Lunes, 1 de agosto de 2011 | Hoy
EL PAíS › A PROPóSITO DEL DEBATE EN CARTA ABIERTA
Por Diego Tatián *
Una de las conquistas decisivas que la democracia atesora en su antiguo e inagotable foyer político es el carácter público de las ideas y las palabras que las expresan. Connatural a la formación de una esfera de opinión pública, el periodismo, a la vez prosa del mundo y parte de guerra de la historia, se constituye en el mundo moderno no sólo como instrumento de información, sino también como ámbito complejo en el que una sociedad cobra conciencia de sí misma de determinado modo.
Precisamente por ello, porque se libra allí una disputa por la conciencia social, su estatuto es político en el sentido más inmediato y se halla afectado por una continua irrupción de conflictos. No hay periodismo neutral; puede haber sí un periodismo que aspira a la objetividad y que busca sustraerse de toda tentación de adulterar los hechos por ideología, interés o imposición. Como sucede en la Justicia, la política, la academia o el mundo del arte, el periodismo es una rutina con las palabras practicado por hombres y mujeres movidos por pasiones y no una asepsia de inmaculada percepción.
No por ello es deseable ni posible un “mundo sin periodistas”, como no lo es un mundo sin políticos o sin Poder Judicial. Sí lo es, en cambio, un mundo en el que ciertas dimensiones de la lengua sean capaces de exceder el disciplinamiento que un cierto sentido común forjado por los media impone sobre los significados públicos (“todo deberá ser entendido por todos, y por todos de la misma manera”, rezaría la forma al fin hallada de un lenguaje privado de experiencia y experimentación), y del disciplinamiento que la pragmática política impone a las ideas y la forma de su circulación.
Desde su imprevista constitución durante la embestida de los agronegocios en 2008, Carta Abierta ha tenido y tiene una evidente y deliberada contigüidad con el periodismo y con la política, pues se trata de un colectivo de intervención además de ser un espacio de reflexión. Sin embargo, por su propia naturaleza reclama una autonomía exploratoria que busca restituir y preservar una escena elemental de la política, un atavismo sin el que la democracia quedaría reducida a una pura forma, y aunque pudiera no ser ciega por ejercerse con acierto las decisiones institucionales, estaría sin embargo vacía.
Esa escena es la de un conjunto de hombres y mujeres que periódicamente y por una extraña dépense se reúnen como “comunidad acéfala” y desjerarquizada a ejercer el pensamiento y la comprensión de manera común; a producir una lectura colectiva del libro del mundo no exenta, precisamente por el hecho de serlo, de conflictos ni de colisiones con frecuencia de alto voltaje crítico. Hay algo mítico en todo ello, pero que sin embargo no es natural ni necesario, algo más bien raro y enriquecedor. A su vez, la práctica de subir a la red el registro de las discusiones que allí se producen permite un acceso público extenso a cientos de ciudadanos y ciudadanas en todo el país, quienes esperan con avidez esa ampliación virtual de las asambleas quincenales celebradas en la Biblioteca Nacional y otros espacios –algunos a cielo abierto– de la ciudad.
No siempre de manera deliberada y a veces a pesar de sí, el kirchnerismo ha producido una marca en la sociedad argentina –o ha sido la ocasión para que ello suceda– que los años revelarán como una de sus más perdurables contribuciones democráticas, y que difícilmente una eventual alternancia conservadora vaya a poder suprimir. Me refiero a la constitución de un intelecto general inclusivo y creativo en el que todos son convocados a pensar y ejercer su opinión sin abjurar –por delegación en otros o simple desinterés– de su potencia para pensar e intervenir. Esto tiene un nombre más simple: ciudadanía.
Emblema y símbolo de esa transformación profunda en la conciencia política argentina es en mi opinión, justamente, la Biblioteca Nacional, convertida desde hace años en el corazón cultural de Buenos Aires y así reconocido por lectores, científicos, artistas, escritores e investigadores de muy distintas proveniencias ideológicas. La Biblioteca ha logrado brindar una extraña hospitalidad a la más estricta investigación académica tanto como a la cultura popular; a la memoria de autores olvidados tanto como a la invención de cosas nuevas y a la edición de escritores actuales; a la palabra más abierta y pública tanto como a las experimentaciones estéticas más crípticas; a la asamblea de seres humanos reunidos para debatir en común tanto como a la soledad del lector de cosas extrañas bajo la “lúcida” lámpara en la penumbra amable, según la clásica figura evocada por Borges en más de una ocasión.
Esa idea compleja, y en acto de lo que debe ser una institución pública democrática no sacrificial de las rarezas que una cultura es capaz de producir, muestra la falsedad de considerar antinómicos estos términos y revela que la adecuada conservación de documentos del pasado y la preservación del acervo escrito que un pueblo se lega a sí mismo y a las otras culturas no sólo no sufre mengua sino más bien se potencia con la circulación de vida que han logrado impulsar miles de conciertos, conferencias, presentaciones de libro, mesas redondas y otras actividades abiertas a cualquiera.
La absolución de la lengua que la democracia promete a la paciencia de quienes confían en sus posibilidades emancipatorias más imprevistas y profundas presupone una alta autoexigencia de la sociedad respecto de sí misma, a la vez que produce ese presupuesto. Su mayor enemigo es el instinto de muerte que estropea la escucha, la lectura y la comprensión, y que suele explicitarse como repetición y como pereza. Una reconstrucción exagerada e irónica pero no imposible, vislumbra que en algún sentido la historia del rock argentino ha sido un largo camino contracultural para llegar a un texto y una palabra, la palabra “asco”, acuñados por Fito Páez al día siguiente de la primera vuelta de la elección porteña, pero que en realidad proviene de las entrañas de esa historia, como una gema irreverente labrada con esmero por los años. Encontrar allí algo como desprecio de los otros o una voluntad discriminatoria cualquiera (y no más bien una palabra hallada en el barro para eficacia de una crítica del desprecio y la discriminación que amenazan prosperar –no es ocioso recordar aquí que también Immanuel Kant, el más universalista de todos los filósofos, hablaba de “asco moral”–), trasunta en mi opinión una falta de oído elemental. Es simplemente no saber leer debido a la captura en aquello que ese texto precisamente supera.
En Buenos Aires hay más cosas entre el cielo y la tierra de lo que una pobre maquinaria publicística puede imaginar.
* Profesor de Filosofía Política (UNC).
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