Martes, 9 de octubre de 2007 | Hoy
A poco de retornada la democracia, en 1984, Christian von Wernich dio una entrevista a la revista Siete Días, donde repasaba su actuación durante la dictadura. Aquí se reproducen los tramos más salientes de aquel reportaje realizado por Alberto Perrone.
–Usted ha sido acusado la semana pasada por diversos testigos como implicado en la desaparición y muerte de los siete jóvenes que estuvieron ilegalmente mantenidos presos y finalmente fueron muertos en un terreno baldío de City Bell, en 1977. ¿Por qué?
–Yo me pongo en lugar de las personas que me acusan y lo comprendo. Ellas suponen que esas ocho personas, y no siete como usted dice, están con vida y quieren “blanquearlas” definitivamente. Quieren, en mi opinión, difundir la idea de que están muertas para que la organización Montoneros las deje tranquilas y no las busquen más. Esta es mi forma de interpretar esa acusación, porque para mí todos los chicos a los que yo ayudé a escapar del país, cumpliendo directivas de Camps, pueden estar escondidos temblando y esperando que sus antiguos compañeros los descubran y los maten. A mí, las declaraciones de la hermana de Moncalvillo no me ofenden ni me importa que me haya ensuciado, porque reconozco que es verdad que durante unos siete meses varios chicos estuvieron “desaparecidos” y yo lo sabía. Los primeros meses estuvieron “desaparecidos”, como decíamos en nuestra jerga, para todo el mundo y principalmente para sus propios compañeros de la guerrilla. El “Mono” era el mayo de aquellos ocho chicos. Tenía 28 años, y como era de La Plata, fue autorizado por Camps para ir a su casa y estar con su mujer en algunas oportunidades.
–Si habían sido detenidos, ¿por qué no se los acusó ante la Justicia?
–En aquel grupito estaban responsables de sectores intermedios de los Montoneros y se los quiso “blanquear”, es decir, corresponderles a su colaboración y sacarlos del país rumbo a Uruguay para que no cayeran en manos de sus propios compañeros, que los buscaban para liquidarlos y vengarse. Yo acompañé a cada uno de ellos hasta el Aeroparque o a salir por agua, según como indicaba el procedimiento. Por eso, nadie me puede convencer de que aparecieron muertos por ahí, porque yo me jugué para que salieran del país hasta con sus propios documentos de identidad. Es cierto que los familiares aportaban cantidades variables de dinero según sus posibilidades, porque los chicos tenían que irse al exterior y había que solventar sus primeros gastos. Pero a mí, directamente, ningún padre me podrá echar en cara que me dio un solo peso para sus hijos “desaparecidos”. Es incomprensible que ahora surjan estas acusaciones contra los del Proceso. Si se los mostramos a la propia familia cuando nadie creía que estaban con vida, ¿para qué se los iba a matar después? Yo era el nexo de la comunicación con sus padres. Me habían encariñado mucho con aquellos ocho chicos a los que dejé en libertad, convertidos en pasajeros comunes. Ahora, si allá en el Uruguay les pasó algo a alguno de ellos, eso ya escapa a mi responsabilidad. Es una lástima, pero es así.
–¿Cuándo se ordenó sacerdote?
–Tenía 26 años y estaba en Alemania. Antes había comenzado a estudiar medicina y después estudié en Estados Unidos administración de empresas. Me ordené y fui como diácono a 25 de Mayo. Después pasé a 9 de Julio y viajaba dos veces por semana a La Plata. Me vino la vocación de cura y me ordené en 1976, y como soy de Concordia, el general Ramón Camps me conocía de chico, ya que él es de Paraná. Por eso, y de acuerdo con monseñor Plaza, llegué a ser su cura de confianza para muchas cosas en la lucha contra la subversión. Nunca tuve dudas con lo que hice. Aunque reconozco que a veces no es tan bueno no tener ninguna duda y aceptar todo sin plantear los pro y los contra.
–¿Qué opina del programa televisivo Nunca más?
–Se presentaron unos testimonios aberrantes, pero yo quisiera ver si son ciertos. Desconfío. Temo que no sea cierto todo eso. Me parece, en cambio, que se le dio al pueblo el circo que necesita para distraerlo de la falta de pan. Así trabaja la zurda en este país. ¿Qué quiere que le diga? Yo soy partidario de don Alvaro Alsogaray. Siempre lo he votado. Ese sí que es el único que entiende de economía y dice las cosas con claridad.
–¿Usted nunca oyó hablar de torturas?
–Yo nunca estuve en ninguna dependencia policial o militar donde algún preso me confesara que había sido torturado. Y mire que estuve en relación directa con Jacobo Timerman, el ministro Mirages, Papaleo y muchos más.
