Domingo, 4 de junio de 2006 | Hoy
EL PAíS › UNA INCREIBLE HISTORIA DE SUPERVIVENCIA DURANTE LA DICTADURA
A Irmina Kleiner y Remo Vénica los fue a buscar la represión en 1975. Primero se escondieron con amigos, luego tuvieron que entrar al monte chaqueño. Allí pasaron cuatro años buscados por patrullas, cazando y viviendo de la solidaridad de los campesinos. En 1979 pudieron salir del país, dejando una hija en manos amigas.
¿Cómo se sobrevive cuatro años en el monte con las patrullas de la dictadura rastrillando cada hectárea? Ese es el secreto que encierra la historia de Irmina Kleiner y Remo Vénica, dos militantes de las Ligas Agrarias que entre 1975 y 1979 se ocultaron a través de la espesura chaqueña, donde tuvieron dos hijos, y viajaron a pie hacia el norte de Santa Fe. Allí finalmente pudieron escapar del país con documentos falsos. Los militares enviaron cerca de 400 soldados y policías en su búsqueda, pero no los encontraron. Su escape fue recobrado en el libro Monte madre, de Jorge Miceli, un ex preso político de la dictadura que hoy es periodista y titiritero. Mientras Miceli mueve los hilos de su obra, que se presentó recientemente en Santa Fe, Página/12 dialogó con los protagonistas, que lograron quebrar el cerco de la dictadura.
–¿Se conocieron a través de la militancia?
Remo Vénica: Sí, en los años setenta yo estaba encargado de la región nordeste del país del Movimiento Rural de Acción Católica. Por julio de 1969, me tocó ir a dar un curso de capacitación a jóvenes campesinos de Misiones. E Irmina participó de ese curso. Fue la primera etapa de organización, donde éramos fundamentalmente jóvenes.
Irmina Kleimer: Después de que nos conocimos con Remo, entablamos una amistad cada vez más profunda: hablamos horas y horas, y nos seguimos escribiendo cartas durante años...
–...y finalmente, se casaron.
I. K.: Nos casamos en abril de 1973 y al regreso pasamos por Buenos Aires y participamos de la asunción de Cámpora y de esas inolvidables movilizaciones. Fue la primera vez que vimos algo de esa magnitud. Lo vivimos con muchísima esperanza y alegría.
R. V.: Fuimos a Devoto a la madrugada y presenciamos el momento en el que los detenidos salían y se reincorporaban al pueblo. Ya teníamos compañeros del Movimiento Rural que estaban presos y los vimos salir.
–¿Allí empezó el trabajo con los sindicatos de hacheros?
I. K.: Yo estaba trabajando con los hacheros, obreros rurales y pequeños campesinos, cuando decidimos casarnos. Remo se vino al Chaco conmigo.
R. V.: Como estábamos dentro del Movimiento Rural, coordinamos los movimientos campesinos: las Ligas Agrarias Chaqueñas, el Movimiento Agrario de Misiones, la Unión de Ligas Campesinas Formoseñas y Correntinas. En esa época era todo militancia. Incluso compartíamos nuestros recursos: yo trabajaba como mecánico y ella trabajaba en una cooperativa de seguros. El resto del día era militar con el sindicato de los hacheros, organizar cooperativas de trabajo en las tierras fiscales. Nuestra casa era la sede del sindicato, un lugar de hospedaje de la gente humilde. En eso estábamos cuando vino nuestra decisión de escapar.
–¿Por qué resolvieron esconderse en 1975?
R. V.: El trabajo de la Triple A ya era bastante fuerte. Un compañero, que tenía a cargo una escuela rural, vino perseguido. Salió a distribuir volantes de las Ligas Agrarias con mi auto. Lo agarraron a él y nos hicieron un cerco para detenernos. Nos avisó un compañero y, con lo puesto, comenzamos nuestras peripecias. Uno ya veía venir el chaparrón, la tormenta de la dictadura, pero no con la intensidad con la que fue.
–¿Qué edad tenían?
R. V.: Irmina tenía 22 y yo, 32.
–¿Cómo tomaron la decisión de ir a vivir al monte?
I. K.: Fueron etapas progresivas. Nosotros somos de familias de campo y es el medio en el que nos sabemos mover. Ante una situación difícil, lo primero que se nos ocurre es irnos al campo. ¡Qué nos vamos a quedar en Sáenz Peña! Primero nos refugiamos en las casas de las familias y después decidimos ir al monte.
–Al principio, iban de rancho en rancho...
R. V.: Vamos a las casas de pequeños campesinos y hacheros donde compartíamos todo. Eran muy humildes, pero muy solidarios con lo poco que tenían. Hicimos distintos trabajos: en la huerta, cultivo de tomate, cosecha de algodón, Irmina hacía prendas de vestir y les enseñaba a los gurises que estaban ahí. Cuando aparecía alguna persona no conocida, los hacheros nos daban el aviso y nos retirábamos a otra zona. En un lugar llegamos a estar casi un año, porque era un fortín: estaba controlado por vecinos en todo el perímetro.
