EL PAíS › ADELANTO DEL LIBRO “LOS ESCUADRONES DE LA MUERTE”
La escuela francesa
Página/12 presenta extractos del trabajo de Marie-Monique Robin, quien rastreó el rol de los militares franceses como maestros de las dictaduras latinoamericanas. Las reveladoras entrevistas a Bignone y Díaz Bessone que este diario publicó en 2003.
Por Marie-Monique Robin
Desde 1957, en plena batalla de Argel, llegan a Buenos Aires, con la mayor discreción, dos especialistas franceses en la guerra revolucionaria: los tenientes coroneles Patrice de Naurois y Pierre Badie. “Altamente apreciada”, su enseñanza es el preludio de un acuerdo secreto que será firmado, en febrero de 1960, entre los gobiernos francés y argentino, y que prevé la creación de una “misión permanente de asesores militares franceses” en la Argentina.
Cuando llega el momento de firmar el acuerdo, Pierre Messmer acaba de ser nombrado ministro de las Fuerzas Armadas. (...) Cuando lo encuentro en París, el 16 de diciembre de 2002, es miembro de la Academia Francesa y canciller del Instituto de Francia. A los ochenta y siete años, esta figura de la política francesa conserva una memoria a toda prueba. (...)
–¿Quién decidió enviar asesores militares franceses a la Argentina?
–Fue el propio general De Gaulle quien decidió que habría una misión, a propuesta del ministro de Relaciones Exteriores. Dicho esto, hay que añadir que ya antes de la Segunda Guerra Mundial las misiones militares francesas a América del Sur eran bastante numerosas. Había una en Brasil, otras en Colombia, en Venezuela. Era una tradición. Estados Unidos todavía no había puesto la mano sobre la instrucción y la provisión de materiales a las Fuerzas Armadas sudamericanas. Pero en 1960, yo creo que la Argentina estaba interesada sobre todo en la experiencia de Francia precisamente en el área de la guerra revolucionaria...
–¿Cuál era el perfil de los militares de la misión?
–En principio, el esfuerzo se dirigía a reclutar oficiales que hablaran español, lo que limitaba las posibilidades de elección. Y después, se elegía a aquellos que tenían una experiencia correspondiente a lo que deseaban los argentinos. ¡No enviamos especialistas en armas atómicas a la Argentina!
Dicho con palabras todavía más claras: se eligieron especialistas en la guerra subversiva.
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–Usted sabe, señora, el problema es que aquí, en la Argentina, hay curas comunistas... –me dice el joven cura originario de Toulouse, con los brazos cruzados sobre su sotana negra, mientras a su lado el seminarista argentino asiente con la cabeza.
–¿En serio?
–¡Sí! ¿Y cómo cree usted que se puede salvar el alma de un cura comunista?
–Rezando por él –arriesgué, presintiendo que no era la respuesta correcta...
–¡Si con eso fuera suficiente! No, el único medio de salvar el alma de un cura comunista es matándolo.
La escena ocurre en La Reja, a unos cincuenta kilómetros de Buenos Aires, el domingo 23 de marzo de 2003, justo después de la misa... Es aquí, en el corazón de un parque muy verde, donde la Fraternidad San Pío X del difunto monseñor Marcel Lefebvre hizo construir un magnífico convento de estilo neocolonial español, con paredes de piedra y techo de tejas, inaugurado en 2000 en presencia de un grupo de generales y del embajador de Francia. (...)
A decir verdad, no sorprende que el líder de los opositores a las reformas del Concilio Vaticano II haya buscado implantarse en la Argentina. El 29 de agosto de 1976, cinco meses después del golpe de Estado que llevó al poder al general Videla, monseñor Lefebvre organiza en Lille un gran oficio en latín en el que participan unos 5000 católicos integristas. En su homilía, que alimentará la crónica internacional, denuncia, entremezcladamente, a la misa de Pablo VI, a la francmasonería, al laicismo del Estado y a los enemigos de la monarquía social de Cristo, y se entrega a una apología del franquismo y de los regímenes militares sudamericanos, en especial de la reciente dictadura argentina: “No es sino con orden, justicia, paz en la sociedad, que la economía puede volver a florecer. Lo vemos claramente. Tomen la imagen de la República Argentina. ¿En qué estado estaba hace apenas dos o tres meses? Una anarquía completa, bandidos matando a diestra y siniestra, las industrias completamente en ruinas, los dueños de las fábricas encerrados y tomados de rehenes, una revolución inverosímil. (...) Llega un gobierno de orden, que tiene principios, que tiene autoridad, que pone un poco de orden en todo esto, que impide que los bandidos maten a los otros, y así vemos que la economía reflota, y que los obreros tienen trabajo y que pueden volver a sus casas sabiendo que no van a ser apaleados por alguien que quiera hacerlos participar en una huelga que ellos no desean”.
