Domingo, 24 de julio de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › LA VIDA DE NORMA MORELLO, DOCENTE Y MILITANTE SOCIAL
Tiene 71 años y sigue liderando en la Villa 31 de Retiro un proyecto de alfabetización. Trabajó en varios países latinoamericanos. Estuvo junto a monseñor Romero. Fue secuestrada y torturada en 1971. Y otra vez en 1976. Debió exiliarse. Ahora, se ilusiona con el actual proceso político.
Por Mariana Carbajal
Lleva la docencia en sus venas. Y en el alma. Paulo Freire fue su gran guía. Desde hace veinte años, Norma Morello lidera en la Villa 31, de Retiro, un proyecto de alfabetización para jóvenes y adultos, articulado con capacitación laboral, donde la mayoría del alumnado son mujeres, de 14 a 90 años. “Para mí, lo más importante es que ellas asuman un compromiso en el barrio”, dice Norma. Esta maestra, una de los impulsores del movimiento rural en el país, que ya cumplió 71 años, tiene marcada en su cuerpo la historia más violenta de la Argentina oscura: en 1971, cuando trabajaba en el campo, fue secuestrada por el Ejército, en uno de los primeros casos de desaparición, detención ilegal y tortura denunciados en el país. La liberaron luego de cinco meses, pero en 1976 volvieron a buscarla. Y se vio forzada al exilio. Hoy mira el futuro ilusionada.
–En este momento estamos viviendo una esperanza tremenda. La gente en el barrio está decidiendo comprometerse y el gobierno nacional ha respondido a un montón de expectativas. La gente tiene una ilusión muy grande y para mí eso es lo más importante –dice Norma, en un extenso diálogo con Página/12.
Vive con su esposo, Eduardo, en el mismo departamento del barrio porteño de Caballito donde un comando civil los secuestró en una madrugada de 1976, luego del golpe militar. Su hija mayor, Angélica, tenía dos años. Se los llevaron a los golpes, encañonados y encapuchados. Estuvieron 48 horas detenidos-desaparecidos. Y les advirtieron que si los volvían a encontrar no iban a tener otra oportunidad. Fue su segundo secuestro.
–Nos salvamos de carambola. Esa gente que nos levantó se apiadó de nosotros. Creo que fue así. Esa misma noche que nos liberaron, la fuimos a buscar a Angélica. La sensación de poder volver a alzarla –pensé que nunca más la vería– no me la olvido más. Salimos de Buenos Aires el 1º de septiembre de 1976.
Primero estuvieron en Uruguay hasta que consiguieron los documentos para viajar a España.
–Volvimos de España en el ‘84 sin ninguna ayuda. Nuestro exilio fue cruento, porque no teníamos el apoyo de una organización y no había trabajo, sin embargo tuvimos unos compañeros que no nos abandonaron.
Norma creció en Goya. Sus padres se fueron a vivir al campo y ella para poder ir a la escuela se quedó con una tía en esa ciudad correntina. Terminó la secundaria en la escuela normal y cuando obtuvo el título, a los 17 años, empezó a trabajar en un colegio, como ayudante de clases prácticas. Luego haría un curso para maestros rurales que cambiaría el curso de su vida. Fue a partir de esa experiencia que se involucró con la creación del movimiento rural de Goya.
–¿Cuál era su proyecto?
–Quería cambiar la vida de los campesinos pero no sabía cómo. Esa era mi tremenda pelea. Formaba parte de los grupos de iglesia tercermundista. Monseñor Devoto, el obispo de Goya, nos daba un soporte impresionante. Cuando entré al grupo ya era un movimiento en marcha que trabajaba el método “ver, juzgar, actuar” de los europeos, que a mí me convirtió. Ellos tenían una alegría de ser campesinos, tenían una pertenencia y una dignidad enorme.
Norma tenía 23 años. Era muy flaquita.
