Domingo, 2 de marzo de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
La clásica discordia entre Moreno y sus sucesivos ministros, reseña de una disfunción deliberada. Los choques con Lousteau. Las diferencias técnicas y políticas sobre el IPC: qué están discutiendo. Lo que pasó, la versión del Gobierno y lo que puede llegar a pasar.
Por Mario Wainfeld
“El autoengaño es una forma perfecta. No es un error, no se debe confundir con una equivocación involuntaria. Se trata de una construcción deliberada, que está pensada para engañar al mismo que la construye. Es una forma pura, quizá la más pura de las formas que se conocen”. |
En la Casa Rosada y en Economía se niega la veracidad de los rumores sobre una renuncia (o un amague de renuncia) de Martín Lousteau. “Son versiones interesadas. Una información así puede mover los bonos un dos o un tres por ciento en un día. Es un buen margen, para cualquiera”, acusan dos ministros de postín. Hay discusiones de gestión –asumen– pero no hubo piñas (o amagues de piñas), detalle nimio quizá que se eleva a cuestión de Estado. “El miércoles (día de la ola de rumores, placa roja incluida) se dijo que Alberto Fernández, Lousteau y Cristina estuvieron horas discutiendo sobre el nuevo índice de precios al consumidor (IPC). Es falso de toda falsedad, se reunieron pero por otros temas.” La mención anecdótica puede ser veraz, no hay motivo para no creerla, pero se asienta en un contexto tumultuoso, en una suerte de conflicto estructural en el gabinete, que se radicaliza ante la aparición del “IPC Moreno”, cuya existencia nadie niega.
El dilema funcional es que Moreno es un supersecretario de competencias expansivas que colisionan casi a diario con los ministros de Economía, a quienes reporta muy parcialmente. Ese diseño (deliberado) muestra disfunciones: en un gobierno que privilegió la perduración de sus funcionarios es notoria la veloz rotación de sucesores de Roberto Lavagna, ya van tres. Y si bien Felisa Miceli debió anticipar su partida por el escándalo de la bolsa con dinero en el baño, su suerte estaba echada. Moreno (adunado a otras tendencias del oficialismo) la había relegado a un rol subisidario. Miguel Peirano también se fue, diz que por motivos personales, pero nadie puede calibrar en serio cuánto incidió en esa ecuación subjetiva su permanente brega con Moreno.
Desde que partió el ahora compañero Lavagna, el organigrama real del Gobierno puso como primer ministro (por peso relativo e incumbencias) a Julio De Vido, segundo a Alberto Fernández y tercero a Moreno. El pelotón restante corre muy atrás. Así van las cosas. Hay muchos dentro del kirchnerismo que creen, honestamente, que andan de periquete.
El producto visible es una dilución de la pertinencia del titular de Economía. En ese marco, por decirlo ampulosamente, estratégico se inserta la coyuntural polémica sobre el IPC, derivación de un desaguisado que dejó de herencia Néstor Kirchner.
¿Hay quien niega el desaguisado? Sí lo hay, léase la frase de Piglia del epígrafe.
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Nadie refuta que el IPC vigente estaba desfasado, que requería una actualización rigurosa. Esa transición exigía destreza fina, una cualidad ajena al estilo Moreno, desde luego prohijado desde esferas superiores. Las tropelías políticas y técnicas cometidas en el Indec damnificaron credibilidades necesarias y muy difíciles de rehabilitar. Salirse de ese brete es un desafío para Cristina Fernández de Kirchner, que debería aplicar recursos y métodos preteridos durante mucho más de un año. El ministro de Economía viene trabajando para el diseño de un nuevo índice, tema al que considera imperioso dedicar un tiempo proporcional a la seriedad del caso. Su (ejem) sparring, asentado en la gestión desde mucho más tiempo, fue más expeditivo, ya presentó el suyo.
Ese dibujo tiene su narrativa, que el oficialismo ha venido desgranando acá y allá, que pasamos a resumir. El IPC actual, entre otras carencias, adolece de un “sesgo plutocrático”, se remite a consumos exóticos o característicos de otros tiempos, concede demasiada importancia a los saltos de valores por motivos estacionales, no pondera que el comprador varía su canasta ante las variaciones brutales (“efecto sustitución”).
