Viernes, 24 de agosto de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Fortunato Mallimaci *
El presidente de la Corte Suprema de la Nación, en numerosas entrevistas, manifestó que vivimos en una sociedad pluralista y que el nuevo código debe mostrar la diversidad de nuestra sociedad. Totalmente de acuerdo.
Los últimos años se logró una ampliación de derechos y de distribución de bienes. Sin embargo, la producción, apropiación y distribución de los bienes religiosos que podemos llamar también bienes de salvación, en lo que tiene que ver con el vínculo con el Estado, parecen inmunes a estos cambios. Y sin embargo, ¡siempre no fue así!
Una mirada histórica socio-religiosa se hace imprescindible. El código de 1871 busca imponer el liberalismo en toda la vida y su objetivo fue regular la república liberal conservadora desde una visión de individuo varón, padre, blanco, propietario y cristiano. Sus racionalidades son explicadas como “naturales” y “biológicas” bajo un estado mínimo no democrático que debe garantizar las desigualdades de la libertad de mercado.
Se reconocen allí personas jurídicas que pueden ser de carácter público o privado. Leerlas con detenimiento nos lleva a una de las memorias en juego.
Las de carácter público son (artículo 33-Texto originario): “Las personas jurídicas, sobre las cuales este Código legisla, son las que, de una existencia necesaria, o de una existencia posible, son creadas con un objeto conveniente al pueblo, y son las siguientes: 1. El Estado; 2. Cada una de las provincias federadas; 3. Cada uno de sus municipios; 4. La Iglesia; 5. Los establecimientos de utilidad pública, religiosos o piadosos, científicos o literarios, las corporaciones, comunidades religiosas, colegios, universidades, sociedades anónimas, bancos, compañías de seguros y cualesquiera otras asociaciones que tengan por principal objeto el bien común, con tal que posean patrimonio propio y sean capaces, por sus estatutos, de adquirir bienes, y no subsistan de asignaciones del Estado”.
Vemos, siguiendo en la lógica del Patronato y de la “subsidiariedad”, al legislar “objetos convenientes al pueblo” y “al bien común” aparecen la Iglesia (sin adjetivos) y otros grupos religiosos como subordinados al Estado.
El proceso incipiente de militarización y catolización que se vive a partir de 1930 pone en tela de juicio esa hegemonía liberal. La Iglesia Católica no acepta ser subordinada ni compartir la “argentinidad” con otros grupos religiosos y pasa a ser un actor de poder central en las nuevas hegemonías. El estatal –y actual– Fichero de cultos no católicos es el ejemplo típico-ideal.
Dirigida por el católico y ministro Guillermo Borda, en la época del dictador Onganía se impone –nuevamente en un gobierno no democrático– la Ley Nº 17.711 en 1968 cambia el CC, buscando resolver “numerosos problemas que habían dado lugar a polémicas e incertidumbres”. Otra memoria se instala y disputa.
Vemos así que el artículo 33 queda redactado ahora de la siguiente forma: “Las personas jurídicas pueden ser de carácter público o privado. Tienen carácter público: 1º) El Estado nacional, las Provincias y los Municipios. 2º) Las entidades autárquicas. 3º) La Iglesia Católica. Tienen carácter privado: 1º) Las asociaciones y las fundaciones que tengan por principal objeto el bien común, posean patrimonio propio, sean capaces por sus estatutos de adquirir bienes, no subsistan exclusivamente de asignaciones del Estado y obtengan autorización para funcionar. 2º) Las sociedades civiles y comerciales o entidades que conforme a la ley tengan capacidad para adquirir derechos y contraer obligaciones, aunque no requieran autorización expresa del Estado para funcionar”.
Esa dictadura decide –recién en ese momento histórico– que la única institución religiosa que, sin tapujos, es considerada de derecho público es la Iglesia Católica y al mismo tiempo elimina la cláusula 5 del Código de Vélez Sarsfield, donde se nombraban –entre otros– grupos y organizaciones religiosas (no católicas). Esos grupos son invisibilizados. La única institución religiosa “verdadera” que distribuye el bien común y defiende la “patria” es ahora sólo la Iglesia Católica.
La última dictadura cívico-militar-religiosa no sólo siguió en la misma línea sino que agradeció el asesoramiento y complicidad de la institución eclesial, inventando el “Fichero (sic) de Cultos no católicos” y el honorario/sueldo para obispos en actividad y retirados. La democracia tiene una enorme asignatura pendiente en estos temas.
La actual reforma reemplaza el artículo 33 con otros dos: “Art. 141. Las personas jurídicas son públicas o privadas; Art. 142. Son personas jurídicas publicas: a) el Estado nacional, las Provincias, los Municipios, las entidades autárquicas y las demás organizaciones constituidas en la República a las que el ordenamiento jurídico atribuye ese carácter; b) los Estados extranjeros y las organizaciones internacionales gubernamentales, c) La Iglesia Católica. Art. 143: Personas jurídicas privadas: todas las personas jurídicas que no son públicas, son privadas.”
Un nuevo cambio en el CC, por primera vez en democracia, no puede repetir que la Iglesia Católica sea una persona jurídica a nivel estatal.
Si la hegemonía liberal autoritaria del siglo XIX la subordinaba como funcionarios y la hegemonía militar del XX la consideraba en igualdad de poder, una propuesta democrática y participativa debe cambiar de paradigma. No se trata tampoco de reconocer a otras religiones o creencias como personas jurídicas de derecho público o de distribuir los privilegios a otros grupos.
El catolicismo, como otras expresiones religiosas, pertenece en sociedades post-seculares al heterogéneo y plural espacio público de la sociedad civil y no pueden ser asimiladas o colonizadas por el Estado. Las religiones no son instituciones estatales. No es un problema religioso ni puede ser ignorado por las autoridades de la Corte Suprema y los legisladores. Mantener a la Iglesia Católica como si fuera una institución estatal consolida viejos paradigmas, niega una sociedad pluralista y diversa e impide consolidar la ciudadanía religiosa y la democracia. ¿Eso queremos con el nuevo CC? ¿Seremos capaces de recrear otra memoria?
* Miembro del Conicet-UBA.
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