Miércoles, 31 de marzo de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por José Natanson
Hay diferentes formas de ver la historia. Una de las más interesantes –aunque a menudo despreciada por los profesionales, que la consideran poco rigurosa y escasamente apegada a las reglas historiográficas– es mirar el pasado a la luz del presente.
Cuando, hace exactamente un año, murió Raúl Alfonsín, escribí en Página/12 una breve columna –“Alfonsín, el empleado del mes”– en la que cuestionaba la mirada edulcorada y pasteurizada que, como en las publicidades de La Serenísima, se posaba sobre el ex presidente. En el relato de moda en aquel momento, que seguramente veremos revivir en estos días, Alfonsín fue un hombre que hizo una serie de cosas extraordinarias sin enfrentarse nunca con nadie, a puro diálogo y concertación. Alfonsín desnuclearizó la relación con Brasil (poniendo la semilla de lo que luego sería el Mercosur), impulsó la primera (y hasta el momento única) consulta popular de la historia argentina, concretó la reforma educativa, lanzó el primer plan alimentario nacional, le respondió a Ronald Reagan en la Casa Blanca y al obispo José Medina en el púlpito, intentó quebrar la espina dorsal del viejo modelo sindical peronista y fue el primer presidente democrático del mundo en lanzar juicios contra los militares... todo esto sin generar enemigos ni enfrentamientos y sin dividir a la sociedad (en aquellos días llegó a decirse que Alfonsín juzgó a los militares, sí, pero “dialogando con ellos”).
Es esta particular versión de Alfonsín la que se proyecta como una sombra ochentosa sobre el presente. Como se sabe, una de las interpretaciones más extendidas de la dinámica política argentina es aquella que la define en torno al eje consenso-conflicto, con el gobierno ubicándose desde luego en el segundo bando (en una inteligente vuelta de tuerca a un clivaje que se ha hecho insoportable, Edgardo Mocca propone situar al gobierno del lado de la pasión, lo que neutraliza la connotación negativa del conflicto y sugiere ubicar a algunos líderes opositores, en particular a Eduardo Duhalde, en el bando del orden). Vale aclarar que la frontera conflicto-consenso no es un invento mediático, como sostiene a menudo el kirchnerismo sunnita, sino una sensación que se respira en la calle y se repite en las charlas de café, y que en el aniversario de la muerte de Alfonsín será recuperada por quienes utilizan su figura como un elemento discursivo más en la lucha contra el gobierno: Alfonsín como argumento.
Y no está mal: la reescritura de la historia es un recurso válido y hasta legítimo para defender las posiciones del presente. El kirchnerismo, de hecho, lo hace permanentemente: buena parte de su discurso descansa en la idea de su gestión como una reforma –incluso una gesta– reparadora de los puntos oscuros del pasado, desde los crímenes de la dictadura hasta la entrega neoliberal de los ’90 (en este sentido es interesante poner en cuestión –habrá que hacerlo con más calma en otro momento– el discurso oficial que equipara neoliberalismo con dictadura, cuando en verdad el gobierno autoritario sólo dio los primeros pasos de una reforma neoliberal que se procesó de manera perfectamente democrática; en Argentina, como en todos los países latinoamericanos salvo Chile, el neoliberalismo fue un movimiento popular y no una imposición de los militares).
Pero no nos desviemos. El aspecto consensualista de Alfonsín se explica no tanto por su “voluntad de diálogo” o su “capacidad de escucha” como por el lugar que ocupó de primer presidente que gobernó en el marco de una verdadera política de partidos. El dato a menudo se soslaya, pero hay que recordar que hasta 1983 la Argentina carecía de un sistema de partidos en el sentido moderno de la palabra. En el contexto del péndulo cívico-militar y de un proceso político pretoranizado, un “juego imposible” según la luminosa descripción de Guillermo O’Donnell, las dos grandes fuerzas políticas no eran, todavía, partidos políticos. El peronismo había sido primero una fuerza de poder, más al estilo del PRI mexicano que dotada de un talante verdaderamente partidario, y luego un movimiento que giraba alrededor de un líder ausente y –al menos eso cuenta la leyenda– una épica de la resistencia. Es cierto que el radicalismo se parecía más, en su organización interna, a un partido político moderno, pero encerraba una contradicción esencial, que le impedía presentarse como tal: construido sobre la base de las heroicas revoluciones de principios de siglo, sólo podía ganar al costo de la proscripción de la fuerza mayoritaria.