El sesgo plutocrático está bien descripto, en el blog www.Indec.com.ar de Ricardo Patricio Natalucci, ex técnico del Instituto. Desarrolla de modo más claro que el oficialismo parte de la postura oficial (tal como apunta con lucidez otro blog, El magma). Ejemplo de sesgo plutocrático, muy meneado: el IPC contiene viajes al exterior (todos mencionan a Cancún) como uno de sus componentes.
El “efecto sustitución” busca dar cuenta de conductas racionales del consumidor, esto es, si cambia de producto ante subas desmedidas. La actual medición no da cuenta de que Doña Rosa huyó del tomate cuando su precio se desbocó, en pos de otras verduras u hortalizas. Alberto Fernández fue un divulgador de esa carencia y de los dislates que produciría.
Moreno añade, intramuros, denuestos contra las pretensiones técnicas de Lousteau, su inexperiencia y su falta de sensibilidad política. Hasta donde caló Página/12, no hay otros funcionarios de primer nivel que avalen esa línea de pensamiento.
A su turno, el ministro despotrica por lo bajo contra la arrogancia del secretario y cree que le faltan saberes para incursionar como topadora en temáticas complejas. Como moño, añade que el “IPC Moreno” es un error político de magnitud que ni siquiera causará el espejismo deflacionario que imagina su Gepetto. Veamos.
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“El problema no es si medimos en grados Celsius o en Fahrenheit –extrapola el ministro–, eso se puede analizar. Lo que no podemos permitirnos es proponer un índice que sea discutido los dos próximos años.” “Esa tarea estadística es un arte reservado a muy pocos, no más de media docena de personas en la Argentina” –discurrió Lousteau ante su equipo y también con el jefe de Gabinete–. Huelga decir que, a diferencia del supersecretario, no cree que Moreno reviste dentro de esa selecta minoría. “Confeccionar un índice es, en esencia, una labor ardua y árida, llena de tecnicismos.” Lousteau comparte la insatisfacción con el índice actual y toma nota de las observaciones reseñadas en párrafos anteriores, hasta acepta que son sugestivas pero no las juzga tan determinantes.
El índice no calcula valores absolutos, sino que mide su mutación intertemporal. Los viajes a Cancún pueden ser impertinentes pero no es inexorable que distorsionen, a más, la cifra de la inflación. Pueden en la comparación trepar menos que la papa, el tomate o los gastos escolares. Es más, es factible que eso ocurra en el corto plazo si el dólar se obstina a la baja.
Un kit de bienes y servicios es siempre convencional. Es imposible diseñar algo así como el consumo medio de un argentino, lo cual no significa que se bartoleen los componentes.
“El efecto sustitución puede o no ponderarse. Lo que no se tolera es que la determinación del bien sustituto quede librada a la discrecionalidad de un funcionario superior. Los índices en España incluyen el efecto sustitución. El impacto se calcula con estadísticas sofisticadas, haciendo encuestas mensuales sobre las variaciones del consumo.” Probar que Doña Rosa huyó del tomate en pos de la rúcula no es moco de pavo, ni se hace a pulso.
El ministro agrega que el nuevo índice debe ganar aceptación pública. No lo expresa en voz alta ni se golpea el pecho, pero asume tácitamente que la reputación de esa herramienta oficial está por el piso, introspección sana no expandida en Palacio. La negación de esa referencia es un lugar común en la primera línea del organigrama del Gobierno, al menos en su discurso explícito.
Charramente, Lousteau confidencia con su equipo que jamás colará un índice que refleje una inflación menor que la del actual IPC. La razón parece estar de su lado: las percepciones sociales extendidas tienen el peso de los hechos, máxime si concuerdan en ella las personas de a pie y los especialistas de la materia.
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Internado ya en la minucia, en Economía aventuran que el “índice Moreno” podría devenir un búmeran en el corto plazo. “Usted puede cambiar la medición, como este año. Antes se calculaba el gasto turístico en Mar del Plata, ahora se agregan otras localidades. El efecto inmediato es una deflación grande. Pero, una vez fijado el parámetro, el cambio puede ser igual o más alto.”
