Domingo, 14 de febrero de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por José Pablo Feinmann
¿Se acuerdan de esa frase arltiana sobre la prepotencia del trabajo? Guille Saccomanno es de esa clase de tipos. Trabaja duro. Piensa, lee y escribe sin mayores distracciones. Es terco. Le gusta eso y lo hace. Es terco: lo que no le gusta, lo dice. Es terco: raro que cambie lo que piensa. Hay núcleos muy duros en su sistema de ideas. La elite y la vanguardia siempre presumen de algo, nunca lo son. Si a algún estrato ontológico pertenecen es al de la vacuidad, la arrogancia, el desdén, el círculo de los elegidos y el círculo de los excluidos. Guille siempre fue un excluido. Empezó mal. Como guionista de historietas. Le llevó años sacudirse esa cruz. ¿Cómo va a ser un escritor un tipo que empezó escribiendo historietas? Uno que admira a Oesterheld. Que si no es peronista, por ahí le anda. Que habla del pueblo, del hambre, de la explotación, del bombardeo del 16 de junio, que detesta a Victoria Ocampo, que dice que no puede separar al Borges escritor del Borges hombre, que firma solicitadas, que se fue a Neuquén a trabajar con una comisión interna de obreros, que escribió sobre el penal de Ushuaia indignado porque lo transforman en un shopping, que no come en restaurantes caros, que gana la plata justa y no se preocupa por ganar más, a ver, contesten: ¿qué clase de tipo es ése? Un populista, por supuesto.
Además, nació marcado con el desdén olímpico de la diosa de la academia del ’80. En el ’84 publica su primera novela. Se llama: Prohibido escupir sangre. Insólitamente, la profesora Sarlo se detiene un instante en ella. Sólo una columna y media. No la trata bien. Mala suerte, Guille. Días atrás ando por una librería y veo un libro gordito de la profesora Sarlo. Me asombro: ¿desde cuándo escribe libros voluminosos? Porque esta gente suele escribir libros escuetos o simplemente junta textos de otros, les escribe un prólogo y pone, en grandes letras, su nombre, como si todo el libro fuera suyo y no el escaso prólogo. Son antólogos. O escriben cuando reciben grandes becas. Sin becas, no escriben. ¿Dónde está el gran tratado de Portantiero sobre filosofía política? ¿Dónde está el gran libro de Terán sobre el pensamiento argentino? ¿Dónde está el gran libro de Sarlo sobre teoría crítica? ¿Dónde está su tratado esencial sobre crítica literaria o aun su historia de la literatura argentina? Como la que hizo Martín Prieto, por ejemplo. Que se sentó y escribió 550 páginas. O lo que hizo Daniel Link, que tomó sus clases y las reescribió con tanto rigor que valen lo que vale un libro. La academia seca. Se vive la tentación del paper. De las becas. De que con las clases alcanza. De que escribir implica un trabajo duro que no quieren afrontar o para el que no están dotados, porque –de estarlo– no les costaría tanto, no les requeriría el sufrimiento. Pero algo saben: saben juntarse, hacer lobby, rodear a ciertos editores axiales, estar donde hay que estar. En la última Feria del Libro entre mi La filosofía y el barro de la historia (814 páginas todas escritas por mí) y unas desgrabaciones de clases de Oscar Terán que hicieron sus alumnos, premiaron a Terán. Que acababa de morirse, es cierto. Pero no era por eso. Es por algo que uno nunca alcanza a explicarse. Tengo treinta libros publicados. En la Feria del Libro nunca me dieron ese premiecito que dan. Me dijeron que siempre hay dos o tres chicas de Puán que deciden la cosa. A favor mío, nunca. Y bueno, que se lo guarden.
Hasta que un día –en su nombre y en el de muchos otros– Saccomanno se enojó y embistió contra la profesora de las exclusiones condenatorias. Guille lo quiso mucho a Soriano, de quien, según parece, se rieron por esos pagos cuando confesó que había llegado hasta tercer año del secundario. Fue una polémica dura. No sé si Guille salió ganador porque la bronca acumulada era mucha y tal vez en algún punto se le notó. La profesora Sarlo es una experta en utilizar algo que señala como su miedo para resolver estas situaciones. Veamos cómo funciona este mecanismo de supuesta defensa y eficaz –o más que eficaz– agresión. Durante un programa televisivo de Cristina Mucci huyó de David Viñas y arguyó que le tuvo miedo al recordar que, en los ’60, le había roto una jarra en la cabeza a Murena, autor de El pecado original de América, que acaso fuera el que acababa de cometer Viñas. “Le tengo miedo a la violencia de Viñas. Me voy”. Luego, al darse por enterada de un rumor que postulaba el maltrato que Kirchner le daba a su gente, declaró en La Nación, su tribuna central desde que cerró Punto de Vista y ella, también, cambió varios de ese tipo de puntos (que solía tener) de vista, que le atemorizaba “la violencia de Kirchner”. Y cerró la polémica con Guille apelando al mismo ardid: “El odio de Saccomanno me da miedo”. Es sencillo y fructífero: si yo declaro –en medio de un debate de ideas– que le tengo miedo a alguien, le estoy diciendo que es un violento. Que es tan violento que me produce algo tan fuerte y tan hondo como el miedo. En el caso de Kirchner le está diciendo que se vive –no en una democracia– sino en una sociedad civil preirracional y peligrosa a merced del estallido del hombre que está al frente del Estado. Ese hombre, que es un violento puede trasladar su violencia a la sociedad. Esa violencia –por ahora– la ejerce entre los suyos. Pero existe, está en él. ¿Cuánto demorará en dejarla caer sobre el cuerpo social? Por consiguiente, ella, la profesora, tiene miedo. En cuanto a Guille usó el recurso para desvalorizar la racionalidad de sus argumentos (dictados por el odio, no por la razón) y escapar, temerosa, de la polémica. No sé si seguirá usando el argumento. Hasta ahora funcionó. Pero no puede seguir diciendo que le tiene miedo a todo. Supongo que a Fontevecchia. A Chejfec. O a Carrió. A todos ellos, los ama.
