Jueves, 9 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca *
¿Cómo fue posible que el incendio de un boliche bailable y su trágico saldo de 194 víctimas fatales abrieran un proceso que desembocara en la destitución de un jefe de Gobierno, en este caso el de la principal ciudad del país? Envueltos en la épica de la justicia popular y la venalidad de los dirigentes políticos que ha pasado a ser lugar común entre nosotros, la pregunta parece impertinente, pero es casi de rigor entre personas democráticas y más o menos informadas de otros países.
¿Puede un cuerpo legislativo compuesto por ciudadanos más o menos organizados para la conquista de posiciones relevantes de poder, determinar con alguna imparcialidad la conexión entre las políticas públicas desarrolladas por un gobierno, obviamente también definido por su signo político, y un desastre como el de República Cromañón?
¿Cómo fue que un grupo de familiares de las víctimas se constituyó en actor colectivo central de un proceso parlamentario destinado a procesar políticamente las condiciones que dieron lugar a la tragedia? Actor con varios miembros, hay que decirlo, que no se privaron de ejercer la extorsión, incluida la amenaza de muerte sobre legisladores y jueces.
¿Cuál es el sentido de la institución del juicio político: generar un modo pacífico y reglado de salida de situaciones en las que está en riesgo el orden público por acción u omisión de la máxima autoridad o juzgar la eficacia de las políticas puestas en marcha por un determinado gobierno?
¿Cómo es posible que se reivindique el voto según la “libertad de conciencia” entre representantes que, se supone, han sido electos por sostener determinados valores y proyectos políticos? ¿Cómo es posible que la deliberación en el interior del partido o del bloque del que el legislador forma parte se equipare a una “presión inaceptable” y se construya un culto a quienes se han “liberado” de esa presión?
El drama que tuvo lugar en la Legislatura porteña desde diciembre de 2004 hasta el pasado martes 7 de marzo es la manifestación más patética de la desarticulación política en nuestro país. Es el punto más alto de la ideología antipolítica, esta sí, transversal a todo el arco político. Es el culto del individualismo más extremo, curiosamente escondido con frecuencia en profusas alusiones a “la gente”.
Es la creencia (de izquierda) de que voltear gobiernos electos equivale a hacer revoluciones; es la creencia (de derecha) de que el bien común no necesita de la política sino que se reduce a un recetario cuyo manual está en poder de empresarios exitosos y tecnócratas iluminados. Es la idea de que no hay derechas ni izquierdas, reformistas ni conservadores: que solamente hay corruptos y justicieros.
* Politólogo.
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