Después de este acto de lealtad incondicional, mientras en París sus partidarios ocupan la iglesia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, monseñor Lefebvre efectúa en 1977 su primer viaje a la Argentina, en plena dictadura militar. Se cuenta que fue recibido por el general Videla en persona, reputado como un integrista acérrimo, pero que oficialmente nada se filtró, pues el dictador prefería no ser visto junto a un obispo en ruptura con el Vaticano. El fundador del seminario suizo de Ecône supo aprovechar sus contactos en la jerarquía militar y eclesiástica: cuando en 1988 fue excomulgado por haber ordenado a cuatro obispos, entre ellos un argentino, pudo jactarse de haber abierto en la Argentina cuatro conventos y dos iglesias.
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Todo sonrisas, el hombre abrió la puerta de su domicilio y, desde lo alto de su metro noventa, se inclinó hacia mí para saludarme. Apenas pude reprimir un gesto de rechazo y, farfullando, le agradecí el haberme recibido. “Mi abogado no quería que me encontrara con usted –me dice–, pero nuestra conversación telefónica me convenció de su buena fe...”
De este modo Reynaldo Benito Bignone, el último dictador argentino, que estuvo a la cabeza de la junta militar en 1982, creyó realmente que yo era una historiadora de la extrema derecha. Asombroso de parte de un especialista en inteligencia, que confiesa además pasar mucho tiempo en Internet desde que está “en prisión”... De hecho, condenado en 1984 por haber participado en la desaparición de varias personas, el general Bignone finalmente había resultado beneficiado por la ley de amnistía de 1987. Pero en 1999 la historia vuelve a atraparlo. El 21 de enero, “el día de sus setenta y un años”, es detenido provisoriamente: un juez federal lo acusa de haber dirigido la “sustracción, retención y sustitución de estado civil” de doscientos menores arrancados a sus madres martirizadas. (...)
–¿Cómo era la reputación de los franceses?
–A partir de Napoleón, excelente. A tal punto que en la Argentina el que salía primero de su promoción en la Escuela de Guerra iba a París. ¡Era verdaderamente un privilegio! El segundo iba a España, y el número tres a Alemania. ¡Así fue como yo llegué a España! Habría preferido ir a Francia, que era verdaderamente la cuna de la teoría de la guerra revolucionaria...
–En el dominio de la guerra antisubversiva, ¿la influencia de los franceses fue superior a la de los norteamericanos?
–¡Sin ninguna duda! A principio de los años ’60, momento en que todos nosotros estudiamos, los norteamericanos no tenían una doctrina de este tipo, y sobre todo no poseían experiencia. Después, tuvieron la Escuela de las Américas, pero entretanto nosotros ya habíamos redactado nuestros propios reglamentos militares para luchar contra la subversión. (...)
–General, francamente, ¿la utilización de la tortura nunca le planteó problemas morales?
–En relación con este tema, voy a contarle una sola anécdota: en marzo de 1977 yo era secretario general del Ejército y había desayunado con tres obispos para hablar de estas cuestiones. Les dije, pongamos un ejemplo: en tanto representante del Estado argentino, recibo entre mis manos al señor Juan Pérez, un subversivo, que sabe dónde se encuentra una jovencita que la subversión acaba de secuestrar. ¿Hasta dónde llega mi poder para que este señor me diga dónde está la señorita que tengo el deber de salvar? Es una pregunta difícil, me dijeron al unísono los tres obispos. El más viejo, que está hoy muerto, me contestó: “Voy a intentar responder. Yo creo que su poder se detiene en el momento en que este hombre pierde el conocimiento...”.
Y el general se agita, y mueve el aire con sus brazos: “Hoy todo el mundo protesta contra Videla, Pinochet, pero una cosa es segura: nosotros vencimos a la subversión. ¡Ganamos la batalla militar, pero perdimos la batalla política, como los franceses en Argelia! Nuestro gran error fue haber aceptado la noción de ‘guerra sucia’, porque ninguna guerra es limpia: en todas las guerras hay inocentes que mueren. Y estoy persuadido de que el ‘Proceso de Reorganización Nacional’ provocó menos muertos que los de una guerra clásica...”.
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El 13 de mayo de 2003, el general Díaz Bessone me recibe en su oficina del Círculo Militar, una prestigiosa residencia construida por un arquitecto francés, a la que le dicen “Versalles”. Hace dos años era él quien presidía este refinado establecimiento, dotado, entre otras cosas, de infraestructura hotelera, de una sala de conciertos y de una piscina donde el general Bignone venía a nadar dos veces por semana, con permiso especial del juez. (...)
