EL PAíS › OPINION

Los derechos en juego

 Por Roberto Gargarella *

En su brevedad de seis o siete renglones, el artículo 78 del Código Contravencional de la ciudad es, como varios otros artículos del mismo código, dramático y risible. Pena que esto signifique que su validez jurídica está en problemas. El texto se refiere a quienes impiden u obstaculizan “la circulación de vehículos por la vía pública o espacios públicos”. Que ese artículo del Código venga a decirnos que “el ejercicio regular de los derechos constitucionales no constituye contravención” resulta gracioso. Pero que a renglón seguido se nos aclare que en el ejercicio regular de un derecho constitucional haya que acatar “las indicaciones de la autoridad competente” resulta inaceptable (jurídicamente inaceptable, se entiende). Para empezar, cualquier restricción a un derecho constitucional requiere del mayor de los cuidados: estamos poniendo el bisturí sobre los nervios vitales de la Constitución. Por ello mismo (y esto es algo que está bien asentado en la jurisprudencia y en la doctrina más respetadas), cualquier limitación que se establezca frente a un derecho exige de una justificación extraordinaria por parte del Estado. La presunción es que dichas restricciones, en principio, no son válidas, y la aclaración posterior es que en algunos casos excepcionales ellas pueden llegar a serlo. Así, si se demuestra que existe lo que los tribunales extranjeros y crecientemente los nuestros llaman un compelling interest por parte del Estado, digamos, un interés fundamental que debe ser protegido de modo urgente. La doctrina argentina, lamentablemente, tiende a acercarse a la cuestión del modo más liviano e irresponsable posible, a partir de la afirmación, peligrosamente vacua, según la cual los derechos están sujetos a las “leyes que reglamentan su ejercicio”. Todos saben que esta afirmación dice poco, y todos admiten que en ningún caso esas reglamentaciones pueden afectar al derecho, “recortando” su contenido sustancial. Sin embargo, esa frase ha servido tradicionalmente como una excelente excusa para privar de contenido a todos los derechos que no le gustaban al poder de turno. Ahora le toca al derecho a la protesta.

Por supuesto que las protestas que afectan al tránsito vehicular molestan y pueden llegar a dañar los derechos de otros (aunque debemos estar prevenidos para no igualar, en su justificación, a todas las protestas que recurren a la misma metodología; como corresponde no igualar a todas las afectaciones de los intereses de algunos), pero ello no es razón para socavar derechos expresivos tan básicos como el derecho a la asamblea, el derecho a organizar manifestaciones, el derecho a la protesta, o el derecho a criticar a las autoridades. Otra vez, volviendo al ámbito jurídico (y pienso en una jurisprudencia consolidada tanto en los Estados Unidos como en Europa), señalaría dos cosas. Primero, que, conforme a la llamada “doctrina del foro público”, se reconoce que los parques, las avenidas, las plazas, y otros lugares tradicionalmente utilizados para la protesta, deben preservarse para que sigan cumpliendo con dicha función esencial, lo que implica otorgar una protección especial a las demostraciones que se organicen en tales espacios. Segundo, las únicas regulaciones que pueden aceptarse frente a estos derechos expresivos fundamentales son (nunca de contenido, sino) sólo de “tiempo, lugar y modo” (pongamos, “usted tiene derecho a protestar ruidosamente, pero no a las tres de la mañana”) y además (y esto es lo importante), si y sólo si tales limitaciones reconocen tres restricciones crucialísimas. Primero, ellas no tienen que implicar, en los hechos, discriminaciones entre puntos de vista diferentes; ellas tienen que ser diseñadas del modo más “estrecho” posible (impidiendo, de esa forma, “recortes” disfrazados con piel de cordero); y –lo fundamental– ellas deben dejar abiertos canales expresivos igualmente significativos para que pueda alcanzarse a la audiencia a la que el discurso del caso quería alcanzar. Para tomar un ejemplo liviano, los tribunales extranjeros no dudaron en invalidar una norma que les impedía a “todos los grupos” repartir panfletos o colgar carteles en las calles, dado que –en los hechos– tales restricciones “para todos los grupos” terminaban afectando fundamentalmente a “algunos grupos”: el de los más desaventajados, el de quienes tenían más dificultades para hacer conocer su mensaje a los demás, por otros medios. Ese debería ser nuestro criterio, es decir, el criterio constitucional: preguntarnos qué grupos resultan más afectados por las medidas que se pretenden tomar, viendo –junto a ello– si los “recortes” que se pretenden dejan intactas las posibilidades de los manifestantes (en muchos casos, grupos sistemáticamente agredidos en sus derechos, y además afectados por extraordinarias dificultades expresivas) para transmitir su mensaje a quienes están apelando. El objetivo es asegurar, finalmente, el fin de las ofensas constitucionales que padecen, en la medida en que ello ocurra (lo cual suele resultar muy claro, especialmente, teniendo en cuenta los compromisos sociales asumidos por la Constitución y, muy sobre todo, los compromisos sociales asumidos por la generosa Constitución de la ciudad). Señalo esto porque, conviene recordarlo, los cortes de calle no nacieron como un modo divertidísimo de festejar la disputa sobre un derecho sino como un recurso último y desesperado para llamar la atención de autoridades que cerraban las puertas, las ventanas, los ojos y los oídos a quienes venían a reclamar de rodillas por la protección de derechos arrasados por el poder. Si Macri y el señor Garavano quieren hacer un aporte a la conveniencia, más vale que recuerden que lo que está en juego no es la batalla por los límites de la libertad de expresión (que moral y jurídicamente tienen perdida) sino una disputa por asegurar la vigencia de los derechos a la salud, a la vivienda o a la alimentación, que los desposeídos de siempre vienen perdiendo hace rato.

* Abogado, sociólogo, profesor de Derecho Constitucional en la UBA y en la UTDT.

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