–Actuábamos en tres etapas: La primera era el “ver”, el descubrimiento de la realidad, era como volver a mirar lo que mirás todos los días y descubrir todas las cosas nuevas, los porqué. Entonces, cuando vas a mirar una situación, por ejemplo, por qué no vendo el tabaco, por qué el camino está mal, situaciones que ellos sufrían todos los días, empezamos a ver las razones de esas situaciones. En el “juzgar” tratábamos de acercar elementos técnicos de INTA y al mismo tiempo hacíamos un juicio cristiano: “¿Qué dice Cristo de esa situación?”. Esa fue otra pregunta. El tercer paso era la acción. Al principio para nosotros la acción era pintar el camino, la escuela, hacer algo en respuesta a lo que habíamos descubierto. Pero cuando empezamos a descubrir más lejos, esas acciones nos empezaron a quedar muy chicas porque no resolvían nada en la vida de ese pueblo.
Entre mediados y fines de la década del ’60 trabajó en colonias rurales de la provincia de Corrientes. Con los tabacaleros formaron una asociación de plantadores que vigilaba la entrega del tabaco a las empresas para evitar los engaños. En 1969 Norma fue invitada a Centroamérica por el Movimiento Internacional de Juventudes Agrarias.
–¿Cómo fue la experiencia centroamericana?
–Estuve casi dos años entre El Salvador y Guatemala, en parroquias de montaña. Fue una experiencia increíble. Llegué a trabajar con monseñor Romero. La pobreza de El Salvador fue lo más grave que viví por ahí. Me acuerdo que para dormir me tapaba desde los pies hasta la cabeza porque por las noches te pasaban las ratas por encima. Empezábamos a hacer reflexiones sobre cada cosa de la vida. En un momento preguntamos cada cuánto comían carne y ellos se reían. Comían carne cada dos meses. Y empezamos a darnos cuenta de lo que era eso. Esa pobreza profunda fue toda una revelación para mí. Se me agrandó la mirada. Ahí me di cuenta de que era algo que había que encarar a nivel más universal porque estaba toda América así. Yo había hecho estadía en Brasil y Panamá. En todos los países era igual.
Al regresar al país, Norma se integró en los cursos de alfabetización y formación técnica a jóvenes campesinos en General Sarmiento. Y en agosto de 1971 volvió al campo, en los alrededores de Goya, como maestra rural.
–Estuve en la escuela de la estancia más importante de la zona, La Marta, y empecé a ver cosas horribles como que los chicos se comían la goma de borrar del hambre.
Estaba allí la noche en que llegó el Ejército a buscarla el 30 de noviembre de 1971. Eran tiempos de la dictadura de Alejandro Lanusse.
–¿Adónde la llevaron?
–Primero me tuvieron en Goya. Nunca me dieron por detenida. Fue un secuestro. Después me llevaron en avión a Rosario. Todo ese proceso fue muy fuerte para mí. Salí de esa tortura medio muerta físicamente. Perdí la memoria de todo, no me acordaba ni los nombres de las comunidades en las que había trabajado ni los de mis compañeros. Mucho tiempo estuve así. Estuve desaparecida un mes. Eso fue lo que me destruyó físicamente porque fue mucho tiempo. Y sobre todo la tortura psicológica. Tenía que repetir durante días y días los objetivos del movimiento rural, y empezar de nuevo, y de nuevo una y otra vez. “Decimelo otra vez”, me decían y me lo hacían repetir y repetir, para ver si cometía algún error. Creo que llegué a estar muchos días sin dormir. Tenía miedo de que me saquen los nombres de los compañeros. Como ellos tenían mis carpetas, les daba los nombres que estaban ahí.
Las secuelas de la picana en su cuerpo le impidieron años después amamantar a sus hijas.
–La picana es una experiencia que mientras una está fuerte, la puede ir llevando mentalmente. Pero llega un momento en que el dolor en el pecho no se aguanta. En ese momento, la sociedad, la clase revolucionaria, nadie, ni siquiera mis compañeros, sabían de qué se trataba la tortura. Porque uno de los primeros casos fue el mío. Nadie sabía de qué se trataba. Nadie había pasado por la experiencia de estar un mes en tortura, desaparecido.
