Domingo, 8 de marzo de 2009 | Hoy
Por Gustavo Veiga
El sacerdote Jorge Enrique Alonso da misa en la iglesia Corazón de María desde hace seis años. Es la que se levanta en la continuación del trazado de la avenida 9 de Julio hacia el sur, frente a la plaza Constitución. En el barrio tomó nota de la pobreza que acecha: “Acá, su crecimiento es evidente, no ha disminuido, qué va”. La noche del 7 de octubre del año pasado, cuando estaba por acostarse, algo lo sobresaltó.
“Serían como las doce de la noche y sentí gritos que venían de ahí abajo (señala hacia la autopista). Eran de un hombre que es conocido mío porque lleva un tiempo viviendo junto a la parroquia y a veces viene a pedirme yerba, azúcar o alguna cosa por el estilo”, cuenta el religioso de la orden claretiana. Sentado en un amplio salón donde en ocasiones suelen refugiarse de las bajas temperaturas los indigentes que viven en la calle, el padre Alonso describe con detalle lo que declaró de manera espontánea ante la Defensoría del Pueblo.
“Miré por la ventana y me llamó la atención ver a un grupo como de dieciocho hombres jóvenes, vestidos más o menos igual, todos con ropa oscura, sin nada en la mano, sin elementos contundentes, que se estaban yendo y conversaban entre sí. Yo no vi los vehículos en que habían llegado, pero a la mañana siguiente me enteré cuando Angel vino a contarme lo que había sucedido. Llama la atención que lo hagan de noche, escudándose en la oscuridad.”
El párroco dijo que el hombre (parece un anciano, aunque tiene 66 años) “quedó muy atemorizado y pensando en la promesa de que ellos volverían a sacarlo otra vez, compulsivamente. Pero todavía está acá y han pasado como cinco meses. Yo fui a hacer la denuncia a la Defensoría, porque parece que el accionar del Gobierno de la ciudad es descartar desechos humanos, como dice el cardenal Bergoglio: la gente que es descartable”.
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