Viernes, 6 de abril de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
La policía de Neuquén tiene fama de ser violenta y despótica. No hay un modo fiable de compararla con la de otras provincias pero, seguramente, no se diferenciará demasiado de la media, en todo caso no ha de ser una excepción a la tendencia dominante. Será de las peores, sin desentonar mucho.
La militancia social y gremial de Neuquén tiene tradición combativa y aguerrida, como tantas otras que se propagan en toda la geografía nacional.
El corte de rutas o de calles es un método de protesta muy expandido. Sus objetivos usuales son compensar asimetrías de poder, conseguir atención de las autoridades públicas y ganar visibilidad en medios locales y nacionales. Apelan a él colectivos de todas las clases sociales, piqueteros, vecinos indignados por las torres, asambleístas de Gualeguaychú, docentes, “gente del campo”. Los modos de protesta están mejor distribuidos que la riqueza.
Estas ligeras obviedades procuran inducir a pensar que, anteayer, el gobierno del Neuquén afrontaba un dilema que se va haciendo clásico para las autoridades nacionales o provinciales. Debía elegir entre hacerse cargo de los costos de un corte de ruta o reprimir. Jorge Sobisch privilegió la segunda variante. Nadie puede pensar que su intención era que un docente fuera masacrado por la policía. Pero es cabal que la factibilidad de ese desenlace estaba implícita en su decisión.
Los masculinos de gorra. Cuando se abordan estos temas desde el punto de vista legal, se alude a “bienes jurídicamente protegidos”. Y en muchos análisis, se contraponen la libertad de expresión (de los manifestantes) versus la de transitar, la de comerciar o la propiedad (tout court) de otros ciudadanos. Este esquema peca de ilusorio cuando se lo coteja con el modus operandi de los masculinos de uniforme y gorra.
Tampoco terminan de ser certeras las alegaciones que buscan rescatar del oprobio al vocablo “represión”. El Estado, se dice con razón, reclama para sí el monopolio de la violencia legítima. Algunos políticos o comunicadores citan a Max Weber sabiendo de su existencia, un puñado lo leyó, la mayoría hace prosa sin saberlo o cree que fue stopper en el Bayern Munich. Provenga de donde provenga, la referencia debe matizarse con un baño de realismo. Las agencias estatales no operan en base a esos parámetros. Reprimir con sujeción a las normas legales y a los límites constitucionales les cuesta mucho, mucho. No les sale. Parafraseando al sociólogo Pablo Alabarces, en su praxis reivindican “el uso ilegítimo de la violencia legítima”.
Profesores. Los manifestantes del miércoles eran docentes, las imágenes prueban que había entre ellos muchas mujeres, que todos iban desarmados, acaso llegaban a 600 cuando comenzó el intento de corte. Fueron dispersados y cuando se reagruparon los atacaron con saña. El docente Carlos Fuentealba fue asesinado a quemarropa, estando adentro de un auto.
El día en que se cometió el crimen, el gobierno de Sobisch comidió como vocero a un funcionario de segundo nivel, curiosamente también profesor. Raúl Pascuarelli es subsecretario de Seguridad, tercer peldaño en una cartera que (a la altura de lo que es moda nacional) tiene el rango de ministerio. Pascuarelli es profesor de historia, no de oratoria como se corroboró cuando trató, vanamente, de atajar los penales que le tiraban desde radios y canales de tevé nacionales. El gobernador habló recién ayer, se escudó en el mal desempeño policial. Puestos a traducir el pobre discurso de ambos, se infiere que propuso una relectura de la opción entre dos males. Lo que se quiso evitar, con sus propias palabras, fue “una cola de automóviles de más de siete kilómetros” en las rutas cortadas. Para lograrlo se dejó manos libres a la policía brava.
Crisis sobre crisis. Sobisch tiene legitimidad electoral, revalidada. Es opositor al gobierno nacional. Este debe evitar injerir en Neuquén, pero es chocante (una mala traslación de la competencia política) que no haya siquiera una conversación telefónica entre el gobierno provincial y el nacional cuando se atraviesa una circunstancia límite.
Los docentes tienen una reivindicación razonable, digna de ser oída. No se referencian en la CGT, sino en la CTA. Pero son también críticos de la conducción nacional de la Ctera, su confederación gremial. La postura de los neuquinos, usualmente, es más radical. El ejemplo replica el de otros conflictos de gran repercusión: el del Hospital Garrahan, el de los subtes porteños.
El conflicto gremial se instala en medio de una crisis de representatividades, una fragmentación de las instituciones gremiales o políticas que añade engorros a las tareas de articular o negociar. La acción directa es un recurso de sectores minoritarios pero intensamente representativos para evitar que el desmadre institucional castigue a los más débiles.
Privaciones. Hace más de un lustro que se reitera el debate respecto de qué hacer con la protesta social, cuando ésta invade derechos de terceras personas. La polémica se reabrió con los saqueos, con el cenit de las organizaciones de desocupados, con Gualeguaychú. Ayer mismo, blogs y medios on line de provincias patagónicas la retomaban, aun cuando la sangre ya había sido derramada. No faltó, entre personas de a pie, quien acentuara más los reproches a los manifestantes. Es así, se trata de una controversia política, no dilucidada por norma alguna, supeditada a la voz de la ciudadanía y a la prudencia de los gobernantes. La tarea de gobernar es, muy a menudo, la de escoger entre dos escenarios. Asiduamente entre escenarios no deseables. Las opciones, de ordinario, no son legales sino valorativas. Si el lector admite una palabra demodée, son ideológicas.
Si el cronista pregunta qué es más importante, una vida humana segada por violencia estatal o un embotellamiento machazo que damnifica a cientos de personas, podrían acusarlo de valerse del hecho consumado o de abusar del sentimentalismo. Vale. Preguntemos, pues, qué es más relevante: someterse al albur de la violencia policial o hacerse cargo de la bronca de algunos ciudadanos por los perjuicios que le causa el ejercicio de la libertad de expresión de otros. A la hora de la hora, en el menú de lo real disponible esas dos son las variantes más probables. Los ejemplos de disuasión eficaz y no agresiva son minoritarios. Hubo ejemplos eficaces, sobre todo apelando a la saturación policial, colocando muchísimos efectivos en proporción a los manifestantes. No es la hipótesis más posible, referencia empírica que debe calibrar el que da las órdenes.
La toma de decisiones en representación de los entreverados intereses de otros es un desafío enorme. La torna más ardua tener que hacerla muchas veces de arrebato, con pocos elementos de juicio a la mano. Cargar un software con memoria histórica es una necesidad, porque en este país ha corrido demasiada sangre vertida por agentes estatales.
La misión de resolver entre dos escenarios no deseados es pesada. Tal vez la orientaran un par de preguntas sencillas, como para tener una referencia. ¿Qué sería de este país si no hubiera tenido la protesta social incordiante, a menudo agresiva que proliferó en los últimos años? Y ¿qué sería si los gobiernos hubieran matado menos gente? No son preguntas capciosas. Son, con perdón de la palabra, ideológicas.
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