Jueves, 19 de febrero de 2015 | Hoy
EL PAíS › LOS MANIFESTANTES HABLABAN DE LOS FISCALES Y DEL GOBIERNO, PERO NO DE LA AMIA
Bajo los paraguas las mujeres fueron mayoría y, en cambio, no abundaron los jóvenes. “Debíamos haber reaccionado cuando la Presidenta se fue de viaje y dejó a (Amado) Boudou de presidente. Si hubiéramos salido ahí, sería otra historia”, dijo una docente.
Por Marta Dillon
No fue el cielo lo que se desplomó sobre los manifestantes, ni siquiera la lluvia que cayó copiosa y sin pausa desde quince minutos antes de la hora señalada, las seis de la tarde, fue un techo parejo y agobiante de paraguas abiertos al mismo tiempo, cada uno sobre la cabeza de su propietario, un espacio individual apenas compartido con una amiga, una pareja, un familiar, pero marcando siempre el límite del aire alrededor como una faja de contención para lo que puede ser nombrado en singular. Así se marchó ayer, una junto al otro, uno junto a la otra, en la misma calle, bajo la misma impiadosa cortina de agua, cada cual en su isla de razones particulares que, como camalotes que consiguen teñir un río de verde, convergieron para dar cuerpo y nombre a la que se llamó con mayúsculas La Marcha del Silencio.
Y es cierto que apenas hubo voces, que la profusión de paraguas que daba tanto una moderada épica como una acústica particular para el chapoteo de los pasos sobre los charcos aislaba a las y los manifestantes en el murmullo de conversaciones particulares que sólo muy esporádicamente se interrumpían con un grito: “¡Justicia, justicia!” ¿Justicia por quién? ¿Justicia para quién? “Justicia para nosotros”, contestó una mujer a la pregunta de la cronista, parada sobre un banco de cemento a la vera de la Avenida de Mayo, de espaldas a la Plaza del Congreso. Una docente de 65 que había caminado una cuadra desde su departamento para encontrar su puesto de lucha en ese banco y desde ahí juraba que se le caían las lágrimas frente a lo que veía, aunque no era fácil advertirlas. “Es que al fin despertamos, esto lo tendríamos que haber hecho antes.”
–¿Antes cuándo? –preguntó esta cronista.
–Antes, antes. Cuando tuvimos la oportunidad. Cuando la Presidenta se fue de viaje y dejó a (Amado) Boudou de presidente. Si hubiéramos salido ahí, sería otra historia.
Hay que avanzar y el silencio como consigna es tan potente que hasta se escuchan quejas cuando el grito de justicia se propaga.
Una pareja de amigas, mujeres maduras de pieles bronceadas, evalúan incluso si el otro grito repetido “¡Argentina! ¡Argentina!” no desmerece al título de la marcha; enseguida se convencen. “Y aparte se tienen que enterar que nosotros también somos argentinos.” ¿Por qué cree que su pertenencia está en duda? “Yo lo siento todo el tiempo, para este gobierno no existimos, como no nos pueden comprar, no existimos.” Las dos amigas participaron de los cacerolazos, pero ahora creen que es distinto, que esta marcha es un “compromiso de otra índole”, que ahora tienen que ser “escuchadas” aunque no haya palabras en la convocatoria.
–¿Sabés qué pasa? –dice la que ha tenido el buen tino de llevar una capa de lluvia prestada por su hija con una estampa de Pocahontas–. Que ahora no se van a reír de lo que reclamamos porque ahora hay un muerto. No es el corralito al dólar, no es el campo. Es un muerto, ¿entendés?
Esa gravedad atraviesa la marcha, el fiscal muerto es un límite, se escucha. Ni una sola vez, siquiera al pasar, en las ocho cuadras de marcha recorridas bajo la misma lluvia la cronista escuchó la sigla de la mutual judía, AMIA, ni el número de personas que murieron ahí ni el completo desconocimiento, 21 años después, de cómo se perpetró ese atentado. Pero se escuchan otras conversaciones:
–El día que apareció muerto Nisman fuimos a la quinta, con cacerolas, la gente le gritaba “Asesina” –contaba una mujer al hombre que la acompañaba, los dos en edad madura, de acuerdo con el promedio de edad de la manifestación que, a diferencia de los cacerolazos, hacía notoria la falta de gente joven.
–Lo que pasa es que los argentinos somos muy maleducados, no respetamos nada. Si no podemos respetar algo tan sencillo como no pisar el césped, qué querés –se quejaba otra mujer mientras obviaba que acaba de poner en riesgo el ojo de la cronista con su inmenso paraguas.
Las mujeres eran amplia mayoría, llegaban al frente del Congreso en grupos o en parejas, casi siempre del brazo unas de otras, compartiendo estrategias caseras para cubrirse de la lluvia, como las bolsas de residuos compradas a las apuradas en un supermercado en diagonal a la confitería El Molino que se atestó rápidamente.
–Es indignante que San Pedro sea kirchnerista –se quejó un hombre, la cabeza blanca de canas, junto a su esposa, que no alcanzó a reírse del chiste. Estaban los dos parapetados bajo el sobretecho de la puerta de un banco y la incomodidad le quitó efecto a su chiste.
–¿Sabés qué están mostrando en la tele? –preguntó una chica a otra que miraba en su teléfono inteligente las alternativas de la marcha de la que estaba participando. Es que tenía ganas de irse, pero quería estar segura de que las pantallas no mostraran éxodo alguno.
–¿Conocés a los fiscales que convocaron? –fue la pregunta que se impuso a esta estudiante universitaria que no dijo su nombre.
–No, pero les agradezco con todo mi corazón. Lo que generaron es realmente único, esto es un sueño –dijo la futura arquitecta de 27–. Lástima que haya tan poca gente joven.
No conocía a los fiscales y tampoco sabía que las marchas del silencio fueron un modo de exigir justicia que encontraron, en 1990, un grupo de adolescentes de un secundario católico que salieron a la calle junto a una monja después del asesinato de una compañera, María Soledad Morales. No sabía esta estudiante que el silencio entonces tenía que ver con la imposibilidad de nombrar de esas niñas de uniforme la violación y el asesinato de una de las suyas, la violencia sexista que terminó con la vida de María Soledad como si su cuerpo hubiera sido material de uso y descarte.
Ahora están lejos de ser adolescentes quienes propusieron el silencio para poner el cuerpo en la calle, los que tienen que proveer justicia dejando que detrás de ellos se pida justicia por pura necesidad de decir algo.
“¿Justicia para quién?” contestó otra mujer madura a la pregunta de la cronista, “Justicia para la Justicia”, cerró sin darse cuenta de qué modo incongruente estaba narrando lo que sucedía a su alrededor, esa marcha de la que ella misma era parte, en el pequeño espacio individual que su paraguas protegía.
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