–¿No cree que Videla lo mandó a Camps a la dirección de Remonta como un castigo después de haberlo puesto en La Plata a cargo de la policía?
–Nunca entendí eso así. Tampoco creo que Camps, que por aquel entonces era coronel, haya chantajeado a Videla con no soltar a alguno de los presos reclamados por organismos internacionales a cambio de su ascenso a general. Me parece más lógico pensar que Camps necesitaba reponerse de tanto desgaste y se lo mandó a un lugar tranquilo. Es claro que a él, como soldado, le gustaba la guerra.
–¿Qué condiciones tenía aquel Camps que usted conoció?
–Nunca lo vi en el frente de combate. Siempre lo vi en su oficina. Pero le creí y nunca se me ocurrió que pudiera estar montando un teatro con el blanqueo de muchos subversivos, que ingresaban así a la vida normal dentro de lo posible. Aquellos dos años en que estuve junto a él jamás vi nada que pueda ser considerado ilícito. Yo actuaba como capellán de la policía. La Iglesia sigue autorizando a sus fieles el empleo del cilicio y otros elementos, que algunos curas se ponen en sus muñecas como metodología para atemperar las pasiones. La diferencia es que los curas se ponen cosas a sí mismos y por propia voluntad y no se las imponen a otros. Es simplemente una penitencia para que el demonio no nos venza. A mí me cuesta creer cuando en el programa Nunca más se habla de vejaciones, porque yo nunca las vi, ni nadie me lo dijo. Si bien nunca admiré a Camps, porque ésa no sería la palabra que puedo utilizar para con él, estoy convencido de la sinceridad de lo que hizo. Camps quiso trabajar en esta guerra según Isabelita, Luder y todos sus ministros habían indicado. Ellos dijeron “aniquilar” y Camps lo tomó al pie de la letra. Ahora, de qué se quejan esos señores peronistas del Congreso. De qué centros clandestinos hablan si yo entraba a todas partes sin tocar el timbre cuando visitaba a los subversivos en los destacamentos policiales y en los militares.
–¿No le llama la atención que para usted es siempre falso lo que plantean los sobrevivientes, las organizaciones nacionales y extranjeras por los derechos humanos y que nunca duda de la verdad de lo que afirman Camps, Massera, Videla, Viola y hasta Alsogaray?
–Tal vez hubo excesos, pero no me constan. Por otra parte, estoy convencido de que el Congreso quiere la destrucción de nuestras Fuerzas Armadas y de la Iglesia.
Cuando pasamos al amplio living con sillones de cuero y tapices colgando de las paredes, Von Wernich destacó que esa construcción californiana la había hecho él hacía apenas un par de años, donde antes se levantaban unos míseros cuartos. De ahí lo seguimos al sacerdote al lugar acondicionado para su vocación de radioaficionado. En una pequeña estantería con varios libros religiosos estaban los del general Ramón Camps. Cada uno de ellos con una extensa dedicatoria donde se recuerda “al cura y amigo”.
–Yo no debo utilizar la palabra traición, porque es muy fuerte, pero lo que aquellos chicos hicieron... –dijo casi conteniéndose el cura párroco, y añadió: –A mí los montoneros comunes no me interesaban para nada. Lo mío eran los cuadros medios y altos de los subversivos, para averiguar cómo tenían armada la organización. Como yo acabo de testimoniar una vez más a favor de Camps, antes lo hice en una carta personal que él incluyó en su libro contra Timerman, entiendo que se quiere desacreditarme y anular mi testimonio. Porque todo lo que se dice de mí ahora, cualquiera de los familiares de aquellos ocho chicos lo pudieron declarar hace, como mínimo, seis meses. Y no van a hacer creer que todo fue una maniobra de Camps, porque él lo pudo haber hecho sin dárselo a conocer a los familiares y sin ningún riesgo para su buen nombre. Tampoco es cierto que Camps tuviera una svástica en su escritorio. Allá había un solo despacho, con su antesala y su secretaría, donde yo iba habitualmente y nunca vi nada de esos símbolos nazis. Ahora dicen que “Coti Martínez” era un campo de detención clandestino. Antes todos sabíamos que ahí mismo estaba la caminera de la provincia y bajábamos la velocidad al pasar. No temo que por estas acusaciones me puedan echar de mi sacerdocio en la Iglesia ni que sea sacado de mi lugar, como le ocurrió a monseñor Plaza hace poco. Yo sé muy bien lo que hice, por qué lo hice y con quiénes lo hice. Nadie me va a prohibir dar misa ni perderé ninguna de mis atribuciones. Cuando sea el momento la Justicia decidirá, y si la humana se equivoca conmigo, la divina acertará. He vivido una guerra desde un punto de vista ideológico, que es el de un conservador de centro. Hubo una realidad y distintas visiones de esa guerra, que no niego.
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