Domingo, 7 de diciembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Victoria Ginzberg
Algunos miembros de las Fuerzas Armadas tuvieron ¿tienen? problemas médicos y emocionales derivados de los crímenes que cometieron durante el terrorismo de Estado. Pesadillas, insomnio, stress, incluso cuadros más severos. No es raro. Al contrario, es esperable que eso le ocurra a cualquier ser humano que haya torturado y asesinado. Lo extraño es que algunos de ellos crean que sus problemas se derivan del hecho de que los asesinatos que cometieron se hicieran públicos y no del hecho mismo de haberlos perpetrado. Al menos eso es lo que alegan ante sus superiores, con el objetivo de ser reconocidos y sacar algún beneficio extra y, a la vez, no mostrarse como arrepentidos.
Es conocida la investigación de Stanley Milgram, quien citó a desconocidos para que aplicaran corriente eléctrica a otros. Las torturas no eran recibidas por sus supuestos destinatarios. Era una simulación, pero los involucrados, los que torturaban, no lo sabían. El estudio concluyó, para decirlo apresuradamente, que “personas ordinarias”, es decir, cualquiera, en determinadas circunstancias, podía convertirse en torturador. El resultado de la prueba, realizada a principios de los ’60 con el nazismo todavía como telón de fondo, fue, y todavía sigue siendo, perturbador. Nos dice que autores de delitos horrendos no son monstruos, sino personas de carne y hueso. Sobre todo cuando están dentro de un sistema, de una maquinaria, con reglas y órdenes estrictas. Esto no exime de culpa a los autores de delitos, pero puede ayudar a pensar la pregunta que siempre está al acecho: ¿cómo fue posible?
Sí, los represores de la ESMA eran personas. Es tranquilizador pensar a quienes cometieron atrocidades como monstruos. Es cierto que hicieron cosas monstruosas, pero no a causa de un desorden genético o una esencia propia. También lo dijo Primo Levi respecto de los nazis: “No eran esbirros natos, no eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran gente cualquiera. Los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios dispuestos a creer y obedecer sin discutir”.
Los represores de la ESMA y de los otros centros clandestinos de la dictadura arrasaron con la identidad de sus víctimas, las deshumanizaron, las convirtieron en objetos ante sus ojos para poder hacer con ellas lo que hicieron. Pero algunas veces se colaba entre ellos lo humano de lo inhumano. Pensarlos como monstruos impide pensar en el sistema detrás de ellos. Impide pensar en las razones políticas y económicas detrás de sus crímenes. Porque no se trató de locos y sádicos matando al azar, se trató de un sistema organizado para deshacerse de militantes políticos y a la vez impartir el terror generalizado en la población. De un sistema que necesitaba de esas desapariciones para imponer un plan económico.
Pensar en las personas como engranajes de esa maquinaria, está dicho, no excluye de culpa. Cada quien es responsable de los actos que realizó. La responsabilidad de los asesinos, secuestradores y torturadores salta a la vista. Pero poner la lupa sobre todos los partícipes necesarios coloca a cada quien en su lugar. Los empresarios que se beneficiaron, los jueces que consintieron, los apropiadores que se robaron bebés y los sacerdotes que bendijeron a todos ellos.
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