I. K.: Después vino el golpe militar, que irrumpió con una metodología masiva, feroz, terrorífica. Secuestraban a la gente, que volvía muy deteriorada. Los paseaban por los campos para mostrarlos a los demás. Y eso generó una situación de muchísimo miedo y angustia.
–Era una forma de decirles: “Esto les va a pasar a los que los ayuden”.
R. V.: Claro. Además se distribuían por avión volantes sobre los “buscados”. Las radios convocaban permanentemente: “Denúncienlos, son diabólicos, matan chicos, son cambiantes y escurridizos”. No llegamos a saber si hubo recompensa.
I. K.: En ese momento tomamos la decisión –por seguridad de las familias y la nuestra también– de que teníamos que irnos al monte. Nos internamos en los montes de la zona central del Chaco, que era la más poblada. Nunca hemos estado aislados de la población. Ellos pensaban que nos habíamos ido al Impenetrable. Pero no...
R. V.: También creyeron que la gente nos iba a denunciar. Pero teníamos una trayectoria de trabajo social, nos conocían, tomaban mate, conversaban con nosotros. En algunas ocasiones, nos los hemos cruzado en el monte y nos han ayudado con comida.
–¿Cómo sobrevivieron durante cuatro años?
R. V.: Con la solidaridad de la población. Visitábamos familias a altas horas de la noche, mateábamos junto al fogón y al retirarnos nos daban grasa, harina, yerba, fideos, polenta, alpargatas y hilo para coser. Y veces, también carne. El mate nos acompañó todo el monte.
–¿Qué llevaban encima de zona en zona?
R. V.: Teníamos plásticos, que cuando había mal tiempo lo armábamos como carpa. Y bolsa de dormir. Juntamos latitas de dulce de batata para platos o sartén. Teníamos armas, porque si nos encontraban, nos mataban. Un hachero nos había entregado un Winchester viejo que no funcionaba. Le hice las piezas, las correderas, las hice cementar con carbón de leña molido. Y le armé una culata de lujo, porque era un corazón de Guayaibí, que pulí y le puse cera de miel de Rubiecita, una avispa del Chaco.
–¿Cómo era un día de su vida en el descampado?
R. V.: Siempre por la mañana hacíamos ejercicio. Nos servía para sobrellevar lo que ocurría. Nos sirvió mucho la relación con la naturaleza: desde la observación de los árboles, de los pájaros. Me impresiona todavía cómo uno percibía los ruidos desde mucha distancia. Uno no termina nunca de ver esa interacción de seres vivos que actúan en esos lugares hermosos, donde habitan tantos animales. Ahí nosotros éramos un animal más, sentados en el fogón, conversando, debatiendo sobre el futuro.
I. K.: Después del mate de la mañana, comentábamos las pocas noticias que podíamos escuchar por una pequeña radio a la BBC o la Deutsche Welle. Tratábamos de ir interpretando lo que sucedía afuera. Tomábamos notas en un cuaderno. Como estábamos en un grupo de cuatro, algunos “salían al monte”. Nos causaba gracia, porque estábamos en el monte, pero al lugar donde estábamos lo veíamos como nuestra casa. Buscábamos encontrar alguna fruta o cazar algo. Fue todo un aprendizaje moverse dentro del monte sin hacer ruido y sin perderse.
–¿Qué cazaban, por ejemplo?
I. K.: Buscábamos rastros de algún guasuncho –que es como un venado–, algún tatú, una perdiz del monte. Lo hacíamos esporádicamente cuando teníamos necesidad. Tratábamos de no utilizar las armas de fuego, sino de cazarlos de otra manera. Armamos lazos para los guasunchos, por ejemplo.
R. V.: Con el tatú, se hacía el fogón –con madera que no hacía humo–, se ponía con el cuero hacia abajo y las patitas hacia arriba y le poníamos brasas debajo. Era espectacular, porque quedaba como al horno.
–¿Cómo se enteraron de que Irmina estaba embarazada?
I. K.: El embarazo se produjo cuando estábamos en el monte. Se cruzaron muchos sentimientos: era una gran alegría, pero las circunstancias no eran nada favorables. Sin embargo, había que afrontarlo. Como era el primer embarazo, necesitaba evacuar dudas. Los mismos campesinos nos dijeron que había una partera en la zona. No la conocíamos, pero recurrimos a ella. La partera no quería que lo tuviera en su casa, por eso nos explicó cómo tenía que ir ayudando Remo. Cuando vimos que el parto lo teníamos que afrontar nosotros en el monte, hicimos una habitación subterránea, donde todo el techo se volvió a poner con palos de madera dura. Y tierra encima. Era fundamentalmente para nuestra protección y para aislar los llantos del bebé. No sabíamos qué circunstancias se iban a presentar cuando iba a nacer. Parece imposible que se pudiera sobrellevar, pero nosotros lo hicimos con cierta naturalidad. De parte mía, hubo un convencimiento y una fortaleza. Caminaba mucho, hacía todos los ejercicios...