Suprimir consumos suntuarios, propios de un tramo alto de la escala social, tendría su estridencia mediática. Pero la tendencia general sugiere que los alimentos seguirán siendo los productos con mayor crecimiento de precios. Lo que es maná para la Argentina, la exorbitancia de las comodities, cae indigesto en el mercado interno. Predecir desde hoy cuáles son los alimentos que jamás subirán es (más que una arrogancia) un arcano.
El intríngulis no es para nada doméstico. La inflación preocupa en todos lados, la de alimentos pega más, como cantaba Rodrigo Bueno. En su debate con José Luis Rodríguez Zapatero, el candidato del PP Mariano Rajoy zarandeó dos veces el incremento de productos básicos. Según él, la leche subió un 28 por ciento en 2007 en España. Un guarismo que llamaría la atención, aun en estas pampas feraces.
Nicolas Sarkozy estaba nervioso por varios motivos cuando fue a una exposición rural en su país y puteó a uno de los asistentes. Uno de los motivos es el alza permanente de los alimentos, tema que hasta Jacques Chirac le refriega.
En todas partes se cuecen habas, en algunas han de subir mucho de precio.
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Las polémicas sobre Moreno pueden (suelen) sobreimprimirse con el rol que ejerce, el de funcionario que expresa la intervención estatal en la economía. Las consiguientes críticas al protagonista suelen trasladarse a lo que intenta. Es lógico y aun válido que así sea, pero no es la única posición imaginable.
Se puede disentir con el desempeño de Moreno y acordar con sus intenciones generales. El cronista, por caso, aprueba el afán de garantizar firme presencia estatal y hasta con gestualidades enérgicas hacia empresarios que no suelen ser delicados, altruistas ni muy apegados a la ley. Esa anuencia no tiene por qué abarcar los derrapes del funcionario, que se vuelve más brutal en directa proporción a la creciente impotencia de sus acciones.
De hecho, erosiona la reputación de la política que anhela encarnar. Un indicador oficial desprestigiado resiente lo público.
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“Los medios exageran todo. Hay sectores interesados en perjudicarnos. Inventan internas por todos lados, hasta entre Kirchner y Cristina”, repiten en el Gobierno. Tal vez les asista parte de razón, pero el cuadro general revela fallas en la propia tropa y en su esquema de gestión. Moreno fricciona de más, fue él quien primereó instalando el índice en los medios. Y es también él quien alega que apelará ante “el Presidente” (y no la Presidenta) cuando le traben una iniciativa.
“Se magnifica porque estábamos acostumbrados a los ministros estrella, más potentes que los presidentes, ahora todos se le subordinan”, es otro argumento remanido. Nuevamente, el rumbo es sensato pero es cuestionable cómo se lo obra. Limar en fila india a los ministros de Economía es un flaco favor a la autoridad presidencial. Tan desmañado fue el accionar del oficialismo que hasta Alberto Fernández (uno de los sostenedores más tenaces) erosionó a Lousteau con su anuncio de inminente presentación del índice. Todo induce a leer que fue un error, que potenció sospechas extendidas. Como sea: que lo limó, lo limó.
Tal vez el episodio se supere, su matriz pervive. La magnitud del conflicto de esta semana puede haber sido magnificada. Pero hay una bomba de tiempo activada, negarlo sería una necedad.
La negación es una deriva usual de las personas comunes y también en las organizaciones. Adormecerse en ella puede ser confortante en el corto plazo, aligera los problemas, releva de la complejidad.
El desafío para el oficialismo en su segundo gobierno es prescindir de las lecturas endógamas y deshacer sus propios entuertos. Asumir una reforma institucional del Indec y la instalación de un IPC creíble lo coloca en una cuesta muy arriba, que debería emprender. Para eso no bastan el decisionismo, el aislacionismo o los gestos tonantes, que excitan a la tribuna propia y alejan a otros.
El único modo de regenerar Indec e IPC es la construcción de consensos, la búsqueda de aprobación de entes internacionales y de la comunidad académica. No son cuestiones que se resuelven de prepo sino con refinamiento técnico. Y aceptando en los hechos que hubo un desmadre. Lo contrario sería persistir en el autoengaño y dejar funcionando la bomba de tiempo que esta semana no estalló.
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