Lunes, 6 de febrero de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
La Iglesia Católica argentina se ha preocupado históricamente por exteriorizar una imagen de cuerpo episcopal uniforme, cumpliendo con el espíritu del Estatuto de la Conferencia Episcopal, que en el inciso “c” del artículo 16 recomienda que “en virtud del bien común y de la comunión jerárquica procuren los miembros de la Conferencia Episcopal ejecutar lo establecido en la Asamblea Plenaria y abstenerse de pronunciamientos públicos contra lo acordado”.
Los denodados intentos por exhibir un formato homogéneo deben interpretarse en clave del imperativo doctrinario de reproducir y garantizar la unión entre los católicos. De allí la permanente inclinación de la elite eclesiástica para no traslucir sus divergencias, para integrar los matices en la paciente búsqueda por lograr un consenso. La unidad episcopal es entendida como espíritu fraterno y obediencia eclesial. En tanto “imperativo categórico”, se erige como reaseguro de la credibilidad social.
No obstante, esa supuesta homogeneidad no debe ser entendida en términos de unanimidad. La pluralidad de opiniones y los contrastes en las prioridades pastorales han sido una constante en el interior de la entidad eclesiástica. La historia del catolicismo en la Argentina es testigo de los múltiples discursos y prácticas que han surgido en su seno. Si analizamos los conflictos desatados dentro del campo católico, encontraremos a las órdenes religiosas –jesuitas, mercedarios, franciscanos, etc.– en un comienzo; a católicos sociales, integrales, conciliadores o intransigentes más adelante; restauradores, modernos y pastorales en los últimos tiempos, que en conjunto, conforman el amplio mapa de la diversidad católica. Como dice Emile Poulat, especialista en la historia del catolicismo, la Iglesia Católica es un espacio social donde se lucha por el control del consenso y por demarcar los límites al disenso.
Una multiplicidad de factores, concomitantemente, interaccionan y especifican vastos perfiles dentro del máximo cuerpo católico argentino. Los orígenes sociales, la edad temprana o tardía en el ingreso al seminario, la formación religiosa recibida, la ascendencia de alguna figura episcopal próxima en la etapa de presbiterio, las trayectorias eclesiásticas y el contexto social donde se desarrollan las gestiones diocesanas son todas variables que entran a tallar a la hora de comprender la heterogeneidad de miradas presentes en la Conferencia Episcopal.
Es en este marco desde donde debemos analizar el encuentro entre el cardenal Jorge Bergoglio y el papa Benedicto XVI. Motiva la presencia del presidente del Episcopado argentino en el Vaticano su preocupación por las últimas designaciones de prelados que, lisa y llanamente, apuntan a modificar las relaciones de fuerza en el interior de la Iglesia argentina. La nominaciones de Antonio Baseotto como obispo castrense tiempo atrás y, recientemente, de Fabriziano Sigampa y José Luis Mollaghan en los arzobispados de Resistencia y Rosario, respectivamente, no han pasado desapercibidas por los dignatarios que gobiernan la institución católica nacional.
Desde 1966, fecha en que se firma el Concordato entre el Estado argentino y la Santa Sede, el nombramiento de los obispos se tornó una decisión completamente circunscripta dentro de la órbita eclesial. Cuando una jurisdicción eclesiástica queda vacante, el nuncio apostólico, representante del Papa en el país, realiza de forma sigilosa una ronda de consultas a actores religiosos relevantes. Arzobispos, obispos, religiosos, sacerdotes y laicos influyentes definen primero el perfil que debiera tener el nuevo pastor y posteriormente, de modo secreto e individual, sugieren nombres con la debida justificación. Una vez recogida la información por el nuncio, envía un informe a la Curia Romana con una terna de candidatos y las características de la diócesis acéfala. En última instancia, es el Papa quien toma la decisión final.
En los tres cargos mencionados, se dio la paradoja de que los elegidos no figuraban en las ternas sugeridas desde Argentina. De allí que el sobresalto de algunos eclesiásticos agitó las aguas en el seno de la Iglesia.
La delicada situación entre la Conferencia Episcopal Argentina y el Vaticano que se plantea a raíz de los cortocircuitos relatados nos remite a una serie de reflexiones finales. En primer lugar, acerca de la trama compleja que signa el proceso de selección de los prelados. Es que el carácter reservado y el sigilo manifiesto en cada una de sus instancias se presta para la emergencia de gestiones paralelas. En este caso, figuras como la de Esteban Caselli, embajador ante la Santa Sede en el gobierno de Menem y secretario de Culto en el de Duhalde; y la del cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado del Vaticano, aparecen como determinantes en la toma de una decisión de vital importancia como es la nominación de un obispo. Tal vez, la institucionalización y reglamentación de los mecanismos consultivos y resolutivos contribuyan a transparentar ciertos procedimientos dentro de la Iglesia Católica.
Por último, la contrariedad que se ha planteado pone de manifiesto, una vez más, la existencia de diversas tendencias en el catolicismo que pugnan, con un modus operandi propio, por conducir los destinos de la institución. Una Iglesia más abierta y dialoguista, que acepte los parámetros de la sociedad pluralista, supone también reconocer que la diversidad es un valor que está presente en su interior.
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