PSICOLOGíA › RESCATE DEL PENSAMIENTO DE ARTHUR SCHNITZLER

“Si has perdonado es que has dejado de amar”

Amargos, quizá demasiado lúcidos, los aforismos y reflexiones de Arthur Schnitzler (Viena, 1862-1931) hundieron su hoja en las cuestiones del amor, de la soledad, de la verdad, la mentira, la responsabilidad. Se atrevieron a explorar “el entresuelo, el sótano y la torre de la casa de la vida”.

 Por Arthur Schnitzler *

Las riñas amorosas raramente acaban en una paz verdadera; normalmente se trata de un simple armisticio que se conceden mutuamente las partes para enterrar a sus muertos. Luego, cuando se reanuda la batalla, vuelven a sacar a la luz hasta a los muertos, y continúan luchando envueltos en vapores de descomposición.

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El sentirnos atados y anhelar constantemente la libertad, y el hecho de que intentemos atar a otras personas sin estar convencidos de tener derecho a ello: eso es lo que hace tan problemática toda relación amorosa. ¿Has comprendido? ¿Has perdonado? ¿Has olvidado? ¡No te confundas! Lo que pasa es que has dejado de amar.

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Una regla para las deudas de amor: mejor dejarlas prescribir que cobrarlas demasiado tarde.

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Un destino tragicómico: saber que nuestra vida está arruinada y querer llorar esa desgracia precisamente en el pecho del causante de la ruina.

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En toda relación erótica, los amantes intuyen siempre la verdad y, sin embargo, se empecinan en creerse todas las mentiras.

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Nunca creas poder confiar tanto en la mujer a la que amas, como para confesarle tus sentimientos más secretos. Si lo haces, no dudes de que se vengará, sea confesándote a ti los suyos, sea ocultándotelos.

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El anhelo más doloroso: el que sientes por una persona que se cree tuya, pero que tú, en tu fuero interno, sabes que no te pertenece del todo. Y la tristeza más dolorosa: la de ver a una persona que deambula viva a tu lado pero para ti hace tiempo que ha muerto, sin saberlo ella.

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La sensualidad nos quería persuadir de que estábamos enamorados, pero la razón se resistía al engaño. Entonces la fantasía brindó su oportuna ayuda.

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En las relaciones amorosas hay dos fases que se suceden casi sin solución de continuidad: una, en la que después de las discusiones es mejor reconciliarse de inmediato, ya que al fin y al cabo el reencuentro no puede aplazarse demasiado; y otra en la que conviene aprovechar la primera discusión que se tercie como pretexto para la ruptura, ya que ésta es inevitable.

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El singular placer de arrojarse en brazos de otra justo cuando se está viviendo el vértigo de un gran amor.

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Las disputas en las relaciones amorosas siempre surgen, en el fondo, de los fundamentos en que éstas se basan.

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Las relaciones humanas venidas a menos, muy en especial las de amor, tienen a veces su orgullo de mendigo, ridículo o conmovedor, como hidalgos empobrecidos. Debemos respetar siempre ese orgullo, pero nunca herirlo mostrando un interés demasiado ostentoso.

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Cuando poco a poco un ser al que aún amas empieza a perder para ti la magia sexual, puede suceder acaso un nuevo prodigio: que halles ante ti a la niña que fue esa persona antes de que la abrazases como mujer. Y entonces la querrás aún más que antes.

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Una mujer inteligente me dijo una vez: “Los hombres saben muy bien, sin tener que pensárselo dos veces, lo que han conseguido de nosotras; pero normalmente ni se imaginan todo lo que no han conseguido”.

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A las mujeres las hiere más nuestra confianza que nuestra desconfianza. Esta última sólo ofende su honestidad, mientras que el exceso de confianza es una afrenta a su capacidad de seducción y a su sensibilidad.

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La mezcla de sinceridad y mentira siempre da como resultado una mentira; la mezcla de fuerza y debilidad, siempre debilidad, y la de bondad y maldad, siempre maldad. Pues el signo que se impone es siempre el negativo. La diferencia entre el álgebra y la psicología consiste en que en ésta dos signos negativos nunca dan un resultado positivo.

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Los vicios que exigen un cierto grado de valor son casi virtudes, sobre todo al lado de las virtudes que sólo se ejercitan por cobardía.

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Hay quien lleva una doble vida, dicen. ¿Pero no es más cierto que sólo llevando en apariencia dos vidas diferentes consigue vivir una vida entera, verdadera, es decir, su propia vida? Cuántos, en cambio, viven media vida, por falta de valor para vivir una entera que pueda parecerles doble a los demás.