Vuelvo al libro gordo de la profesora. No era nuevo ni mucho menos. Había juntado sus notas bibliográficas de veinte años. O más. No recuerdo la editorial, pero no era de primera línea. Ninguna de primera línea le habría publicado eso. Aunque esto es secundario. Lo que me indignó es que –entre las primeras reseñas– estaba esa escuálida columna y media que le había dedicado al primer libro de Guille en 1984. Ahora, en 2009, la sacaba otra vez a la luz. ¿Para qué? Para herirlo. Porque no le tenía miedo. Sólo esperaba golpear desde otro lado. Ahora golpea desde aquí. ¿Por qué no iba a poner en su recolección de textos ese que tan mal hablaba del primer Saccomanno, de su primer esbozo, de su primera aparición? Ahí está. Luego, la profesora no escribió sobre El buen dolor. Ni sobre La lengua del malón. Jamás escribió sobre nosotros. Conmigo fue amiga durante el ’82, el ’83 y el ’84. Hasta fuimos jurados en un concurso literario de derechos humanos. Juro que me dijo que admiraba Ultimos días de la víctima y Ni el tiro del final. Después, desde el alfonsinismo, me ignoró siempre. Porque yo también –para ellos– soy un populista. Y yo, desde HumoR, era claramente peronista en 1984. Borrado. Tanto, que aún hoy leo un texto de Pablo de Santis –que es un buen tipo y un notable escritor– sobre el retorno de la cultura en la democracia y yo no existo. Eso quedó instalado. Como con Guille lo del historietista. Durante años y tal vez para siempre. Al menos, ahí. ¿Hablará la profesora de El oficinista? ¿Dirá algo del excepcional premio que el desdeñable historietista acaba de ganar por trabajo, por talento y, sobre todo, por merecerlo?
Saccomanno se hizo –además– un gran maestro de escritores. Puso sus talleres y resultaron fabulosos. De ellos salieron dos premios Clarín. Hasta se instaló un mito: si vas a un taller de Saccomanno en un par de meses te ganás un gran premio. Es exigente con sus alumnos. Los hace leer mucho. Proust. Faulkner. Melville. Y los rusos. Todos los rusos, porque, además, son su pasión. Se ancló en Gesell porque ahí encontró su anclaje más propio y seguro, pacífico. A menudo le pido que vuelva. Que en Buenos Aires estamos sus amigos. O, al menos, estoy yo. Que lo necesito. ¿Cuántos amigos así voy a encontrar? ¿Con quién voy a ir a comer a Lalo? ¿En qué quedaron esas cenas a las que se agregaba Belgrano Rawson? Me dice: “Vos te escapaste a la noche. Yo me escapé a Gesell”. Sí, yo escribo de noche. Y duermo de día. Y me cuido, porque escribir es un trabajo arduo, complejo, un trabajo para uno y para los otros. Porque –pensamos Guille y yo– uno escribe para estar en el mundo, aunque escriba desde su escondite, desde su cueva. Uno escribe para ser con los otros. Guille seguirá en Gesell. Ahora, a los sesenta y un años, acaba de ser papá. El pibe se llama Anselmo. Y entre el Premio Seix Barral Biblioteca Breve (que fue a buscar su querido amigo Rodrigo Fresán) y Anselmo, Anselmo por afano. La Huesuda –el mismo día que ganaba el Premio– casi se lo lleva. Pero se salvó. Curiosa paradoja: el triunfo y la Muerte en una sola encrucijada, peleándose por el Guille. Ahora todo le va a ser bastante fácil. Estos premios abren muchas puertas. Pero Guille va a seguir igual. Ahí, en Gesell, con el mar, con Carolina Marcucci –que enamoró al hombre que fue imposible para tantas mujeres–, con Anselmo y con su escritura. Quiero solamente decir que si hablé de mí en algunos pasajes es porque nuestras vidas, desde hace tiempo, andan por los mismos caminos. Nuestras vidas, nuestras alegrías, nuestras broncas. Que todavía no leí El oficinista. Pero no dudo de que merece el formidable premio que le dieron. Cuando presenté, años atrás, El buen dolor, recuerdo que dije: “Esta novela es excepcional. Pero aunque eso me alegra, mi verdadera felicidad está en ser un gran amigo del gran escritor que la escribió”.
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