Domingo, 12 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Pablo Feinmann
La cuestión –cuando desgajamos toda la hojarasca de la cebolla– es una: ¿hasta dónde se puede? Siempre el poder se pregunta esto: cuál es el límite. El límite es lo que pone vallas a la posibilidad. Tanto la derecha como el centro como la izquierda plantean el tema de lo posible. Que es: la relación entre las propias fuerzas (y el propio poder de decisión) y todo lo que se opone a esas fuerzas (cuyo poder de decisión también hay que evaluar). No siempre triunfa el más fuerte. A veces, el más decidido. Cierto es que la decisión es fuerza, forma parte constitutiva de ella. De aquí que la política sea algo que hacen los seres humanos. Los hombres, que son hombres y son mujeres. La política es un humanismo. Todo humanismo es praxis.
¿Qué podrá hacer Michelle Bachelet en Chile? ¿Qué se propone hacer? Ese propósito, ¿qué fuerzas antagónicas incorpora? Esta frase puede sonar rara, pero no. Un proyecto político incorpora sus fuerzas antagónicas. Si yo me propongo gravar las exportaciones de carnes, pero no las de cereales, mi proyecto, en principio, no incorpora (en tanto antagónicos) a los cerealistas, ya que no los arremete. Es posible que los cerealistas –al ver en el perjuicio provocado a los agricultores su propio y futuro perjuicio– se les unan. En ese caso mi proyecto habrá incorporado también a los agricultores. Pero no a los textiles. Ni a los importadores: ya que no he decidido gravar la importación. He decidido no tocar sus intereses. Ergo: mi proyecto no los incorpora. ¿A cuántos enemigos puede incorporar mi proyecto? Tendré que evaluar mis fuerzas. Mi proyecto deberá también incorporar aliados. A estos mi proyecto deberá incorporarlos beneficiándolos. Para todo esto puedo apelar al patriotismo, a la ideología, a la comunicación y a las consignas políticas. O político-comunicacionales, dado que en esta época vivimos.
Alfonsín dijo –en sus inicios– algo que no cumplió y no cumplió la democracia argentina: con ella, dijo, se come, se educa, se cura. El alfonsinismo hizo un arte algo agobiante de la jerga posibilista. El posibilismo terminó siendo la demostración de la imposibilidad. Nunca se pudo. ¿Cuáles eran las fuerzas que lo impedían? ¿Por qué con la democracia no se comió, no se curó, no se educó? Seamos más claros: ¿por qué hay hambre extremo, por qué hospitales de miseria, por qué los niños, famélicos, se desmayan en las aulas? ¿Por qué –a más de largos veinte años de democracia– no se cumplió con lo prometido? ¿Qué poder lo impidió? Lo impidieron los poderes de siempre, pero –y esto es lo grave– lo impidieron los malos gobiernos democráticos, que se entregaron, que dejaron de evaluar sus propias fuerzas por no querer enfrentar a los que impedían sus promesas. Peor aún: por pasarse al campo de esos poderes. Los que quieren un país en el que no se coma, no se eduque y no se cure. O, sin duda, que eso lo hagan muy pocos. Este abandono del propio proyecto de poder y este entregarse al poder del Otro para ser parte subordinada de él definió a los gobiernos democráticos. Definió largamente a la clase política que fue condenada en diciembre del 2001. “Que se vayan todos” no era la pretensión de que gobernara el vecino del 5º “A”, era la abominación en totalidad de una clase, la política, que había traicionado sus mandatos. Que, en vez de representar al pueblo, negoció y se entregó a los poderes fácticos de la economía. La democracia quedó en manos de las corporaciones. O sea, dejó de existir.
Ahora, con el nuevo siglo, aparecen en América latina gobiernos que (otra vez) proponen proyectos de –al menos– justicia distributiva. La derecha se ve muy segura, incluso irónica. Si uno lee a algunos de sus analistas –y es algo imprescindible, aunque no siempre agradable– verá que nada parece preocuparles mucho. La sonrisa del señor Oppenheimer sea acaso el termómetro de la situación. También podría ser un proyecto de poder para las izquierdas del continente: el proyecto, digo, de borrarle la sonrisa Oppenheimer. Cada etapa de la historia encuentra las consignas políticasque la definen. “Todo el poder a los Soviets”, por ejemplo. “Crear uno, dos, muchos Vietnam”. “Patria sí, colonia no”. “Luche y vuelve”. Hoy, aquí, podría razonablemente ser: “Luche y Oppenheimer se pone agrio”.