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El verdadero cumplimiento del deber está a veces en hacer más y a veces en hacer menos de lo que el deber nos exige. Ese es el problema al que nos enfrentamos en todas las situaciones difíciles de la vida.

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A nadie nos cuesta tanto perdonar como a quien en su relación con no-sotros, aun sin querer, ha hecho aflorar la cara maligna de nuestra naturaleza, y aún más si nos ha dado la primera ocasión de descubrirla.

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Un suceso ocurrido entre dos personas no es del todo irrevocable hasta el momento en que deja de ser un secreto de ambos. Tan pronto como un tercero adquiere conocimiento del hecho, y después de él otras personas (lo cual ocurre por fuerza en tales casos), aquel suceso, que hasta ahora era un asunto privado de dos personas, inicia una nueva vida en las almas ajenas; revista nuevas formas, adquiere nuevos sentidos y perpetúa sus efectos, que acaban misteriosamente recayendo sobre aquellas dos personas entre las que tuvo lugar originalmente.

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Al igual que en la vida del individuo, en las relaciones entre personas no existe ninguna fase de reposo. Hay un comienzo, un desarrollo, un cenit, un declive y un final, y como en el individuo, dolencias de las más diversas clases: molestias, enfermedades congénitas, estados de agotamiento, achaques de la vejez; muchas veces no falta tampoco un toque de hipocondría. Muchas relaciones sucumben a enfermedades de la infancia, incluso a algunas que podrían prevenirse con atenciones y cuidados, es decir, mediante una higiene razonable; otras expiran en la flor de la edad a causa de las secuelas de antiguas enfermedades; otras mueren tarde o temprano debido a males congénitos que raramente se diagnostican a tiempo. Algunas envejecen de prisa, otras despacio, y las hay que están aparentemente muertas, pero las puede devolver a la vida con paciencia, medios adecuados y buena voluntad. Pero hay otra cosa en que las relaciones humanas coinciden con el ser humano: pocas saben resignarse a lo inevitable, arrostrar con dignidad el sufrimiento y la vejez y morir con belleza.

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No basta con conocer a la gente, es fundamental saber descifrar también sus relaciones. Ellas también disimulan, se disfrazan, se cierran herméticamente. Sólo conocerás a un individuo cuando seas capaz de verlo inmerso en la red de sus múltiples relaciones.

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Por más que una persona te haya engañado, robado o calumniado, siempre existe la posibilidad de que os reconciliéis, incluso, de que lleguéis a tener más adelante una relación pura. Hasta con tu asesino te podrías llegar a entender estupendamente después de cometido el crimen; quizá con él más que con nadie. Sólo hay una persona a la que eternamente no volverás: la que no sabe lo que te ha hecho, aunque tú ya lo hayas olvidado todo.

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Ojalá las personas se vengaran sólo por el mal que les han hecho. Pero se vengan también cuando se les hace un bien del que no se sienten dignas, o por el que no quieren dar las gracias. Y lo peor, por ser un acto casi inconsciente, es cuando se vengan por su propia mala conciencia (de la que, no sin razón, culpan al otro).

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A la hora de traicionar, la mayoría de la gente es más puntual que a la hora de demostrar su felicidad. Y es que traicionar demasiado tarde puede costarle a uno más caro que ignorar las exigencias de la felicidad.

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Confesar algo significa, en la mayoría de los casos, un engaño más artero que ocultarlo todo.

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A veces es un engaño mayor tener en brazos a la mujer amada que a otra.

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Hay quien da la espalda a un amigo, a la mujer a la que ama o a un deber, y lo justifica con la fidelidad a sí mismo. Pero en muchos casos, eso no es más que la forma más cómoda y cobarde del autoengaño. Muy pocos conocen tan bien las leyes de su propia evolución personal como para saber si con esa infidelidad hacia una persona o una cosa no están siendo al mismo tiempo infieles a sí mismos.

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Cuando el odio se acobarda, sale a la calle enmascarado y se hace llamar justicia.

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Cuando una persona a la que en el fondo de nuestra alma no soportamos se gana nuestro reconocimiento, nuestra admiración, incluso (por paradójico que parezca) nuestro amor, la aversión primera que sentíamos se intensifica, y así, el odio busca y encuentra muchas veces su alimento precisamente en lo que parece más opuesto a él: en la justicia.

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El deseo, el imperativo o incluso el ansia de vivir, experimentar y padecer una relación sentimental existen generalmente a priori, incluso antes de haber hallado el objeto digno o anhelado. Y pocas personas son lo bastante pacientes para esperar al objeto adecuado.

