Jueves, 28 de noviembre de 2013 | Hoy
PSICOLOGíA › SOBRE LO REAL DEL TRAUMA
Los autores –a través de aforismos del filósofo Wittgenstein, de conceptos de Lacan, del testimonio de los locos y el de los niños– avanzan sobre esas zonas raras donde lo más real del trauma “no cesa de no escribirse”.
Por Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière *
Los tres hermanos mayores del filósofo Ludwig Wittgenstein, que era el más joven de ocho hermanos, se habían suicidado. Ese tipo de sacrificios siempre resulta una amenaza, pues entramos con ellos en un ámbito en que las representaciones, las garantías, los ideales, las legitimidades están reducidas a nada.
Jacques Lacan llama a ese ámbito, de manera convencional, lo “real”: lo que no conoce nombre ni imagen y “siempre retorna al mismo lugar”, por fuera de la simbolización, “lo que no cesa de no escribirse”. Más crudamente, “lo real es lo imposible”. Irrumpe allí donde ya no funcionan las oposiciones que estructuran nuestra realidad común, el adentro y el afuera, el antes y el después; allí donde son burladas las garantías que fundan el lazo social.
La irrupción de esta instancia de lo real torna así imposible, por definición, cualquier alteridad. Ya se trate del otro, “Mi semejante, mi hermano” (Charles Baudelaire, “Al lector”, en Las flores del mal) con el cual nos identificamos y con quien rivalizamos –en el registro que Lacan llama lo imaginario–, ya se trate del Otro invocado para garantizar la alianza, la promesa y la buena fe, en el registro de lo simbólico. Así pues, se define el registro de lo real por un cercenamiento, una forclusión del orden de la simbolización: “Lo que no ha llegado a la luz de lo simbólico aparece en lo real”.
Este registro vale también, sin duda, para todo aquello que en la naturaleza no ha llegado a la luz de la simbolización –por ejemplo, las fórmulas matemáticas de la ciencia– y que se propaga sin límites con una fuerza ciega y sin nombre. Pero el mismo registro de lo real sirve también para localizar entre los hombres lo que aparece cuando algunos lazos sociales, a veces en el nombre de la ciencia misma, se ven condenados al aniquilamiento. Cuando se destruyen las garantías de la palabra, ¿cómo construir un otro al cual hablarle?
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Acercarse a lo real contra la propia voluntad sacude las identificaciones habituales. En esas condiciones, algunos comportamientos aberrantes deben considerarse normales frente a la locura del entorno: una locura normal frente a una normalidad trastornada. Para decir este estado de cosas, Ludwig Wittgenstein propone sus aforismos enigmáticos: “Puede uno imaginarse innumerables casos en que podría decirse de alguien que sufre a otra persona, o incluso que sufre a un mueble, o a un lugar vacío”. ¿Sufría él “el lugar vacío” de sus tres hermanos mayores suicidados, o el de su querido amigo Pinsent, muerto en un accidente de su avión en julio de 1918, mientras investigaba las causas de un accidente anterior? Wittgenstein escribió: “La idea de un ego que habita el interior de un cuerpo debe ser abandonada”. Y Madame de Sévigné le escribió a su hija la célebre frase: “El viento de Grignan me hace doler tu pecho” (Carta del 29 de diciembre de 1688).
Esto no quiere decir que Wittgenstein defendiera la concepción dualista del alma y el cuerpo. No se trata de oponer neuronas y psique, sino de explorar situaciones traumáticas en las que las sensaciones del cuerpo son anestesiadas por el miedo, a tal punto que el filósofo agrega: “Me transformo en piedra y mi miedo continúa”. En ese contexto, precisa el filósofo, “el comportamiento de dolor puede mostrar un lugar doloroso, pero el sujeto del dolor es quien le da su expresión”. A tal punto que su frase célebre, aparentemente obvia, “El hombre que grita de dolor o que nos dice que sufre no elige la boca que lo dice”, puede remitir a la boca de otro que puede decirlo y gritar en su lugar cuando al primero le resulta imposible.
Los niños son muy rápidos en detectar las zonas de petrificación, aunque sean fugaces, de quienes se supone que deben cuidar de ellos. Pueden expresarlo mediante afirmaciones que a veces son raras, que equivalen a preguntas, con una percepción agudizada de los vacíos del otro.
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Toda catástrofe del orden social, doméstico u orgánico, corresponde a una pérdida de confianza, puntual o radical, en la seguridad de las leyes que rigen a los hombres, el universo o el cuerpo. Así, la alteridad cambia brutalmente de status. De garante de la buena fe, del que emanan la palabra y la permanencia de las leyes físicas, el otro se convierte en una superficie de signos y formas que hay que descifrar, sobre un fondo de palabras devaluadas.
Por otra parte, la imposibilidad de sentir algo, tenga o no origen neurobiológico, nubla el espejo que nos relaciona con nosotros mismos y con los demás. Pues el juego de lenguaje consiste también en el tono de voz, las expresiones del rostro y el teatro de las emociones. Los desórdenes profundos de las funciones y las articulaciones de estos dos dominios, lo simbólico y lo imaginario, abren el campo hacia las desligaduras propias de lo real y acercan lo que no tiene nombre, ni límite, ni otro. En caso de lesiones cerebrales, traumas o locura, los pacientes se enfrentan al mismo campo de lo real: una ruptura capital arruinó la confianza en la palabra, el contacto con los sentimientos de los demás, la fiabilidad y la continuidad del micro y el macrocosmos.