De la sala de torturas, Norma pasó el 31 de diciembre de 1971 a una celda de castigo de dos metros por uno en una comisaría. Recién ahí le sacaron la venda que cubrió sus ojos todo el mes que estuvo desaparecida. Estaba psicológicamente muy afectada. Pensaba que la iban a matar. Por entonces, su caso era conocido. Había reclamos públicos, protestas de las Ligas Agrarias. El 2 de mayo la revista Primera Plana puso su caso en la tapa. Las presiones sobre el gobierno de Lanusse fueron creciendo. La liberaron el 5 de mayo. Nunca presentaron cargos en su contra.
–Cuando salí fue un alboroto impresionante. Tuve el apoyo de mucha gente. Fueron a esperarme en caravana. Era toda una epopeya. Hasta vino gente del New York Times. Me hicieron misa en una capilla cerca de la casa de mis padres, donde fueron todos los vecinos. Había una multitud. Me tocaban como si yo fuera una santa. Para mí fue un compromiso muy grande eso. Yo que quería meterme en un agujero y descansar como un gusano debajo de una piedra. Estaba mal. Incluso recuerdo que tuve una invitación de Fidel Castro en ese momento para curarme y yo me tuve que haber ido. Y en realidad creo que no me curé nunca de lo que fue la tortura.
–¿Volvió a Goya?
–No. Goya es un pueblo chico. Se planteó la polarización de la gente, los que estaban con el obispo Devoto y los que estaban en contra, yo representaba esta opción. En mi propia familia estaba con problemas internos por mi compromiso. Entonces vine a Buenos Aires porque, a pesar de ese recibimiento, empecé a sentir que yo quemaba a la gente, que no tenía chance de conseguir trabajo. Hasta que conocí a Eduardo, mi compañero desde entonces, y mi vida se enganchó en una especie de pertenencia en lo humano. Eduardo me ayudó muchísimo en la contención.
Norma y Eduardo se casaron en 1973 y un año después nació Angélica, la mayor de sus cuatro hijos. Se instalaron en La Rioja, donde Norma empezó a trabajar en la Dirección Nacional de Adultos, Dinea. Pero el 30 de diciembre de 1974, bajo la presidencia de Isabel Martínez de Perón, la dejaron cesante.
–De ahí otra vez a quedar en la nada. Ahí empezó la gran incertidumbre en el país, de vivir sin saber qué te iba a pasar, era el tiempo de la Triple A. Como era un gobierno constitucional, todo lo que te hacían era legal, y aparecían tendales de muertos.
Después vendría el golpe militar, y un nuevo paso por Goya.
–Fue una etapa horrible. En Goya no podía llevar a mi hija al jardín porque me decían que tenían miedo. Cada vez que volvía a casa, me decían que se estaba diciendo que nos habían detenido. Entonces nos largamos a venir para Buenos Aires, con todo el seguimiento que nos hacían que era muy indisimulado. Pasamos unos días en casa de unos amigos y el día que vinimos a este departamento nos acostamos y, a las siete de la mañana, vinieron a buscarnos. Fue terrible. Angélica, mi hija, lloraba. Les pedía que me dejaran despedirme. Estaba segura de que no la iba a volver a ver. Nos llevaron a los dos en distintos coches, los Falcon verde famosos. Un vecino que testimonió me contó después que nos habían sacado con la cara tapada con una toalla. Yo ni me di cuenta.
Estuvieron chupados dos días y los largaron, con la advertencia de que se fueran del país. Anduvieron de casa en casa. Pudieron salir hacia Uruguay y de ahí, algunos meses después, cuando consiguieron los documentos, partieron a España en barco. Norma estaba embarazada.
–En esos días sólo deseaba tener un espacio de un metro cuadrado para poner mi maleta y decir éste es mi lugar. No teníamos un lugar donde estar. Ese momento para nosotros fue difícil. Unas monjas nos ayudaron a encontrar una casa en un barrio muy pobre en Madrid. Ocho meses después de llegar, nacieron las mellizas.
Fueron años durísimos. A la Argentina regresaron en 1984, con lo puesto.