Alfonsín fue el primer político de primer nivel en entender que las elecciones de 1983 no marcaban una oscilación más del péndulo, el retorno de una democracia circunstancial, un par de años de gobiernos cívicos frágiles que tarde o temprano serían barridos por el Partido Militar, sino un verdadero cambio de época. Y en esa época que se inauguraba, no eran todavía los liderazgos de popularidad ni la televisión ni las redes clientelares los que ocupaban el centro de la escena, sino los partidos políticos, renacidos al calor de las movilizaciones de 1983, la reafiliación masiva y las esperanzas democráticas. Mirándose en el espejo de la exitosa transición española (origen del mito de La Moncloa) y contemplando con envidia a las democracias perfectas del continente (sobre todo Venezuela), Alfonsín concibió a la política como el escenario de un juego de equilibrios interpartidarios permanentes, con dos grandes fuerzas políticas que se alternaban en el gobierno, negociaban y se repartían el poder.
Y no sólo desde la presidencia. Si se piensa bien, las tres grandes decisiones adoptadas por Alfonsín en las casi dos décadas que siguieron al final de su gobierno se inscribieron en esta misma lógica: el Pacto de Olivos, un acuerdo interpartidario que Alfonsín intentó presentar como el último recurso para salvar a la democracia de un abismo institucional que sólo él veía; la Alianza, otro acuerdo interpartidario, que en este caso funcionó como un oportuno pulmotor que le permitió a la UCR estirar su vida útil un par de años; y el pacto de “salvación nacional” con Eduardo Duhalde, el momento de mayor consenso de la clase política argentina en torno de la necesidad de estabilizar la economía, pacificar el país y frenar a Carlos Menem.
Mi tesis, entonces, es que el aspecto consensual y dialogante, el afán concertacionista de Alfonsín, se explica sobre todo por su concepción de la política como un juego protagonizado por los partidos políticos (no es casual que Alfonsín haya sido un “hombre de partido” en sentido pleno, con una biografía que sigue paso a paso el cursus honoris que en tiempos pre-Nito Artaza el radicalismo exigía a cualquier dirigente que se preciara de tal: concejal, diputado provincial, diputado nacional, fundador de una corriente interna...). Pero este aspecto de Alfonsín no debería oscurecer otra faceta, a mi juicio más interesante y cuya huella es ciertamente más profunda, que también forma parte de su legado. Me refiero al sesgo anti-corporativo que asumió su gestión, sobre todo al comienzo, y que dio como resultado enfrentamientos durísimos, casi letales, con algunos de los –para usar la expresión de moda– poderes fácticos más potentes del momento: los sindicatos (el fracaso de la Ley Mucci como final del intento de democratizar las organizaciones gremiales), los militares (cuando Alfonsín dejó la presidencia había siete altos jefes militares condenados a prisión perpetua, 27 procesados, tres condenados por Malvinas y 92 procesos iniciados contra los carapintadas... y había sufrido tres alzamientos carapintada).
Y también, por supuesto, la Iglesia. En este sentido, y retomando la idea inicial de esta nota, es interesante comprobar que uno de los grandes avances de Alfonsín, la Ley de Divorcio, fue concretado en junio de 1987, cuando su gestión se encontraba ya debilitada por el fracaso del Plan Austral, el acoso militar y la inminente derrota en las elecciones legislativas. Quizás las cosas no sean tan diferentes ahora. Si Kirchner cumple su promesa de enviar al Congreso la ley de matrimonio homosexual, y si habilita a los legisladores del peronismo a discutir la despenalización del aborto, entonces habrá producido un avance crucial en un sentido auténticamente progresista, no muy diferente del que consiguió Alfonsín hace ya 22 años, en un momento en que su gobierno también lucía frágil y él, hasta hace poco un líder todopoderoso, también se sentía desorientado.
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