Lo que ignora entonces el general Díaz Bessone –y también yo, que no esperaba tales confesiones– es que las palabras que pronunciaría frente a mí cámara iban a provocar, algunos meses más tarde, una verdadera tempestad mediática en la Argentina, que traería como consecuencia su comparecencia ante un consejo de guerra reunido para examinar su destitución del Ejército... Mientras que el cameraman filma al viejo militar, que deambula con la rigidez de un príncipe entre las lujosas paredes de su palacio, Leticia, su segunda esposa, se afana por mostrarme fotos de atentados cometidos por los guerrilleros: “Usted sabe –me dice ella–, las mujeres de la guerrilla no tenían ninguna moral. Cuando entraban en una célula revolucionaria, se acostaban con todos los hombres de la célula, para mostrar que rechazaban todo orden burgués. Evidentemente quedaban embarazadas, y utilizaban su estado para ejecutar misiones terroristas más fácilmente. En el quinto mes de embarazo, tomaban una aguja y se la metían en el vientre para abortar...”.
Entretanto, Díaz Bessone ya se ha instalado en su oficina, ante un crucifijo de madera. A su derecha, sobre una chimenea, reina una estatua de bronce de Napoleón coronada por un espejo monumental... La entrevista comienza por la buena y vieja pregunta acerca de la influencia de los franceses, que, como un verdadero ábrete sésamo, me facilita el acceso a las confidencias... (...)
–¿Qué le enseñaron los franceses?
–Lo principal que nos enseñaron es que para luchar contra una agresión revolucionaria o subversiva, hay que tener un buen aparato de inteligencia; de lo contrario no se puede hacer nada contra un enemigo que no lleva uniforme y que por lo tanto es imposible de identificar. El subversivo puede disfrazarse de campesino, de hombre de la calle, ¡e incluso de cura! Y está en todas partes: puede ser dueño de un comercio, tomar clases en la facultad o en un colegio, puede ser maestro, médico, abogado, ingeniero u obrero... El problema es que en este tipo de guerra no hay diferencias entre los beligerantes y la población civil, y así se pueden cometer errores. Nosotros teníamos amigos que pensaban que sus hijos eran irreprochables. De hecho, no sabían que en la universidad habían sido contactados por la guerrilla y que ocultaban armas en sus propias casas. Así es como se detiene gente por error, a la que se interroga, cuando no tiene nada que ver... No es por nada que se habla de guerra sucia...
“En todo caso, gracias a las enseñanzas que recibimos sobre la guerra revolucionaria argelina pudimos llevar adelante nuestra propia guerra en la Argentina. Con una gran diferencia, sin embargo: después de la independencia de Argelia, los antiguos enemigos fueron separados, unos en Argelia y otros en Francia. Con el tiempo, es más fácil dar vuelta la página. Pero aquí fue una guerra interior, con características de guerra civil; y una vez terminada la guerra, uno se puede cruzar a sus antiguos enemigos en la calle, o verlos que ocupan puestos importantes, convertidos en gerentes de empresas. Eso no facilita la reconciliación... (...)
–Hoy se sabe que hubo 3000 desaparecidos en Argelia. ¿Cuántos hubo en la Argentina?
–Uh, es un tema del que no me gusta mucho hablar, si no van a acusarme de hacer apología del crimen, y me van a meter un juicio... ¡Algunos hablan de 30.000, pero es propaganda! La famosa comisión contó 7000 u 8000. ¡Pero en esa cifra hay algunos que fueron encontrados en ocasión del terremoto de México! Otros murieron en combate y no se los pudo identificar, porque con frecuencia los guerrilleros destruían sus huellas digitales con ácido... En toda guerra hay daños colaterales. En la guerra clásica, son civiles que mueren por las bombas...
–¿Los desaparecidos son daños colaterales de la guerra antisubversiva?
–Sí, es eso.
–General, le agradezco.
Oficialmente, la entrevista ha terminado. Le pido al general Díaz Bessone autorización para filmar la decoración de su oficina y, especialmente la estatua de Napoleón frente al espejo, donde no sabe que su imagen se refleja. Al pensar que ya no está siendo grabado, se relaja, para aparecer, por fin, tal cual es: “¿Cómo quiere usted obtener informaciones si no sacude, si no tortura?”, se enoja, golpeando sobre su escritorio. “Por otra parte, a propósito de los desaparecidos, digamos que hubo 7000, no creo que haya habido 7000, pero bueno, ¿qué quería que hiciéramos? ¿Usted cree que se pueden fusilar 7000 personas? Si hubiésemos fusilado tres, el Papa nos habría caído encima como lo hizo con Franco. ¡El mundo entero nos habría caído encima! ¿Qué podíamos hacer? ¿Meterlos en la cárcel? Y después de que llegara el gobierno constitucional, serían liberados y recomenzarían... Era una guerra interna, no contra un enemigo del otro lado de la frontera. ¡Ellos están listos para retomar las armas para matar en la primera ocasión!”