–Durante el gobierno de Alfonsín intenté conseguir un cargo como alfabetizadora. Escribí toda mi historia en esa solicitud, pero no hubo para mí un cargo de docente... Hasta que vinieron los peronistas, y en el ’91 tuve un llamado para hacer el trabajo que hago ahora, de responsable de zona u orientadora pedagógica como se llama ahora, en la Villa 31.
–¿Cómo es el proyecto?
–Estamos dentro del Programa de Alfabetización, Educación Básica y Trabajo (Paebyt) del gobierno porteño. Pero tuvimos que armar una asociación civil para poder articular con programas de formación laboral. Tenemos siete grupos formados en el barrio. Somos ocho maestros. Nuestra propuesta es integrar alfabetización y trabajo. Cuando llegamos a la Villa 31, en 1991, la pobreza hacía que la gente no pudiera ni siquiera asistir al centro. Entonces salimos por el barrio con un maestro a inscribir. Anotamos a noventa personas. Pero el día que iban a empezar las clases vino una sola. Después en la semana logramos llegar a tres. Empezamos a ver que nosotros ahí no íbamos a hacer nada si no encarábamos la situación de necesidad que era tremenda. La gente tenía que ir a abrir las puertas de taxis a Retiro, a mendigar o cosas peores.
–Eran los años del menemismo...
–En los ’90 no llegaba ayuda al barrio. No llegaba nada. Después se abrieron los comedores comunitarios. Armamos dos talleres en el ’97, uno de panadería y otro de costura, para acompañar la alfabetización. Pensábamos que no íbamos a convocar a nadie si no teníamos una mínima respuesta laboral. Los gobiernos de Ibarra y Telerman tuvieron propuestas excelentes porque tenían cursos que pagaban a las alumnas. Por ejemplo, convocábamos a las vecinas para cocina, costura, durante seis meses y les pagaban 200 pesos a cada una. Fue genial.
–¿Y qué pasó con la gestión del macrismo?
–Se cortó casi todo. Ese fue un problema. La situación del barrio está en permanente cambio. De la gente que participó al comienzo quedan pocos. Hay mucha movilidad. Siempre hace falta tener una oferta de capacitación laboral. Nosotros tenemos terminalidad de la escuela primaria, con una obligación de cuatro horas. Integramos la costura, tejido, estampado, etc., para aprender ciencias, con las medidas aprenden matemáticas. Hacemos muñequería. Ahora estamos con un proyecto de bolsos que fabricamos para el Ministerio de Educación de la Nación. Son más de cien mujeres.
–¿Por qué la mayoría son mujeres?
–Hay algunos varones. Pero ahora tienen más trabajo fuera de la villa. Hay que reconocer que la situación ha cambiado tanto que ellos pueden elegir, optar. Nuestro grupo se tiene que concentrar en la profundización de la reflexión, de qué queremos para el futuro. Es como un empoderamiento en ciudadanía. En el grupo, el trabajo es asociado. No es lo mismo tejer una remera sola en tu casa que hacerlo en un grupo, donde cada alumna tiene una mirada de corrección fraterna, tiene una evaluación de su trabajo, tiene que aceptar la presencia de los otros y eso va combatiendo el individualismo. Eso es hermoso. El barrio tiene mujeres que se encargan de las madres adolescentes, mujeres que se encargan de los chicos que andan por las calles por las noches drogados, los adolescentes están haciendo cursos de bomberos voluntarios. La situación de los adolescentes en el barrio es tremenda y el riesgo es muy grande. Hay una realidad latinoamericana, cada uno de nuestros barrios o villas es una muestra de este mosaico dramático y también maravilloso que es nuestro continente. Cada zona aporta una manera de ver la vida, de hacer la tarea diaria, de criar a sus hijos, de ser persona digna, y estas mujeres lo llevan como estandarte.
–Macri se ocupó de que se pinten las viviendas de la Villa 31. ¿Qué le parece?
–A mí me encanta ver el barrio de colores. Te alegra la vista. La pena es que empezaron por las paredes en vez de por la construcción de la casa.
Empezamos por el lado de afuera.
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