordinador de igualdad educativa de ACIJ, el programa lanzado la semana pasada “resulta un avance”, aunque deberían sumársele “nuevas políticas públicas” que lo complementen. “La implementación de apoyos a incentivos económicos es fundamental para mejorar el acceso al derecho a la educación”, señaló. “Es importante, de cualquier modo, tener como horizonte el generar otras nuevas políticas públicas, tanto a nivel nacional como local, que complementen este programa para mejorar aún más el acceso a una educación igualitaria”, agregó.
El impulso de la abogada Claudia Cesaroni, cuando conoció detalles del Progresar, fue repasar cuántos jóvenes se encuentran privados de la libertad en la Argentina, en el ámbito federal y en la provincia de Buenos Aires. “Creo que a esos jóvenes tiene que llegar este programa, porque es una población que tiene mucha dificultad para acceder a niveles de estudio. Están presos y todo les resulta más difícil de conseguir, como el certificado de estudios primarios que precisan para seguir estudios secundarios en la cárcel. A veces les resulta imposible porque lo perdieron, otras porque el certificado quedó en otra provincia y ellos fueron trasladados a otra punta del país. La cárcel no facilita eso. A veces, los obstáculos son más fuertes que la voluntad de los jóvenes de estudiar, en especial cuando hay traslados.”
Cesaroni explica que repara en esas situaciones porque “cualquier proyecto de política pública que tenga por objeto incluir a una población tiene que aplicarse por igual en la cárcel. Y si el joven no cumple alguno de los requisitos del caso, hay que ayudarlo a que lo cumpla”. “A esta población hay que tenerla en cuenta, porque es una proporción muy importante: en las cárceles federales, es la quinta parte del total; en provincia de Buenos Aires, un cuarto.” Para estos jóvenes privados de su libertad, cree Cesaroni, “lo ideal sería que el Progresar se articule con el Programa de educación en contextos de encierro”. La Presidenta “dijo que hay que ir a buscarlos a los pibes, bueno, a estos chicos también, y no hay manera de no encontrarlos porque están encerrados. Es el territorio donde están, por lo menos un tiempo. Y una cuestión importante es también garantizar la continuidad de su participación, en especial con los más jóvenes”. La abogada lo señala porque, en algunos casos, puede suponerse que posibles beneficiarios del programa “recuperen la libertad antes de terminar los estudios” y el dispositivo debería “garantizar la continuidad, buscarlo para que continúe, para que no abandone”.
La trabajadora social Adriana Clemente, vicedecana de Ciencias Sociales (UBA), evaluó que “es una medida oportuna y necesaria” que respalda “cientos de iniciativas de pequeños y modestos programas llevados adelante por gobiernos provinciales, municipales y ONG”. Pero señaló que “es un error pensar que estos jóvenes están fuera de la escuela o el mercado de trabajo sólo por una situación de desventaja educativa”. La situación, señaló Clemente, es “más compleja y necesitamos aprovechar este nuevo recurso para atacar el problema en sus múltiples aristas”.
En muchos casos, como parte del impacto de la AUH, “un montón de adolescentes volvió a las aulas y la institución no sabía qué hacer con ellos. Hablamos de chicos que hacía tres, cuatro años que no estaban escolarizados y que apenas sabían leer y escribir aunque tenían 15 años. Sucede que cuando sos joven, tres o cuatro años es una vida”. Algunos de esos chicos, pasado el tiempo, podrían ser actualmente beneficiarios del Progresar. Y a la vez, observó Clemente, eso lleva a otro rasgo de la población a la que se dirige: “Entre los 18 y los 24, jóvenes de sectores populares ya pueden tener familia a su cargo”. Por eso “hay que hablar de trabajo, no de estudio, con suerte de capacitación en oficios. Es muy difícil de implementar si no se logra que el lugar de trabajo sea también un lugar de formación, porque a los chicos ya los explotan trabajando más de diez horas. Si vos le decís ‘ahora tenés que venir a la secundaria nocturna, o a tomar un curso de oficio’, quizá no vayan porque es demasiado”.
Finalmente, señaló Clemente, “el grupo más difícil es el que no pudo establecer ningún vínculo con lo público o con las redes que trabajan con los jóvenes”. Se trata de chicos y chicas a quienes vincular con el Estado “no es fácil, porque ya pueden haber establecido alguna filiación que los vuelve reactivos a las respuestas tradicionales”, agregó, en relación a “filiaciones donde la convivencia entre trabajo y delito son una misma cosa”. “Es un grupo minoritario, y es el que necesita con más urgencia que gente preparada empiece a trabajar en un cuerpo a cuerpo en los territorios, marcados por situaciones de violencia y delito”, agregó la vicedecana de Sociales, quien, además, cree que una tarea de ese tipo requiere una fuerte participación de los ministerios de Educación, Desarrollo Social y Trabajo.
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