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El amor a los hijos siempre es desgraciado; es más, es el único que merece plenamente ese calificativo. Basta con que nos atrevamos a recordar. El amor que sentíamos hacia nuestros padres, pese a su intensidad, ¿no tenía también un componente de compasión, quizás incluso de repugnancia? ¿No había, al cabo, en ese amor algo emparentado con la aversión?

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Cuando una relación que nació a lo grande cae en la mediocridad, no puede prolongarse si no es a costa de dolorosos y vergonzosos sacrificios. Es más sabio disolver sin más el hogar espiritual común que dejarse la piel en el empeño por recortarlo.

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En una relación enferma, igual que en un organismo enfermo, hasta el fenómeno aparentemente más nimio puede ser un síntoma.

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Desde el punto de vista de la economía de las relaciones humanas, es preferible unirse a una persona poco de fiar pero tierna que a una persona fría pero digna de confianza. Contra las personas poco fiables hay un remedio: conocer a los seres humanos; en cambio, la frialdad acaba congelando irremediablemente todo vínculo hasta condenarlo a la esterilidad.

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Toda relación amorosa atraviesa tres estadios que se suceden imperceptiblemente: el primero, en el que somos felices estando juntos en silencio; el segundo, en el que nos aburrimos estando juntos en silencio; y el tercero, en el que el silencio se hace carne y habita entre los amantes como un enemigo maligno.

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La práctica psicoanalítica halaga la vanidad hasta extremos peligrosos. A cualquier nimiedad se le atribuye una importancia desmesurada. Personas absolutamente banales se sienten interesantes, fascinadas por el valor que se les asigna incluso a sus sueños.

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Existen más tipos de soledad, más puros, más dolorosos, más hondos, que los que acostumbramos reconocer. ¿Nunca, en medio de una gran concurrencia, después de un momento de bienestar y diversión general, todos los presentes se te han figurado de repente fantasmas y tú mismo la única criatura real entre ellos? ¿Nunca has percibido, en medio de una conversación interesantísima con un amigo, la completa falta de sentido de todas vuestras palabras y la nula esperanza de que lleguéis a entenderos alguna vez? ¿Nunca, mientras reposas dichoso en brazos de la mujer a la que amas, has notado inequívocamente que detrás de su frente rondan pensamientos de los que no intuyes nada? Todos esos tipos de soledad son peores que lo que acostumbramos llamar así, es decir, el estar a solas con nosotros mismos. Y es que esa soledad, comparada con todas aquellas otras, las verdaderas, preñadas de inquietud, peligro y desesperación, es un estado placentero e inocente. Estar juntos con nosotros mismos debería parecernos la forma más suave y cómoda de la sociabilidad.

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Qué deliciosa es la soledad cuando sabemos que en algún lugar del mundo, aunque sea remoto, alguien nos anhela. Pero ¿es eso soledad? ¿No es más bien una forma de sociabilidad, la más cómoda e irresponsable, que sólo sabe exigir y tomar, sin dar nada, es más, ni siquiera reconocer su deuda?

Si cultivas con excesivo mimo el jardin secret de tu alma, puede llegar a hacerse demasiado exuberante, a desbordar el espacio que le corresponde y, poco a poco, a invadir otras regiones de tu alma que no estaban llamadas a vivir en secreto. Y así puede ser que tu alma entera acabe convirtiéndose en un jardín cerrado y, pese a su esplendor y su perfume, sucumba a su propia soledad.

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La mayoría de las personas viven en el entresuelo de la casa de su vida, donde se han instalado holgadamente, con buenas estufas y todas las demás comodidades. Raramente bajan al sótano, donde intuyen la presencia de fantasmas que podrían helarles la sangre; tampoco suelen subir a la torre, pues sienten vértigo al mirar hacia abajo y a lo lejos. Pero también hay algunos que prefieren vivir precisamente en el sótano, porque se sienten más a gusto en la penumbra y el estremecimiento que bajo la luz y la responsabilidad, y otros disfrutan subiendo a la torre, para dejar perderse la vista en lejanías insondables que jamás alcanzarán. Pero los más desgraciados son aquellos que se pasan la vida corriendo del sótano a la torre sin parar, mientras las estancias habitables de la casa se llenan de polvo y de abandono.

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¿Quién será capaz de comprender del todo estos tres hechos inconcebibles: que existe, que es él y no otro y que antes no existía y un día dejará de existir?

* De Relaciones y soledades (ed. Edhasa), edición de Joan Parra.

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