Como fuere, la sonrisa de Oppenheimer (de la que David Viñas se ha encargado debidamente) expresa una certeza del poder neoliberal. Esa certeza dice: “Ninguno de estos gobiernos latinoamericanos, que creen estar inaugurando una nueva era, nos quitará una noche de sueño ni un día de gloria”. La certeza (que es un elaborado cuadro ideológico de situación) tiene fundamentos serios. Tratemos de exponerla con claridad, negro sobre blanco. Escuchemos qué dicen.
Monólogo de situación del neoliberalismo en América latina: 1) Brasil: Lula ha demostrado ser manso. Es un obrero y con haber llegado a presidente se siente demasiado satisfecho como para desear más. El deseo tiene, en política, un límite. Lula lo ha descubierto no bien juró su cargo: sólo eso quiere, la presidencia. Ahora, por consiguiente, no quiere cambiar nada grave. Sólo quiere durar. Y sabe que para durar no tiene –según queda dicho– que cambiar nada; 2) Venezuela: Chávez es un fanfarrón enamorado de su retórica. Pero la retórica no nos lastima. Si quiere hablar, que hable. Aunque los índices de pobreza siguen bien altos. Difícil que pueda movilizar con extremo prejuicio (para nosotros, claro) a sus campesinos, que lo quieren porque luce como ellos, pero sólo eso. Nos vende petróleo. Hace muy buenos negocios con nosotros. Se permite el populismo. Y a nosotros nos disgusta el populismo. Nos disgusta mucho. Tanto como a la izquierda teórica y culta, académica. Pero ellos ven en el populismo un freno a la lucha de clases. Una conciliación de clases en beneficio de la burguesía. Ven líderes que prometen y manipulan masas para nada, para que todo quede igual; eso que llaman bonapartismo o gatopardismo, en fin, algo así. Nosotros no: no nos preocupan las clases porque las hemos desarticulado o reducido a la inexistencia o a esa forma de la inexistencia que es la esclavitud. Nos preocupa el populismo. O sea, el control de la economía, la demagogia, la concentración de poder en el líder carismático (hemos leído, saben, a Weber), la redistribución del ingreso, las nacionalizaciones, el intervencionismo estatal y ¡el proteccionismo, esa negación maldita de la sociedad abierta! Estas pestes del populismo no nos gustan nada y les daremos batalla donde sea necesario; 3) Argentina: los peronistas no son un misterio para nosotros. Lo son para todo el mundo. Para nosotros, no. Es fácil: todos se quejan de la incomprensibilidad del peronismo, nosotros no. La asumimos: son incomprensibles. Hay que negociar con la faceta, con el matiz o con pongamos– la modalidad hegemónica que el peronismo exhibe en cada coyuntura. El peligro es su tendencia al populismo, heredada de su padre fundador. Ese populismo de los orígenes siempre puede retornar, pero siempre puede desaparecer. Con Menem, gran demócrata, gran baluarte de la economía de mercado, desapareció. Pareciera retornar con Kirchner, hombre imprevisible, como buen peronista. Pero se afianza su tendencia al gradualismo. Ese gradualismo se expresa en su renuencia a tocar los engranajes que podrían perjudicar la actual distribución del ingreso, con la que nosotros estamos de acuerdo. No nos preocupa Kirchner. No creemos que toque esos engranajes. Para decirlo todo: mientras Kirchner (como hasta ahora) no grave las rentas financieras, no reimplante el impuesto a la herencia que eliminó nuestro siempre recordado héroe José Alfredo Martínez de Hoz (a quien llevamos en nuestro corazón y hemos conseguido, hasta hoy, que no sea importunado), mientras no grave las transferencias de capital, no modifique el IVA para los consumos populares, no suba el mínimo no imponible y controle la inflación pese a saber que es la ausencia del proyecto distributivo su causa (ya verá cómo lo logra), mientras crea que el populismo distribucionista le dará un arma, unaconsigna de unidad a la oposición y esto le preocupe tan extremadamente como hasta hoy, mientras todo esto siga así, Kirchner es nuestro amigo; pero, atención: es peronista y puede cambiar; 4) Bolivia: Ya lo dijo nuestro aliado por izquierda: el señor James Petras. Dijo (con sólidas citas de Marx, claro) que no alcanza con ser indígena para ser revolucionario. Si Petras lo dice, nosotros de acuerdo. Evo no pasará de ser un pulóver de colores festivos. Confiamos en que su populismo se reduzca a eso; 5) Uruguay: un país de gente educada; nos preocupa el señor Mujica, su desaliño, su lenguaje claramente populista y hasta, diríamos, guarango. Pero Tabaré es un caballero. Siempre los hemos visto más cercanos a Suiza que a América latina. Es nuestra visión, sí. Hasta los neoliberales podemos equivocarnos. Pero..; 6) Chile: este país, como dicen los republicanos argentinos, es el ejemplo en que la Argentina debiera mirarse. Prolijo, austero, republicano. Los adversarios se saludan. Si gana uno el perdedor lo pondera. Lo va a ver. Toman juntos un café y hablan de la gobernabilidad. Michelle es una demócrata. Además, ahí, en las entrañas recónditas de ese país, nuestro glorioso amigo Pinochet clavó para siempre la lanza del miedo. Y, también, les dejó una economía sana. Los chilenos la seguirán desarrollando. Es un pueblo adulto. Siempre recordamos sus cacerolas. Siempre recordamos cómo ahuyentaron al marxista Allende.
Este “monólogo” expresa los principales elementos del proyecto de poder neoliberal. Si se lo lee correctamente se observará que ese poder radica en las limitaciones de quienes debieran ser sus adversarios. El neoliberalismo está sereno y sonríe porque cree que nadie lo enfrentará con rigor. De aquí que la prosa de Alvaro Vargas Llosa (no Mario, que es patético y le juega en contra a su causa cuando dice disparates tales como ese racismo al revés que inventó) y Andrés Oppenheimer sea descarnadamente irónica y soberbia. Le temen, sin embargo, al populismo. Esta cuestión es interesante. ¿Por qué la izquierda y la derecha coinciden en escupir sobre el populismo? La izquierda no desconoce que el viejo Marx –en su formidable carta a Vera Zassoulitch de febrero de 1881– avaló a la comuna rural rusa y dijo que El Capital no exponía una “fatalidad histórica”, no se proponía hacer una “filosofía de la historia” aplicable a todo acontecimiento sino que se limitaba a “los países de la Europa Occidental”: salvo Mariátegui, todos los marxistas estudiaron la historia de América latina en base al desarrollo hegeliano que propone el Manifiesto comunista. Pero eso que los identifica con el neoliberalismo es el horror por la palabra “pueblo”. Escondería, escamoteándola, la lucha de clases en beneficio de la unidad del pueblo-nación. No es casual que el campeón del antipopulismo en la Argentina –Sebreli– milite en las filas de López Murphy. (Atención: mi propuesta teórica no es tan sencilla como “la opción por el populismo”, creo que es más compleja. No puedo exponerla aquí y llevo años exponiéndola. Sólo trato de establecer esta simetría entre la izquierda –supuestamente– marxista y el neoliberalismo. Habría que decir, de todos modos, que aquí, en la Argentina, los únicos que le agriaron el humor a la oligarquía fueron el populista primer Perón y –sobre todo– los jóvenes nacional populares de los ’70 a quienes, equivocados o no, veneramos.)
¿Qué resta, en fin, para los nuevos gobiernos que han surgido en América latina? ¿Qué deberán hacer para evitar el rol de fichas del tablero neoliberal? ¿Cómo se borra la sonrisa de Oppenheimer? No es tan difícil: se trataría de analizar cada uno de los puntos del monólogo neoliberal” y hacer algo diferente. No digo exactamente lo contrario. Diferente. Ojalá Michelle Bachelet –que ha asumido y es mujer y es brillante– recuerde más a Salvador Allende, a los sacrificados del Estado Nacional, recuerde que fue Allende, en un lejano 21 de diciembre de 1970, el que nacionalizó el cobre de Chile, ojalá recuerde más a Neruda, a los Parra y hasta –¡cómo no!– a Bernardo de O’Higgins que a los operadores socarrones del imperio comunicacional-belicista. O sea, a Bush, que es quien verdaderamente sonríe detrás de la sonrisa de Oppenheimer.
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