Domingo, 9 de julio de 2006 | Hoy
EL PAíS › ANALISIS
La inestabilidad económica y las crisis recurrentes han hecho que en la región se afianzara, con distintos grados, la concentración de facultades en el Ejecutivo. Las consecuencias y los desafíos para la Argentina.
Por José Natanson
“Un rey con nombre de presidente.” Juan Bautista Alberdi lo dijo pensando en la organización política de la recién nacida Argentina, marcada por la anarquía y los desafíos caudillescos, pero la consigna podría haberse aplicado al resto de América latina. Hoy, casi dos siglos después, los superpoderes para el jefe de Gabinete y la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia reavivaron el debate sobre la concentración de facultades en el Ejecutivo, algo que está lejos de ser, como el dulce de leche, un invento argentino. Por el contrario, el hiperpresidencialismo se ha afianzado en casi todos los países de la región, al punto de que parece, casi, una forma natural de funcionamiento de las democracias latinoamericanas.
Una realidad común
El proyecto para eternizar los superpoderes es sólo un ejemplo de las distintas atribuciones institucionales que, en los últimos años, se han ido trasladando al Ejecutivo, como la capacidad del Presidente de legislar por decreto y la posibilidad de vetar parcialmente las leyes. El resultado, en Argentina como en otras partes, es un modelo especial de presidencialismo, que asume diferentes nombres: “hiperpresidencialismo”, “presidencialismo hipertrofiado” (según la expresión de Carlos Nino) o “democracia delegativa” (de acuerdo con la conceptualización de Guillermo O’Donnell).
Para entender mejor el tema conviene comparar la situación argentina con la de otros países. Lo primero que hay que descartar es Europa, donde predominan los regímenes parlamentarios o semiparlamentarios. Estados Unidos, cuya Constitución fue imitada por las naciones latinoamericanas, tampoco es un buen punto de referencia. Si bien hay un presidente fuerte, existen contrapesos ausentes en Latinoamérica: el sólido bipartidismo, la larga tradición democrática y hasta los lobbies, que no son sólo de derecha, como piensan algunos, sino que también pueden ser sindicales, sociales y de organizaciones no gubernamentales, sobre todo relacionadas con temas culturales como los derechos de las minorías, y que funcionan como un activo contrapoder. Y, desde luego, los gobernadores.
En América latina, donde casi todos los países comparten fuertes presidencialismos, la situación es parecida, pero no igual. Más allá de las visiones simplonas de algunos fundamentalistas institucionales, lo cierto es que la división de poderes no es un valor absoluto: en todos los países hay matices, equilibrios, situaciones intermedias. La ciencia política, que últimamente da para todo, ha establecido un ranking de concentración de poder en el presidente: el top five lo integran Argentina, Brasil, Perú, Ecuador y Colombia, según la clasificación de Carey, Shugart y Mainwaring.
El problema es de magnitud. En sólo tres países el presidente posee la facultad de emitir decretos-leyes: Argentina, Brasil y Perú. A la lista habría que sumar a Venezuela, donde ya no importa tanto la reglamentación formal pues Hugo Chávez controla la totalidad de la Asamblea Legislativa. En Chile, en cambio, el Ejecutivo sólo puede emitir decretos especiales con la delegación expresa del Congreso. En Colombia, el presidente debe declarar antes el estado de emergencia.
Un buen punto de comparación es Brasil. La Constitución de 1988 estableció que las “medidas provisorias” (equivalentes a decretos de necesidad y urgencia) duraban treinta días como máximo, pero no se reglamentó el modo de reeditarlas, con lo que el gobierno las renovaba una y otra vez, durante años. De este modo, el Plan Real estuvo vigente durante mucho tiempo. Luego, se dejó de lado este mecanismo y se impuso lo que se llama “trancar a pauta”: si el Ejecutivo emite una medida provisoria, el Congreso no puede sancionar ninguna ley hasta que no la ratifique o la derogue. Aunque el objetivo era inducir al gobierno a buscar acuerdos parlamentarios, el resultado fue fortalecer su manejo de la agenda legislativa. “A pesar de estas imperfecciones, los mecanismos funcionaron para generar negociaciones entre los dos poderes y establecer algún tipo de control”, explica el politólogo Vicente Palermo, experto en política comparada Brasil-Argentina. “Todos los países admiten los decretos, el tema es el grado de libertad del presidente. Si se sancionan las leyes que impulsa el Gobierno, Argentina va a estar a la cabeza del ranking. El problema es que el debate muchas veces se oscurece porque es una cuestión de grados: no son razonables las posiciones del gobierno, pero tampoco las de fanáticos como Sergio Berenstein, que habla de la división de poderes como si fuera una verdad revelada”, agrega.
¿Por qué?
Una vez establecido el hecho de que la concentración de poder en el Ejecutivo es un rasgo común a casi todas las democracias de la región, cabe preguntarse por qué. Se pueden señalar factores de cultura política, como el pretorianismo de las sociedades latinoamericanas y la falta de tradición democrática. En esto, como en muchas otras cosas, las raíces profundas pueden rastrearse a las dictaduras militares de los ’60 y ’70. Y hay, además de los históricos, otros factores estructurales, como la fragmentación de los sistemas de partidos (sobre todo en países como Brasil y Ecuador).