R. V.: Si conseguía algún huesito de un hachero, era para ella.
–Y finalmente nació Marita, su primera hija, que estuvo con ustedes 45 días. ¿Cómo tomaron la decisión de dejarla con una familia?
I. K.: Nos parecía imposible criar una bebé en el monte. Pasábamos situaciones de lluvia y de frío permanentemente. Además, estaban los traslados. Y se nos planteaba la posibilidad de un encontronazo con los militares. ¿Cómo afrontarlo con una criatura? Nos parecía una irresponsabilidad de nuestra parte tener al bebé con nosotros. Por eso buscamos una familia para que nos la criara hasta que pasase el terror.
R. V.: Era tal el miedo que muchos no la aceptaron. Finalmente, la adoptó la familia de la partera. El esposo nos dijo: “Que sea lo que Dios quiera y yo la tomo como hija”. Este matrimonio fue encontrado por los militares, torturado, y pasó seis años en la cárcel. A nuestra hija la usaron como publicidad: hacían hablar una bebé como si fuera nuestra hija para que nos entregáramos. Se enteró el obispo de Reconquista, que les avisó a nuestros familiares y la recuperaron.
–¿En ese momento les tendieron una emboscada a ustedes?
R. V.: Nosotros pasamos cerca del lugar donde estaba nuestra hija y nos ubicaron en el monte. Ahí yo logré escapar, pero pensé que a ella la habían matado...
I. K.: Yo escuché que alguien caminaba y, debajo del árbol donde estaba subida para cazar un guasuncho, vi pasar personas. Cuando atiné a agarrar el bolsito que tenía a mano, me gritaron “¡Alto!” y dispararon. Salí corriendo y en ese momento no me acertaron ningún disparo. Después me quedé como jugando a las escondidas dentro del monte. Llegué a una orilla, donde había un campo con vegetación muy baja. No me animé a avanzar. Me quedé ahí hasta la tardecita, cuando un policía me vio, yo corrí y me hirió de un balazo en la espalda, con orificio de salida detrás de una oreja. No sé cómo pude quedar con vida, porque me atravesó todo el cuello. Pero fue un desmayo y, cuando me di cuenta, oí que el que me había herido estaba tocando un silbato. Recurrí a las energías que me quedaban y salí corriendo. Ya escuchaba las camionetas de los alrededores. Dije: “Adentro del monte no me puedo quedar, porque me voy a desangrar”. Así que decidí salir del monte y esconderme en el campo. A los 45 minutos se hizo de noche y la retirada fue más fácil. A los 20 días nos volvimos a encontrar. Yo no pensaba que él me iría a buscar, porque era consciente de que para él yo estaba muerta. Pero nos volvimos a juntar en un lugar de encuentro. Ahí decidimos afrontar la situación que se nos venía: yo estaba embarazada otra vez y había que plantearse una nueva estrategia.
–¿Cuál fue el plan?
I. K.: Nos planteamos retirarnos de la zona y buscar nuevos horizontes. Ahí emprendimos la caminata hacia la provincia de Santa Fe, con brújula en mano y tomando la dirección que nos indicaban las estrellas. Cargábamos lo mínimo posible, porque cada kilo se sentía. La mayor parte de las veces avanzábamos de noche. Ibamos recogiendo alimentos por el camino, desde nidos de avispa con miel –que teníamos siempre disponibles–, tortugas, ranas, pajaritos. Tuvimos varias pescas muy importantes. Esa caminata duró casi 30 días. Después de unos días de sequía, tuvimos lluvias torrenciales y nos quedamos en medio de una laguna. Pasamos la noche defendiéndonos del agua, para que no invadiese nuestro pequeño espacio seco. Ahí no tuvimos más problemas para tomar agua, pero era incómodo caminar en el agua. Calentábamos las botas para que estuvieran secas más tiempo.
–Desde Santa Fe, ¿lograron salir del país?
I. K.: Estuvimos un año más en los cañaverales. Reconstruimos viejas relaciones con amigos para que nos pudieran dar una mano para salir. Se necesitaba toda una logística. Así que estuvimos ahí hasta que pudimos dar este salto para salir el país, ya con otro hijo nuestro que escapó con nosotros. Y con la amargura de que otra hija nuestra quedaba en el país. Pero todavía teníamos la esperanza de que las cosas iban a cambiar.
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