Pero aquí se trata de decir, de querer decir. Wittgenstein retoma esta expresión a partir del equívoco que existe en la frase en francés je veux dire (“quiero decir”) respecto de lo que en inglés se distingue como I mean (“significo”) o I want to say (“quiero decir”). (N. de la R.: el mismo equívoco existe en castellano.) Ese “querer” dice más de lo que parece sobre el sujeto del decir. Pero la revelación de lo que el sujeto ignora de sí mismo no se hace tanto por autoobservación como por la vía de la respuesta esperada. Es que ese “querer decir” está dirigido a alguien.
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Nuestra humana condición es no poder escapar de la dimensión de lo simbólico. La eficacia inexorable de las máquinas y la profusión de pantallas nos incitan a creer que un día no necesitaremos esa embarazosa singularidad sin la cual, no obstante, esos mismos avances tecnológicos no podrían existir. ¡Cuánto más fácil sería la vida si pudiéramos suprimir mecánicamente las enfermedades, las locuras, las angustias y los cambios de humor, hacer que los muertos desaparezcan, pura y simplemente, sin envenenarnos la existencia! Lamentablemente, ninguna maquinaria, ni siquiera la de un partido completamente racional o de una organización perfecta, ha logrado jamás reemplazar la necesidad de decir, y hasta de hablarse a sí mismo, cuando hablar con otra persona resulta imposible.
Cuando se pierde la razón, querer decir es hablarse a sí mismo como último recurso, pues el único que puede escuchar es uno.
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Durante la Edad Media y el Renacimiento se pagaba a los locos de la corte o de los teatros de feria para que manifestaran en voz alta a todos, incluso al rey, lo que no podía decirse. No sin peligro. Hoy les convendría contratar un seguro para poder pagarse los tratamientos y las píldoras necesarias para eliminar la agudeza que los hace distinguir, a través del espejo, palabras y sonrisas de convención. Además, el Concilio de Toledo abolió varias veces, en 1516 y luego en 1566, el Día de los Locos, también llamado Día de los Inocentes o Día de los Niños. La Iglesia y el poder político persiguieron sin tregua este tipo de teatro que siempre resucitaba de sus cenizas, como el carnaval mismo.
En 1529, Berquin, el traductor al francés del Elogio de la locura, de Erasmo –de quien Berquin era gran admirador–, fue quemado en la hoguera bajo el reinado del gran humanista Francisco I. En 1535, Tomás Moro, a quien se había dedicado el Elogio... y quien, según los dichos de Erasmo, siempre estaba tan jocoso “que podría creerse que el objetivo principal de su vida era bromear”, fue decapitado por orden de Enrique VIII, su protector, en una Inglaterra que se presentaba como el país más refinado y ávido de intelectualidad de toda Europa. ¿Qué medida común existe entonces entre locos, sabios inocentes y niños?
Sin duda la curiosidad, en esencia científica, es la misma que la de los bebés, siempre y cuando el adulto colabore con la investigación. Es bien conocido el ejemplo del niño que deja de mamar cuando su madre recibe un telegrama alarmante. Pues un niño de pecho está en condiciones de darse cuenta de que el rostro de su madre o el olor o el ritmo de su corazón han cambiado: es sensible, sobre todo, a las diferencias. Los indicadores corporales que ha observado y grabado le permiten detectar impresiones. ¿Insultaremos su inteligencia afirmando que se trata de un reflejo o reconoceremos más bien que es una manera silenciosa de hacer una pregunta?
Esta pregunta va a ser validada inmediatamente a través de la respuesta que confirme o refute su experiencia. Una mentira como respuesta, o un silencio incómodo, llevan al sujeto, en ese punto, a la no existencia: se exilia, se calla, delira. Más que hablar con él, se habla de él, como si fuera una aberración. La gramática cambió súbitamente de sentido: sujeto y objeto cambiaron de lado, el observador es ahora el observado. El niño, investigador en potencia, queda desconcertado frente a la exploración que se le niega: hacen de él un tonto, un loco, un inocente. Hasta que se encuentre con un otro que acepte el desafío de reactivar la pregunta.
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El universo se derrumba, de manera impresionante, para los niños o los adultos infantilizados, cuando se los deja en un estado de desolación con el pretexto falaz de que “no pueden comprender”. Así, el hilo de la palabra puede cortarse radicalmente. Aquí nos referimos a un enfoque del lenguaje que tiene su origen en el Otro y no en una máquina de traducción en el interior del cráneo. La palabra procede de imágenes, colores, olores, gestos, pero siempre y cuando se autentiquen en la dimensión del pacto simbólico. Si, por ejemplo, esa madre turbada por el telegrama logró decir algunas palabras a su hijo para calmarlo, a pesar de su intranquilidad, su tono de voz habría transmitido, en esencia: “Pasó algo grave, no por nada sientes esta agitación repentina. Las consecuencias serán difíciles para nosotros, pero ten confianza”.
En general, cuando el mundo se vuelve absurdo, los niños tienden a pensar que ellos son los que causaron la catástrofe, pues no pueden explicarlo de otra manera. Luego arreglarán un poco el razonamiento y aprenderán a culpar al prójimo, cuando la construcción del yo y las relaciones imaginarias permitan las proyecciones. Es preferible imputarse la causa de un hecho inexplicable o pasarle la carga a otro que afrontar un hecho sin causa. Esta estrategia de supervivencia es una de las más eficaces frente al campo extraño e inquietante de lo real.
* Texto extractado de Historia y trauma. La locura de las guerras, de reciente aparición (ed. Fondo de Cultura Económica). Ambos autores se hallan en la Argentina, donde participan en actividades organizadas por Abuelas de Plaza de Mayo.
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