Pero la principal explicación radica en la inestabilidad económica y las crisis recurrentes, que han hecho que los gobiernos apelaran una y otra vez a los las facultades delegadas y los decretos. En un reportaje concedido a Página/12 en febrero de este año, Guillermo O’ Donnell lo explicó de esta manera. “El problema es que le conviene renovar la emergencia, o al menos renovar la sensación de emergencia. Esto está demostrado muy claramente, como una constante histórica, en las leyes de emergencia económica. Este es a mi juicio el símbolo más claro, el punto en el que esta forma de entender el poder se manifiesta de manera más nítida.” El politólogo Hugo Quiroga coincidió: “La Argentina se ha convertido, desde 1989, en un país en emergencia permanente. En épocas de normalidad, no de crisis, se amplían las atribuciones del Ejecutivo más allá de su regulada esfera de acción. A esta práctica de gobierno la denomino ‘decisionismo democrático’, ya que es decisionista y normativista a la vez. No lo es tanto por violar los derechos individuales como por negar que las decisiones políticas sólo adquieren carácter público en el Parlamento. Hay un cambio en la base del poder de la democracia republicana. El Ejecutivo se transforma en una autoridad legislativa delegada”.
Esta realidad se ha ido profundizando en las últimas décadas. El Consenso de Washington –que antepuso sus objetivos económicos a cualquier otra consideración y que solo tardíamente se acordó de la calidad institucional– fue muy proclive a exacerbar el poder de presidentes empeñados en apurar medidas que, como las privatizaciones, la apertura y la desregulación, a menudo generaban resistencias sociales. Muchas veces esto se acompañó de reformas constitucionales tendientes a habilitar la reelección presidencial: en los últimos años, diez de los 18 países latinoamericanos modificaron sus leyes para permitir un segundo mandato al jefe de Estado. Y, aunque en algunas ocasiones se intentó aprovechar los cambios para limitar el poder del presidente, los resultados no siempre fueron los deseados: en Perú, la reforma fujimorista creó la figura del primer ministro, con funciones y expectativas similares a las del jefe de Gabinete argentino y con resultados igual de decepcionantes en términos de limitación del poder presidencial. Allí, al primer ministro le dicen “minipremier”.
¿Conviene?
Uno podría pensar que, dado que se ha convertido en un modo de funcionamiento “natural”, lo mejor sería aceptar al hiperpresidencialismo como una realidad inmodificable. Para el politólogo Marcos Novaro, lajustificación es falsa. “El argumento del oficialismo alude a que los anteriores gobiernos hicieron lo mismo, y eso porque son instrumentos imprescindibles para gobernar. Y no le faltan razones: ‘La Nación ahora se rasga las vestiduras pero no decía nada cuando Menem los usaba para privatizar’, ‘Alfonsín justificaba también los decretazos por la emergencia económica’. El silencio de anteriores críticos republicanos del menemismo ante los decretos de Kirchner les daría la razón a los Fernández: no hay un verdadero debate institucional, sino un cruce entre oportunismos. La pregunta es si es cierto que hoy no se pueden hacer las cosas de otro modo: con superávit fiscal, mayoría en las dos cámaras y alianzas firmes con los gobernadores ¿no estamos acaso frente a una oportunidad, que no tuvieron ni Alfonsín ni Menem (más allá de si la hubieran usado), de gobernar con más eficacia y a la vez más control? En el Ejecutivo tal vez creen que intentarlo es correr un riesgo innecesario: ni la sociedad lo reclama, como no lo hacía en el apogeo de Menem, ni es seguro que vaya a funcionar. Así que mejor hacer lo que siempre se ha hecho y, por el momento, funciona. Total después vemos.”
El constitucionalista Daniel Sabsay coincide. “La idea de que las cosas son así y entonces lo mejor es aceptarlas es una barbaridad. Equivale a decir que, como los crímenes ocurren y van a seguir ocurriendo, no hay que combatirlos. Lo que se discute es la magnitud de las atribuciones del Presidente. Si se sancionan los proyectos de ley oficialistas, el Gobierno va a poder firmar decretos en forma permanente, tendrá posibilidad de reasignar partidas en forma discrecional y prácticamente se anula el rol presupuestario del Congreso, que va a quedar como algo meramente indicativo. Es una mentalidad de patrón de estancia que convierte al presidente en dueño de todo.”
En suma, todos los consultados coinciden en que la concentración de poder en el Ejecutivo cancela la deliberación parlamentaria, debilita los contrapesos y profundiza el juego del “ganador se lleva todo” de las democracias latinoamericanas. Porque, aun asumiendo que Kirchner quiera estas herramientas para hacer el bien, aumentar salarios y apurar la obra pública, el problema es que las iniciativas parlamentarias apuntan a legalizarlos de modo permanente. ¿Y qué pasa si en el futuro el péndulo se mueve al otro lado –y en Argentina el péndulo siempre se mueve– y el próximo presidente quiere utilizar estos mismos instrumentos para recortar jubilaciones, bajar salarios o lanzar un nuevo corralito?
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